EL PAÍS
En una callejuela de Ribadavia, uno de los pueblos más bonitos y mejor conservados de Ourense, se esconde una panadería única. No es sólo que en ella el tiempo se haya detenido en algún momento indeterminado anterior al siglo XX. Tampoco que lo presida un enorme horno de leña decorado con aperos viejunos de utilidad desconocida.
Es que en vez de los rutinarios bollos, curasanes y baguetes congeladas, aquí se cuece una pequeña maravilla: la memoria recuperada de los dulces que comían los sefardíes, descendientes de los judíos expulsados de la península ibérica.
Mamules de frutos secos y agua de azahar, ghorayebah de harina de avellana, kamisch-broit de nueces, kijelej de mon con semillas de amapolas o kupferlin de almendra son algunas de las especialidades artesanas que vende Herminia Rodríguez, dueña del establecimiento. Esta gallega de 73 años, mirada inteligente y sentido del humor vivaz es famosa entre los judíos viajeros y golosos de todo el mundo, y a su tafona llegan rabinos, embajadores israelíes y hasta premios Nobel. Una pared llena de fotos enviadas desde distintas partes del globo da fe de cómo el lugar se ha convertido en un punto de máxima atracción en el circuito de juderías españolas, al que Ribadavia pertenece.
Herminia empezó a elaborar sus pastas y galletas hebreas en 1990, cuando el Centro de Estudios Medievales de la localidad le pidió que pusiera una mesa en la puerta con repostería. “Unos músicos judíos de Canadá venían a dar un concierto de música sefardí, y querían que hubiera un poco de ambiente”, recuerda Herminia. “Puse los cakes con la estrella de David, los melindres y los mamules, que se llaman así porque parecen colmillos de mamut. No sabía los nombres, yo les llamaba ‘dulce judío’.
Cuando vieron la estrella se emocionaron tanto que me quisieron conocer. Un matrimonio que vive en Vigo me mandó las fotocopias del recetario más antiguo que hay. Después fue como una cadena, y me empezaron a mandar libros de París y de Norteamérica. Uno que está escrito en sefardí que me lo enviaron de la embajada de Israel. También me mandaron la januquiá que tengo ahí arriba”, dice señalando la parte de arriba de la vitrina que aloja las bandejas de dulces.
En el mueble, el candelabro de nueve brazos y otros símbolos hebreos conviven con imágenes de la Virgen y figuritas de un belén, en un ambiente de tolerancia que ni el Toledo de Alfonso X el Sabio. “Los puse juntos para que no tengan celos. ¿No son todos del mismo sitio? Son vecinos. Yo no me meto en política, cada cual que tenga su religión y nada más”. Yo añadiría que los bocadiños de almendras o de dátiles, los mostachudos de nueces y clavo y el resto del repertorio de delicias que aloja el mueble sería capaz de unir a creyentes integristas y ateos furibundos. Es una repostería aromática, robusta y contundente, con un sabor verdadero que te traslada a tiempos perdidos.
Herminia elabora sus productos siguiendo las normas de la comida kosher. Se niega a hacerlos en otro sitio que no sea su horno de leña, y también a venderlos fuera de su tahona. Para probarlos, hay que pasar por aquí. Eso sí, sus precios son muy populares tratándose de un producto 100% artesano. “Lo que se hace a gusto es bueno: si estuviera pensando en ganar dinero, no lo haría. Desde que salieron los euros está todo al mismo precio. No subí nada. El surtido pasó de 1.000 pesetas a 6 euros. No pago ni bajo ni horno, porque son míos. Me dan la leña. Y si estuviera el alcalde me diría: no pagues impuestos”.
Esta mujer que, en sus propias palabras, “no tiene cultura”, hace gala de una notable agudeza mental. Cuando le confieso mi sorpresa por lo bien que pronuncia los nombres de pastas e ingredientes en idiomas como el yidish, inglés o francés, me suelta: “Eso es que tú no los hablas”. Toma plancha. Las risas entre los que estamos en la tahona se repiten cuando Herminia rememora una visita de un antiguo presidente de la Xunta con la correspondiente corte de periodistas. “Les dije: ‘Cuidado porque las semillas de amapola de las masiñas y los kijelej son afrodisíacas. Aunque a mí, la verdad, no me funcionan”.
Es posible que el negocio de Herminia se vaya con ella a la tumba. Sus fans en el departamento de Turismo del ayuntamiento de Ourense están intentando convencerle de que coja un aprendiz, pero ella se niega. “Cuando trabajo no quiero a nadie a mi lado”, afirma. “Sólo pongo la radio gallega, porque me entero de todo y no me pregunta nada. Yo no sé decirle a otra persona llévame esto, o méteme esto en el horno. Tengo que ir yo”.
Ella ha dispuesto que todas sus recetas, libros y papeles se cedan al Museo de Ribadavia. Ninguno de sus tres hijos parece estar interesado en continuar con los dulces, y la mayor, que apareció en la tahona en mitad de nuestra visita, explicó sus motivos en un impagable diálogo que paso a reproducir.
Herminia: Ellos no quieren llevar la vida que llevo yo. Esa [señalando a su hija] siempre me anda riñendo.
Hija: Esto no es vida. Trabajar sábados, domingos y fiestas de guardar. No poder estar con la familia ni con nadie, yo no lo quiero.
Herminia: No es vida para ti. Pero para mí sí, porque me gusta. Disfruto trabajando.
Yo: ¿Pero estás aquí siempre?
Herminia: No, descanso tres días. Al año.
Hija: ¿Quién quiere eso para sus padres? Yo nunca fui de vacaciones con ellos, no viajo con ellos, no puedo comer ni cenar con ellos.
Herminia: Pero mira, si estoy aquí no tengo accidentes de coche.
“Mi madre no es fácil de manejar”, me cuenta su hija en un aparte, confirmando mis propias impresiones. “Es una mujer sin estudios, pero muy lista. Todo lo montó ella. Tomó las riendas del negocio y lo llevó hasta donde está ahora. Le sirve para mantenerse activa”.
La incombustible Herminia se levanta cada día a las 4 de la mañana para trabajar y camina siete kilómetros diarios “de golfa”. Antes de irnos le pregunto si le gustaría visitar Israel. “Sí, me gustaría ir con mi marido. Pero no solos, en excursión”. Algo me dice que nunca lo hará: le costaría demasiado alejarse del horno que la hace feliz.
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