BERNARD-HENRI LÉVY/EL PAÍS
Pongamos los puntos sobre las íes.
En 2005, a iniciativa de Ariel Sharon, el Tsahal (Ejército israelí) evacuó Gaza unilateralmente y sin condiciones.
A partir de esa fecha no ha habido presencia militar israelí en un territorio que, por primera vez, está bajo control palestino.
La gente que lo administra —y que no está ahí gracias a las urnas, sino a la violencia, y al término (junio de 2007) de varios meses de sangriento enfrentamiento con otros palestinos— no tiene con el antiguo ocupante, ni por asomo, un contencioso territorial como el que tenía, por ejemplo, la OLP de Yasir Arafat.
Las reivindicaciones de Arafat, como hoy las de Mahmud Abbas, podían parecer excesivas, mal formuladas o inaceptables: al menos existían y dejaban abierta la posibilidad de un acuerdo político, de un compromiso; mientras que ahora, con Hamás, prevalece un odio ciego, sin palabras ni objetivos negociables, solo una lluvia de cohetes y misiles disparados en función de una estrategia que, como no tiene otro fin que la destrucción de la “entidad sionista”, no es otra que la guerra total.
Y cuando, finalmente, Israel se percata de ello; cuando sus dirigentes deciden romper con unos meses de moderación en los que han aceptado lo que ningún dirigente en el mundo ha tenido que aceptar; cuando, por si fuera poco, comprueban despavoridos que no solo el ritmo de bombardeos ha pasado de una media de 700 anuales a 200 en unos pocos días sino que, además, Irán ha empezado a suministrar a sus protegidos unos FAJR-5 que ya no solo alcanzan el sur del país, sino también el centro, e incluso las afueras de Tel Aviv y Jerusalén, y se deciden a actuar, ¿qué sucede?
Que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, al que raramente habíamos visto reaccionar tan rápido en los últimos meses, se reúne urgentemente para debatir, no una eventual desproporción, sino el mismísimo principio de legítima defensa israelí.
El ministro de Asuntos Exteriores británico, a quien no deseamos que llegue a ver el sur de su país bajo el fuego de una organización retornada al sendero de la guerra terrorista, amenaza al Estado hebreo con la posibilidad de perder, por cumplir con su trabajo de protección de sus ciudadanos, los últimos apoyos que tiene la bondad de reconocerle en la escena internacional.
La responsable de la diplomacia europea, Catherine Ashton, empieza por redimir a Hamás de unos ataques en parte fomentados, según ella, por “otros grupos armados” y solo deplora, lavándose las manos con la hipocresía de quien considera tan extremista a un bando como al otro, una “escalada de la violencia” en la que, como en la noche hegeliana, todos los gatos son pardos.
En Francia, el Partido Comunista exige “sanciones”.
Los Verdes, a quienes apenas hemos oído pronunciarse sobre Siria, Libia o los cientos de miles de muertos de las guerras olvidadas de África o el Cáucaso, claman que la “impunidad de Israel debe cesar”.
Esos manifestantes “pacifistas” que tampoco se dignan salir de casa cuando son Gadafi o El Asad los que matan, bajan de repente a la calle, pero lo hacen para expresar su solidaridad con el único partido palestino que rechaza la solución de los dos Estados y, por tanto, la paz.
Y qué decir de esos expertos en conspiraciones que, cómodamente instalados en sus sillones de editorialistas o estrategas de salón, solo ven en esta historia la mano demoniaca de un Netanyahu encantado con esta nueva guerra que va a ponerle más fácil la reelección…
No voy a hacer las cuentas del Gran Capitán para explicar a esos ignorantes que, antes de esta crisis, todos los sondeos daban ya a Netanyahu como claro ganador.
Ni me voy a rebajar a confesar a una gente para la que, de todas formas, haga lo que haga, Israel es el eterno culpable, lo que, si yo fuera israelí, me disuadiría de votar por la coalición saliente.
Tampoco serviría de nada recordar a esos listillos que si hay una maniobra, una sola, en las raíces de esta nueva tragedia, es la del establishment de Hamás, que está dispuesto a todas las escaladas y a todas las huidas hacia adelante —y, en realidad, ha decidido luchar hasta la última gota de sangre del último palestino— antes que a ceder el poder, y las ventajas asociadas a este, a sus enemigos jurados de Al Fatah.
Ante este espectáculo de cinismo y mala fe; ante estas dos varas de medir, según las cuales un muerto árabe solo es digno de interés cuando sirve para incriminar a Israel; ante esta inversión de valores que transforma al agresor en agredido y al terrorista en resistente; ante esta engañifa que implica ver a los indignados de todos los países ensalzar como héroes a los miembros de una nomenklatura brutal y corrupta, despiadada con los débiles, las mujeres y las minorías, que enrola a sus propios niños en batallones de pequeños esclavos a los que envía a excavar los túneles por los que transita el dudoso tráfico que sigue enriqueciéndola; ante esta crasa ignorancia, en una palabra, de la naturaleza real de un movimiento que tiene en Los protocolos de los sabios de Sion uno de sus textos fundadores y que su jefe, Jaled Meshal, dirigía hasta hace poco desde una confortable residencia de Damasco, solo cabe una palabra: obscenidad.
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