ESTHER SHABOT/EXCELSIOR
Egipto arde. Ciertamente ha sido una ilusión que la estabilidad iba ganando terreno en ese país a partir de las elecciones de hace medio año cuando por un pequeñísimo margen triunfó el actual presidente Mohamed Mursi, miembro de la Hermandad Musulmana. Ciudades y plazas son ahora el escenario de choques violentos entre los defensores a ultranza del régimen y los detractores de él, mientras que el palacio presidencial ha tenido que ser resguardado por el ejército con tanques y alambrado de púas para impedir el asalto de las masas indignadas.
Los gritos y las consignas son elocuentes de qué banderas enarbola cada bando. “Pan, libertad, ley islámica” y “Egipto es islámico, no será secular, no será liberal” son las expresiones de los cientos de miles de simpatizantes y miembros de la Hermandad Musulmana que están a favor de las medidas que Mursi ha tomado en los últimos días. El Presidente se ha atribuido facultades extraordinarias y ha anulado al poder judicial con objeto de sacar adelante la recién redactada Constitución, la cual además de restaurarle al ejecutivo poderes dictatoriales, señala a la Sharía o ley islámica como la fuente privilegiada de normatividad que regirá al país. Por el contrario, quienes protestan contra Mursi, agrupados en el llamado “Frente de Salvación Nacional”, se oponen a la intención presidencial de someter a referéndum la nueva Constitución el próximo 15 de diciembre y entonan indignados consignas de “Abajo Mursi” y “No a la Hermandad, no a los salafistas, Egipto debe ser un Estado civil”.
Lo que ocurre revela sin duda que el derrocamiento de Mubarak abrió una infernal caja de Pandora. Quienes consiguieron abatir esa dictadura de 30 años estuvieron unidos momentáneamente con ese propósito, pero muy pronto esa unión dejó de existir cuando el reto de construir un nuevo orden se impuso. Y es que la sociedad egipcia contiene al menos dos grandes bloques humanos cuyas expectativas y aspiraciones se contraponen de manera radical. Por un lado, están los islamistas afines a la Hermandad cuyos líderes religiosos consideran que “los enemigos del Presidente son enemigos de Dios, de la Sharía y de la legitimidad… gente de corazón malvado” y, por el otro, quienes al derribar al antiguo régimen aspiraron a establecer uno nuevo en el que liberalismo, pluralidad y secularismo fueran los ejes alrededor de los cuales se reorganizara la vida nacional. Y, por supuesto, dentro de este escenario individuos y grupos de interés conectados con el antiguo régimen y con el ejército introducen sus particulares objetivos complicando aún más una situación de por sí caótica y pletórica de violencia.
Esta división de Egipto en dos grandes mitades ciudadanas que difieren en el proyecto de nación al que aspiran parece haber llegado a un punto crítico en estos días a partir de los pasos dados por Mursi con relación a la Constitución y su referéndum. La situación que vive hoy Egipto hace recordar lo ocurrido en 1979 cuando en Irán, una vez derrocado el Shá, se desató una pugna similar entre las fuerzas sociales islamistas representadas por los ayatolas y las múltiples corrientes liberales, cuya agenda política era otra. En ese caso casi de inmediato fueron los clérigos los que se hicieron del mando y sometieron con lujo de crueldad y violencia a sus antiguos camaradas que los habían acompañado en la hazaña de derrocar al Shá. La fuerza del aparato islamista y clerical fue apabullante y la oposición liberal fue neutralizada con relativa facilidad. En Egipto, sin embargo, las cosas no se resolverán con igual rapidez. La magnitud y fuerza de los sectores liberales, la existencia de minorías tan importantes como los cristianos coptos que suman cerca de diez millones, y las urgencias económicas en que el país vive hacen prever que Egipto seguirá todavía por mucho tiempo sumido en una situación riesgosa y en extremo volátil.
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