ANTONIO CAÑO/EL PAÍS
Barack Obama ha dado modestos pero inconfundibles pasos hacia la aceptación de una realidad inevitable: la guerra en Siria no tiene un final feliz, cercano ni sencillo sin una mayor implicación militar de Estados Unidos y sus aliados occidentales y árabes.
La Administración norteamericana ha trazado la línea roja de una intervención militar en el uso de armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad. “El uso de armas químicas es y sería totalmente inaceptable, y si cometen el trágico error de usar esas armas, tendría consecuencias y pagarían por ello”, dijo el presidente norteamericano el lunes. “EE UU prepara planes ante esa contingencia”, añadió el portavoz de la Casa Blanca, Jay Carney.
El conflicto de Siria, con su trágico saldo de muertes y graves efectos desestabilizadores en Oriente Próximo, ha alcanzado un punto en el que Obama no puede mantenerse impasible sin poner en peligro, no solamente el futuro de Siria, sino la influencia de EE UU en toda la región. Incluso sin la entrada en juego de armas químicas, Washington puede verse obligado a actuar de forma más agresiva si no quiere perder el control sobre los acontecimientos en ese país.
El diario The New York Times informaba la pasada semana que se ha abierto un debate en el seno de la Administración sobre hasta dónde llegar en Siria, desde la entrega de armas a los rebeldes hasta la intervención militar directa. Esta última opción está, por el momento, descartada, pero es posible que vuelva a estar sobre la mesa, al menos cuando haya que considerar, al estilo de los Balcanes, una fuerza de interposición para garantizar un eventual alto el fuego.
EE UU ha conseguido ya, gracias a su presión diplomática, la unidad formal de los grupos rebeldes sirios dentro de la Coalición Nacional de Fuerzas Revolucionarias y de Oposición de Siria. Aún existen dudas sobre quién ejerce el control de ese conglomerado, pero la Administración norteamericana se dispone a otorgarle su reconocimiento oficial, cosa que podría hacer en la próxima conferencia internacional sobre el conflicto sirio, que se celebrará el próximo día 12 en Marruecos.
El reconocimiento abriría la puerta al abastecimiento de armas, bien de forma directa o indirecta, a través de sus aliados en la zona. La entrega de armas equilibraría la guerra, pero no garantiza un triunfo de los rebeldes y mucho menos asegura que la balanza de las fuerzas opositoras no acabe inclinándose a favor de los grupos islámicos más radicales. Esta es una de las grandes preocupaciones de EE UU y la principal razón por la que necesita tomar las riendas de la situación. Cuanto más dure el conflicto y más lejos se mantenga EE UU, más riesgo existe de que los extremistas ganen posiciones en Siria, con lo que eso puede representar, por ejemplo, en Israel, Líbano, Jordania o Irak.
La vía militar no está tampoco exenta de riesgos. Habría que emprenderla con la oposición de China y Rusia, sin la aprobación, por tanto, del Consejo de Seguridad de la ONU, y con la duda sobre la posición que adoptaría Egipto. A cambio, EE UU contaría con un fuerte respaldo de la opinión pública internacional, con importantes aliados en el mundo árabe y musulmán, especialmente Turquía, y con la cooperación militar de sus socios europeos. Pero, sobre todo, solo una intervención militar le abre a EE UU un papel en el futuro de Siria y lo coloca en una posición de intentar una transición ordenada.
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