LUIS RUBIO/REFORMA
En la política dicen que “percepción es realidad”, que no es muy distinto a la aseveración de Reyes Heroles en el sentido de que en política “la forma es fondo”. En este contexto, ¿qué pasa cuando la realidad cambia pero las percepciones quedan inamovibles? Es posible que estemos ante un enorme cambio de paradigma en el tema migratorio pero que las percepciones, en EU y en México, no se estén ajustando.
Cada quien tiene su propia manera de ver al mundo, su forma de entender por qué “las cosas son como son”. Las percepciones se construyen a partir de aprendizajes, conocimientos y experiencias, pero con frecuencia eso tiene el efecto de impedirnos observar cuándo se da un cambio. A este tipo de disquisiciones es que un filósofo al inicio de los sesenta respondió con un libro que transformó la forma de entender los cambios en el mundo. En La Estructura de las Revoluciones Científicas, Thomas Kuhn desarrolló el concepto de “cambio de paradigma”, cuyo argumento central es que el avance científico no es evolutivo sino que es producto de “una serie de interludios pacíficos salpicados de revoluciones intelectuales violentas” y que en esas revoluciones, “una visión del mundo es reemplazada por otra”. Algo así podría estar pasando en el mundo de la migración mexicana hacia EU, pero nadie en ese entorno político tan cargado parece estarlo notando.
El asunto migratorio desata pasiones. Por un lado, la migración es producto de la demanda: en ausencia de redes de protección, los migrantes van a “la segura” o tan segura como es posible. Típicamente, se enteran de un empleo disponible por parte de un pariente o amigo y eso les lleva a emprender el penoso vía crucis a través de terrenos inhóspitos y mafias dedicadas al tráfico humano, además de los riesgos de ser detenidos por la migra. Sin una certeza razonable de que habrá empleo, ninguno tomaría la decisión de abandonar a su familia y terruño.
También está el lado de los estadounidenses que ven crecer enormes asentamientos de gente extraña y hacinada en los rincones de sus ciudades. Muchos de quienes ven a centenas de miles de migrantes cruzar la frontera y luego pasar por sus propiedades, particularmente en Arizona, se han organizado y adoptado medidas extremas que incluyen a milicias armadas dispuestas incluso a matar a los migrantes. Pero lo relevante es que las pasiones son altas y han creado una dinámica política que ha impedido una discusión seria dentro de ese país sobre qué hacer con el fenómeno.
El tema migratorio tiene dos lados: el de la gente que ya está allá y el de quienes responden a nuevas oportunidades (creadas por la demanda de mano de obra por parte de empresas) para migrar. Los inmigrantes que ya están allá viven en un mundo de incertidumbre legal y, en la medida en que se han ido cerrando espacios, enfrentan problemas elementales respecto a la educación de sus hijos, acceso a los servicios de salud y posibilidad de obtener una licencia para manejar. El mundo de la ilegalidad es duro en una sociedad que valora el reino de la ley y que no sabe qué hacer con una población a la que no se le reconoce legalmente. Muchos quieren resolver el tema de los que viven allá pero no quieren que esa solución se torne en un aliciente para nuevos demandantes, como ocurrió con la ley Simpson-Rodino en los ochenta.
Desde la perspectiva política mexicana, hemos pasado por tres facetas que son reveladoras de la complejidad. Fox se jugó su presidencia en una decisión sobre la que no tenía influencia alguna: por más que Bush estuvo dispuesto a empujar una iniciativa, ésta nunca se materializó. Calderón optó por “desmigratizar” la agenda bilateral, abandonando el tema. Ninguno atendió el problema real que ningún político puede ignorar: baste decir que es imposible para muchos gobernadores cegarse ante el hecho de que más del 50% de la población adulta de sus estados, como ocurre en Zacatecas, Michoacán y Guanajuato (y 10% de la población total del país) se encuentra en otra nación.
La elección presidencial estadounidense de noviembre pasado, en que una abrumadora mayoría de hispanos y asiáticos votaron por Obama, ha creado una nueva oportunidad que, muchos creen, llevará a una discusión seria respecto a la política migratoria de ese país. Los debates que a la fecha han tenido lugar no se limitan al asunto de los flujos migratorios ilegales, sino que muchos se centran en cosas como visas para ingenieros, permanencia de graduados extranjeros y una revisión (quizá rechazo) de una política histórica de reunificación de familias. En todo ese debate, los mexicanos son los malos de la película.
Lo paradójico, pero políticamente ineludible, es que la potencial revisión a la política migratoria estadounidense llega en un momento en que los flujos de migrantes mexicanos son negativos, es decir, que hay más personas retornando que las que emprenden el camino hacia el norte. La crisis económica disminuyó drásticamente las oportunidades de empleo, sobre todo en la industria de la construcción, lo que ha reducido los flujos. Sin embargo, el tema más fundamental es que la curva demográfica mexicana está cambiando con celeridad y eso implica que el número de migrantes potenciales también está disminuyendo. Este es un cambio de paradigma que no ha penetrado la discusión política.
Las personas que consideran la posibilidad de migrar hacen un cálculo muy simple: disponibilidad de empleos donde se encuentran, diferencia de salarios entre los dos países y los costos de emprender el camino. Ese cálculo era sumamente favorable a la migración en los noventa por el rápido crecimiento de la economía americana, nuestra incapacidad para generar tasas elevadas de crecimiento y el enorme crecimiento de la población en las décadas anteriores.
Mi impresión es que todas esas premisas podrían estarse haciendo añicos: primero, es altamente probable que el nuevo gobierno logre crear condiciones para que la economía crezca con celeridad. Segundo, parece improbable que la economía americana logre una recuperación acelerada. Finalmente, ese “exceso” de mexicanos está desapareciendo en la medida en que la tasa de natalidad lleva años en números que no son sensiblemente mayores al nivel de reemplazo. Es decir, es posible que estemos ante el fin de la era de grandes flujos migratorios.
El problema ahora es de percepciones. Es necesario resolver el problema de ilegalidad de los connacionales radicados allá y la nueva realidad lo hace infinitamente más simple, pero siempre y cuando todo mundo entienda que, de los migrantes futuros, muy pocos serán de aquí. Cambiar percepciones es un imperativo político.
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