Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

No tengo nada más que decir

JUAN CRUZ/EL PAÍS

César Vallejo, el poeta peruano, escribió: “Quiero escribir, pero me sale espuma, /quiero decir muchísimo y me atollo”. Era una impostura, en realidad, una manera de empezar el poema, una forma de posponer lo que quería decir. Luego continúa, en efecto, y no precisamente diciendo espuma: “No hay cifra hablada que no sea suma, / no hay pirámide escrita, sin cogollo. / Quiero escribir, pero me siento puma…”.

Los escritores, desde Homero a Philip Roth, que ahora ha dicho que se atora, o a Imre Kertèsz, que ha declarado que ya se quedó sin tema, han tenido ante la página en blanco la misma sensación: no les va a salir. Algunos salen a la terraza o a tomar café; otros fuman, como si en la voluta estuviera la forma del poema o la solución ardientemente buscada al crucigrama de nombres propios que se le han envuelto con el argumento del libro.

Francisco Umbral lo resumía: “El puto folio”. Pero Umbral, como la mayor parte de los periodistas, o de los escritores de periódicos, tienen encima una espada que no pueden ignorar: el cierre, “el puto cierre”. El novelista, el autor de libros, puede posponer la entrega, ponga lo que ponga el contrato, pero el periodista tiene ahí, abierta, una hendidura, y le toca cerrarla, tenga inspiración o esté tieso de asunto.

A veces los escritores, como el César Vallejo de aquel poema tan humano, utilizan la referencia a su dificultad para hallar asunto como parte de su preparación para sacarlo a relucir. Un casi tocayo de Vallejo, el colombiano Fernando Vallejo, decía con ironía a este cronista: “Pero, demonios, por qué escribe ese poema si le sale espuma. ¡Que espere un rato!”. Pablo Neruda, que también se refería a veces a sus imposibilidades para decir lo que sentía antes de decir lo que de veras sentía, escribió ese verso famoso: “Quiero escribir los versos más tristes esta noche…”. De nuevo Vallejo, Fernando: “¡Pues escríbalo, deje de decir que puede hacerlo, pues hágalo!”.

En realidad, César Vallejo quería escribir y escribió: estaba haciendo dedos, que es lo que los escritores hacen mientras van viniéndoles las ideas de lo que han pensado en el paseo, en la ducha o en la duermevela. Hay escritores que tienen al lado de donde duermen un cuaderno en el que quisieran apuntar los sueños más espléndidos de su literatura dormida. Y hay autores o artistas que opinan, como Cela o como Picasso, que la inspiración no existe sino que los tiene que hallar trabajando. Mario Vargas Llosa, que acaba de recibir en México el Premio Carlos Fuentes, era como el colega que da nombre al último galardón que recibe: Vargas se levanta muy temprano, corre, trota o camina, y al regreso a casa ya tiene dispuesta la vida para que nadie interrumpa su relación con la escritura, por lo cual Juan Carlos Onetti decía que el autor de La ciudad y los perros estaba casado con la literatura mientras que él mismo se llevaba con ella como un amante a la que visitaba en medio del desvarío del deseo.

Los escritores son como cualquiera, eso está claro, y en esa relación que a la vez es necesidad de decir y necesidad de estar tienen también sus pájaras, sus momentos de duda, de extravío, de cansancio y de punto final. Ahora les ha pasado, parece, a dos grandes de la literatura mundial, Philip Roth, siempre en las listas de los aspirantes a Nobel, y ganador del último Premio Príncipe de Asturias, e Imre Kertesz, que ganó el Nobel en 2002. Casi al unísono, y por razones similares, uno y otro dijeron adiós a todo esto. Adiós a los libros, sobre todo, pero también adiós a las promociones, a las entrevistas, a los contratos, a la relación con los editores… Adiós, sobre todo, adiós. La escritura es una especie de esclavitud hermosa, pues te permite ser el rey del mundo, creando universos que antes no existieron; persigue a las escrituras como la expresión dulce de la inmortalidad y es, como decía José Saramago y como dice Julio Llamazares, una mano contra el tiempo: permite creer que el tiempo no existe, que se prolonga.

Roth ha dicho que ya tiene 79 años, y se le acaba el tiempo, por lo que ya solo relee sus libros favoritos… Los que han leído más en profundidad sus declaraciones (que aparecieron primero en un periódico francés y finalmente fueron precisadas por él en una larga, y divertida, entrevista que le dio a Charles McGrath, de The New York Times), saben que en realidad el escritor norteamericano está jugando… a que se le ocurra algo. Antonio Muñoz Molina escribió aquí, el último sábado en Babelia, una confesión de lector: “Ahora Philip Roth dice que se retira, casi a los 79 años, que no escribirá más novelas, que ni siquiera hablará de ellas. Cómo no estar cansado a esa edad, después de tantos años de un trabajo tan asiduo, tan inmenso, tan incierto. Yo solo quisiera que alguna vez, ya sin prisa, sin la urgencia de escribir una novela, la Gran Novela, la Gran Novela Americana, Philip Roth se deje llevar por un aire de inspiración, por la libertad y la desvergüenza y la liviandad casi póstumas de algunos grandes viejos, y nos vuelva a contar una historia verdadera y perfecta”.

“Yo no creo que un escritor deje voluntariamente de escribir”, opina Muñoz Molina. “En la escritura de ficción los procesos son demasiado inconscientes como para que uno, si es honrado, pueda decidir algo. Es como si uno decidiera que no va a ponerse malo, o que no se va a enamorar más. O al contrario. Tú qué sabes. Lo quiera o no, un escritor está esperando siempre un libro, una historia. Las circunstancias exteriores pueden acelerar el proceso, o pueden frustrarlo, pero el impulso sin el cual el libro no llegará a existir no depende de uno mismo”.

Porque lo que le sucedía a Roth, y el novelista lo advirtió, así como lo advirtió Muñoz Molina, su atento lector, era fatiga de materiales. En el caso de escritores, pero también de otros artistas, del cine, de la música, del teatro o de la danza, comentaba el autor de Pura alegría, “extenuada o perdida la inspiración, queda el amaneramiento y el exhibicionismo de la técnica”. En eso había caído, o estaba a punto de caer, Philip Roth, aunque él diga que es tiempo lo que se le acaba. En esta entrevista con McGrath lo que se advierte, porque el novelista lo dice, es que lo que tiene es tiempo, que utiliza para aprender a usar teléfonos de última generación o para hacer exactamente lo que le da la gana.

El caso del Nobel Kertèsz, de 83 años, es francamente distinto. Acabado su soliloquio terrible con el pasado, que dio de sí libros tan extraordinarios como Sin destino, en el que él es un joven en manos de los nazis de uno de los campos de concentración a los que fue confinado este húngaro de mirada ingenua y de timidez irremediable, Kertèsz, que ha publicado en España su obra en El acantilado, ha declarado que ni tiene que ver (ya) nada con Hungría, que es su patria, los campos de concentración ya no son asunto de su memoria inmediata, que durante años fue la memoria de la guerra. Y como no tiene qué decir, deja su legado a Berlín, donde se ha sentido siempre como en su verdadera casa y abandona la escritura. Deja de escribir, ni siquiera le sale espuma.

¿Le ha pasado a usted, Fernando Vallejo?, le preguntamos al escritor colombiano, que muchas veces dijo que jamás volvería a escribir una línea. “Sí, me ha pasado varias veces; y he prometido no escribir un libro más después del libro en el que estaba cuando hice la promesa. Es la única promesa que he incumplido en la vida. Pero lo grave no es que yo haya dejado de escribir, porque yo nunca me he considerado escritor, eso es secundario en mí. Lo grave es que haya dejado de leer. Porque los libros desde mi infancia me habían llenado la existencia. Ahora que no leo quedé completamente vacío”.

¿Y cómo siente usted esta declaración de Roth, a la que siguió Kertèsz? “Pues lo mismo es que ya no tiene más que decir, a lo mejor. Uno tiene que escribir cuando tiene algo que decir. Cuando ya lo ha dicho, para qué sigue. Como no le doy importancia a los libros míos, y es una especie de cansancio o desilusión saber que lo que uno escribe está condenado al olvido y que desaparece incluso antes de que uno se muere, los libros entonces son muy fugaces. Más que las vidas de los hombres”.

Dice Roth que ya no siente nada, que no siente ni siquiera la pulsión de escribir. Se acabó. ¿Qué significa para usted ponerse a escribir? “Llenar el tiempo vacío y molestar a los tartufos”. ¿Y leer? “Antes me daban algo los libros, los de literatura y los de ciencia. Ya no me dan nada. Ya no quiero saber nada más. Lo que quería saber ya lo sé, y me tiene sin cuidado lo que me cuenten los demás. Yo tengo más que contar que ellos”.

—Ya que lo dice, Vallejo, ¿de todo lo que sabemos qué no ha sabido explicar?

—Nunca he encontrado el secreto de la música, entendiendo por música la de Mozart, Gluck, Debussy, José Alfredo Jiménez y Franco Canaro, el argentino, el sol del sur, el otro es el sol del norte. Y otras cosas que no podré entender porque la cabeza del hombre no da para tanto. Para entender por ejemplo la luz, la gravedad, o cómo las neuronas del cerebro producen el alma.

—¿No le parece un poco pretencioso que los escritores se hagan noticia cuando escriben y también cuando ya no lo hacen?

—¡Y por qué! ¡De repente alguno descubre las palabras mágicas que hagan volar esto!

o es para tanto, volverán a escribir, pero tienen derecho a dejar de hacerlo. Lo insinúa Ángeles Mastretta, novelista mexicana. “Creo que Roth y Kertèsz tienen todo el derecho a no querer escribir. No creo que para ellos haya sido un placer escribir. Sin duda fue la búsqueda de un alivio que tal vez consiguieron ya. Sin embargo, seguro que van a seguir escribiendo. Por lo menos cartas. Y si están cansados y quieren ponerse a ver el horizonte o la tele, hacen bien en hacerlo. Han dado tanto que es una barbaridad preguntarse por qué se detienen”.

La autora de Arráncame la vida no ha tenido la tentación de no escribir. “Tampoco la certeza de no volver a hacerlo. Escribo por gusto. Y porque es lo que puedo hacer. También porque necesito contar lo que veo y porque me urge hablar con otros. Si me dijeran que tengo que elegir entre no volver a ver el mar y no volver a escribir, creo que elegiría no volver a escribir. La muerte de los otros es el único dolor inexorable. Dejar de escribir tiene remedios. Por fortuna a nadie le va a interesar pedirme que deje de hacer una cosa o la otra, pero estamos en el absurdo”.

Le hice las mismas preguntas al colombiano Héctor Abad Faciolince, que a veces pasa por épocas de pájara, como decimos en España, o de pálida, como dicen en Medellín, su pueblo. Dice el autor de El olvido que seremos: “Alguna vez Machado dijo que si uno no puede escribir bien, lo mejor es no escribir, porque lo verdaderamente abominable es escribir mal. Hay un libro clásico sobre el bloqueo del escritor, o sobre el bloqueo general con el lenguaje, es Una carta, de Hugo von Hoffmansthal: el protagonista, lord Chandos, siente que ha perdido la facultad de hablar o de escribir con coherencia sobre cualquier cosa. Rulfo dejó de escribir después de Pedro Páramo aunque siguió anunciando para el año siguiente una nueva novela: La cordillera. El caso opuesto es el de Fernando Vallejo, que lleva unos seis libros diciendo que ese es su último libro. En mi caso, si yo fuera capaz de verdad de renunciar para siempre a escribir, creo que sería un gran descanso. Pero tengo que llegar a una edad y a una situación más respetables para poder tomar esa decisión. Por ahora seguiré escribiendo, pero si sale mal, que es como me sale últimamente, no pienso publicar, porque es mucho mejor el silencio que la mediocridad”.

Juan Villoro, el autor mexicano de La casa pierde, trata de explicarse “el enigma de por qué un autor deja de escribir”. En el caso de Roth y Kertèsz “no se trata de una interrupción trágica, sino de una misión cumplida. Muchas veces he pensado que se me puede acabar la gasolina o que, sencillamente, me vencerá el agotamiento. Tal vez escribo en distintos géneros por la superstición de que al menos conservaré uno y la certeza de que en mi caso nunca podrá darse por cumplida”.

José Manuel Caballero Bonald dijo en público en 2004 (ahora tiene 86 años) que dejaba de escribir, después de haber publicado Manual de infractores, su diatriba poética contra la herencia de Aznar. Volvió a hacerlo, y ahora mismo publicará otra vez (en Seix Barral) textos literarios recopilados… “Dije que dejaría de escribir, claro, ¿pero qué haces si te viene un poema?”. A él le vino un largo poema autobiográfico y no se resistió. “Cuando lo dije no tenía ni ganas ni tiempo, y luego volvieron. Un poema viene o no viene, no tiene en cuenta tus declaraciones”. Ahora bien, dice, “claro que habría que guardar silencio de vez en cuando, también los jóvenes que escriben y escriben sin parar”.

César Vallejo dijo que le salía espuma al escribir. Siguió diciendo: “Quiero laurearme, pero me encebollo. / No hay voz hablada, que no llegue a bruma, / no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo. / Vámonos, pues, por eso, a comer yerba, / carne de llanto, fruta de gemido, / nuestra alma melancólica en conserva. / Vámonos! Vámonos! Estoy herido; / vámonos a beber lo ya bebido, / vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva”.

Probablemente, dirán algunos, entre ellos Fernando Vallejo, tenía razón el autor de Poemas humanos: quería escribir y le salió espuma.

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