Gulliver en islandés y Sobre el valor alimenticio del sueño (cuentos)

ETGAR KERET/LETRAS LIBRES/TRADUCCIÓN CLAUDIA KERIK

Gulliver en islandés

El día que llegué me entró un miedo. El reloj todavía no marcaba las cuatro de la tarde, pero el sol se había puesto hacía rato. Aquí encienden las luces de la calle a las dos, dos y media, y en el lapso breve en que por fin brilla el sol, los colores son pálidos como en una foto vieja.

Hace cinco meses que viajo solo con una mochila sobre la espalda, viendo nevadas, fiordos y hielo. Aquí el mundo está pintado por completo de blanco, y por la noche de negro. A veces me veo forzado a recordarme a mí mismo que esto es solamente un paseo. “Mira”, me digo, “¡un lemming!”,1 y me obligo a sacar la cámara fotográfica. Pero ¿cuántas fotos se pueden tomar? En el corazón me siento un exiliado.

Soplo aire caliente del hueco de mi boca sobre mis guantes gruesos, un vapor que aparentemente aleja el frío. Pero el frío que se fuga se mantiene en el aire, y en el instante mismo en que se diluye el vapor, está de regreso. Este frío no es como el frío de mi país. Es un frío que está más allá de toda temperatura. Un frío astuto que se filtra a través de todas las capas y te congela por dentro.

Sigo caminando por la calle. A la izquierda, una pequeña librería tiene encendidas sus luces. Hace medio año que no leo un libro. Entro, es agradable y hace calor allí. “Disculpe”, pregunto, “¿tiene libros en inglés?” El vendedor sacude la cabeza y continúa hojeando su periódico de horribles letras. No me apresuro a salir. Ando entre los estantes. Observo las cubiertas de los libros. Huelo el olor fresco del papel. Hay una monja parada junto a uno de los estantes. Por atrás, por un instante, ella parece “la muerte” de la película de Bergman. Pero me armo de valor, me acerco a un estante próximo, y a hurtadillas la miro. Tiene un rostro delgado y bello. Muy bello. Conozco el libro que sostiene en la mano. Lo reconozco por los dibujos de la portada. Ella lo regresa a su lugar y se dirige a otro estante. Me apresuro a sacar el libro. Todavía está tibio. Es Gulliver, Gulliver en islandés, pero de todas maneras Gulliver. La cubierta se parece a la de la edición en hebreo. Lo teníamos en casa. Me parece que alguien se lo regaló a mi hermano. Le pago al vendedor en la caja, que insiste en envolvérmelo para regalo. Pega sobre el papel floreado una cinta rosa que ensortija con una de las hojas de las tijeras. De hecho, ¿por qué no?, es un regalo para mí mismo.

Al salir de la tienda me apresuro a romper la envoltura, dejo la mochila y la apoyo contra un farol, luego me siento sobre la banqueta cubierta de nieve y comienzo a leer. Conozco de sobra el libro, y si me he olvidado de algo, los dibujos se apresuran a recordármelo. El libro es el mismo libro y las palabras son las mismas palabras. Aun si soy yo quien las inventa. Y Gulliver en islandés es todavía Gulliver, un libro que me gusta mucho. De tanta emoción comienzo a sudar, es la primera vez que sudo desde que llegué. Me deshago del pesado abrigo y de los guantes húmedos que me dificultan cambiar de página. Los primeros dos libros son extraordinarios, y también del tercero disfruto mucho. Pero no hay duda, su último viaje es el más impresionante de todos. Siempre anhelé ser como uno de esos nobles Houyhnhnms. No pude parar de llorar cuando Gulliver se ve forzado a abandonarlos y retornar con los hombres. Al terminar el libro, noto que el faro de la calle está apagado. A la luz de un coche que pasa, veo a mi lado una figura de negro. Las luces se congelan, pero el frío dejó de molestarme hace tiempo. La figura se vuelve hacia mí. Es él, imposible confundirse con esa guadaña, ese esqueleto. Por atrás, por un instante, él parece realmente una monja. ~

***

Sobre el valor alimenticio del sueño

En mitad de la noche desperté, asustado de encontrar al guesternaj2 comiéndose un sueño que yo estaba soñando sobre ti. Salté de mi cama enfurecido y le di un porrazo en la nariz con todas mis fuerzas. El guesternaj dejó caer los restos del sueño, pero yo no lo solté y le seguí pegando. Incluso cuando se arrastró por debajo de la cama y perdió su forma perceptible, yo seguí golpeando a la misma sombra burda. Por fin paré. Extenuado y sudoroso recogí las sobras del sueño. No dejó mucho, solamente los pantalones negros deportivos que traías puestos, tu sonrisa sin esfuerzo y un cierto contacto entre nosotros, no se cuál –tal vez un abrazo. El guesternaj se había comido todo dejando sólo eso al descubierto. Me quedé tendido sobre el suelo, desalentado y en silencio, cubierto únicamente por mis calzoncillos y un velo de sudor. Horas de paciente dormir, en espera del sueño que vendría. Y ahora –nada, peor que nada, una gota del sabor de una paleta de hielo que ha desaparecido, goteando sola en mi boca. Debajo de la cama se escuchó un vago gemido. Era el guesternaj. Al principio creí que era un gemido de dolor –después de todo le había dado a la sombra una golpiza espantosa– pero no había nada de dolor en aquel sollozo. Probé las lágrimas del guesternaj derramadas en el piso, y su sabor era dulce –el guesternaj lloraba de dicha y sus lágrimas hablaban del magnífico sabor del sueño, que había hecho estremecer cada pedazo de su cuerpo inexistente. Su llanto me reveló las largas noches que había esperado, vacío, debajo de mi cama, alimentándose de trozos de mis sueños. Sueños nauseabundos de apatía y hastío, entre los cuales había masticado, despacio y sin alternativa, sueños de dolor, pérdida y temor, que había intentado eliminar para protegerme mientras dormía, pero que con frecuencia se le quedaban atorados, doliéndole en la garganta. Cada noche, el guesternaj tragaba horas y más horas de indiferencia y sufrimiento, dejando mi sueño liso y oscuro, y esta noche había obtenido por fin su recompensa, había logrado calmar su lastimosa hambre y experimentar, por un lapso de tiempo, una alternativa para el vacío. Su cuerpo había conocido algo más que la nada. Estaba por amanecer, y la mano de sombra de mi socio se deslizó por debajo de la cama, señalándome, hacia el centro de la habitación, los trozos de sueño que me quedaban: unos pantalones, una sonrisa, un contacto embriagante de carácter desconocido, los dedos de la sombra que parecían decirme: “He aquí, mi amigo, para ti también dejé algo de lo bueno.” ~

Traducciones del hebreo de Claudia Kerik

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