Vigo, base de la comunicación nazi

EL PAÍS

España enfilaba el tramo final de su propia agonía, faltaba un año para que estallase la II Guerra Mundial y Vigo era un confortable nido nazi. Entre 1938 y 1939, el ministro de Asuntos Exteriores del III Reich, Joachim von Ribbentrop, se reveló para los trabajadores gallegos de la compañía de telégrafos británica como un ser insaciable. “Cada día eran muchos los telegramas cursados en clave secreta que enviaba Von Ribbentrop a sus colegas nipones el príncipe Konoe y el general Hideki Tojo. Desde Hamburgo eran recepcionados aquí, en Vigo, y por nuestras vías del Cable Inglés eran retransmitidos por escalas sucesivas hasta Japón”. La cita pertenece a las memorias inéditas de Alberto Carballo, un empleado de la Eastern Telegraph Company, ya fallecido, que quiso dejar constancia del estrés que les causaba la actividad negociadora de los nazis a él y sus compañeros.

José Ramón Cabanelas, investigador de rincones inexplorados de la historia viguesa, supo de la existencia de Carballo y sus recuerdos conservados en papel porque un día, tras una conferencia en un club social de la ciudad, se le acercó un sobrino de aquel telegrafista. Cabanelas, que ultima la maquetación de un libro titulado Vía Vigo, ya había comenzado entonces a perseguir la historia de la empresa británica que en 1873 eligió la ciudad para instalar la primera escala de su cable submarino, por el que circulaban mensajes en morse rumbo a América, en una dirección, y hasta el Lejano Oriente, en la otra.

La irrupción de las memorias de Carballo dieron una nueva perspectiva a la historia del Cable Inglés, nombre con el que bautizaron los vigueses a la Eastern Telegraph. Ya no solo se trataba de la empresa que, probablemente, según comprobó Cabanelas, introdujo hacia 1876 el balompié (o “juego de pelota”, como le decían) en España a través de Galicia varios años antes de que se tuviese noticia del fútbol en Huelva (donde tradicionalmente, por las minas de Riotinto, se ha situado el origen de este deporte en el país). Ahora surgían unas serias implicaciones políticas, negociaciones a escala planetaria atando lazos para el conflicto y actividades paralelas de espionaje.

“Tales telegramas”, escribía Carballo en sus memorias, “eran los que más nos traían de cabeza, pues en su mayoría constaban de cientos de palabras en grupos de cinco letras en lenguaje cifrado”. El edificio vigués del Cable Inglés en la calle Velázquez Moreno y el del Cable Alemán (Deutsch Atlantische Telegraphengesellschaft) compartían tabique y las firmas acabaron por abrir un par de ventanillas en él para pasarse los telegramas que la una o la otra debían rebotar al mundo desde este puerto atlántico. El cableado submarino de la Alemania nazi, inferior en extensión, calidad y seguridad al inglés, no tenía línea hasta Japón, y precisaba de los servicios de la nación que se perfilaba como enemiga para comunicarse con su inminente aliada.

Lo hacía siempre en clave, por medio de máquinas como la Enigma y la Lorenzo, que dejaban irreconocible cualquier texto. Con el tiempo todos los servicios de espionaje se hicieron con alguna Enigma, pero para descifrar aquellos códigos secretos era imprescindible, además, apropiarse del libro de claves y saber cuál estaba en vigor.

La intensidad del intercambio germano-nipón a través de Vigo se disparó aquel último año previo a la conflagración mundial y los servicios secretos británicos no lo pasaron por alto. Según relata Carballo, él y sus compañeros recibieron de arriba la orden de “coleccionar en su totalidad tales mensajes de Estado”. Esto “equivalía a copiarlos dos veces en cinta perforada y proceder a su chequeo antes de transmitirlos”, escribe el telegrafista, que luego aclara: “Ya es sabido que en los grupos en clave el simple error en una letra puede cambiar el sentido del mensaje al ser descifrado”. Este lapsus podría haber torcido la intención por completo y “tener una trascendencia enorme en aquellos telegramas que Ribbentrop enviaba a Japón”.

Von Ribbentrop negociaba al mismo tiempo con la URSS el reparto de Polonia y pretendía alcanzar con Japón un pacto secreto contra los soviéticos. Mientras tanto, por las oficinas del Cable Inglés en Vigo, primera escala mundial del imperio británico de las comunicaciones, pasaban autoridades y directivos procedentes de Londres que seguramente se ocupaban de algo más que de supervisar la eficacia de su plantilla gallega a la hora de picar telegramas. Entre el personal hubo colaboradores del MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia.

Cabanelas destaca la figura de Roderick Price Mann, un responsable del cable que no quiso marchar durante la II Guerra (cuando la línea submarina fue cortada por los nazis y quedó inservible) y que tras el conflicto fue condecorado por sus servicios con la Orden del Imperio Británico. Se había casado con una viguesa, Ana Valdés, y vivió en Baiona hasta su muerte, en 1985. Dicen que Mann conocía Galicia al milímetro e informaba a la Inteligencia de movimientos portuarios sospechosos.

Del Cable Inglés ya no queda mucho. O eso parece. Libros, muebles, puertas victorianas recicladas, una bandera, un cabo de cable que asoma entre las rocas en la costa viguesa de Alcabre con la bajamar, la viuda de Mann, residente en Londres, y un conserje, Serafín Otero, de 92 años, que ahora vive en Madrid. Pero Cabanelas, con la publicación de su libro, aún conserva la esperanza de hallar nuevos materiales, hasta algún rollo de cinta picada en morse de aquellas copias duplicadas con caracteres de cinco en cinco, por completo ininteligibles.

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