ANTONIO CAÑO/EL PAÍS
De todas las prioridades que Estados Unidos tiene para su futuro, una de las más urgentes, pero de la que no se habló en la reciente campaña electoral, es la del control de las armas de fuego, que causan más muertes en este país que ninguna de las guerras en que se ve envuelto. La matanza de ayer en Connecticut pone de nuevo ese asunto sobre la mesa, pero difícilmente producirá resultados distintos y más positivos a los de anteriores matanzas.
Desde Columbine, donde 12 niños y un profesor murieron en una escuela a manos de un pistolero en 1999, han ocurrido en EE UU 18 similares tiroteos indiscriminados con consecuencias mortales, cuatro más que en todo el resto del mundo. En el más sangriento de todos ellos, 34 jóvenes estudiantes fueron acribillados por uno de sus compañeros desequilibrado en la universidad de Virginia Tech en 2007.
Después de cada una de esas tragedias, algunas voces se alzaron para poner control a la venta libre de armas de fuego, pero en cada una de esas ocasiones se estrellaron con el muro del poderoso lobby que controla ese negocio, uno de los que más dinero aporta a las campañas políticas y que más capacidad de presión tiene sobre los miembros del Congreso.
Tanto en Columbine, como en Virginia Tech, como en otras matanzas de menos repercusión se comprobó que los asesinos solo pudieron cumplir sus siniestros planes porque antes accedieron fácilmente a las armas que necesitaban. En el caso de Connecticut, según los primeros datos, el pistolero actuó con cuatro armas distintas, todas ellas legalmente compradas.
Pese a eso, las normas para adquirir armas no solo no se han hecho más exigentes sino que se han reducido. Hoy es legal en algunos estados exhibir armas en lugares públicos o llevarlas cargadas en la guantera del coche. En lo que va del año, el sistema nacional que contabiliza el comercio de armas –National Instant Check System- ha detectado 16.800.000 ventas de armas, lo que supone prácticamente el doble de lo que se vendieron diez años antes. Si se tiene en cuanto que esa cifra no tiene en cuenta que cada transacción puede incluir un número casi ilimitado de piezas –desde un revolver a un fusil automático-, es fácil calcular el volumen del problema al que se enfrenta este país.
Los partidarios de las armas de fuego, que son una amplia mayoría en ambos partidos políticos y una mayoría también entre la población, justifican su posición en la defensa de la Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana, que, efectivamente, garantiza el derecho a las armas, pero de forma suficientemente ambigua como para que varios expertos hayan expresado dudas de que ese texto proteja el desproporcionado comercio actual.
Haciendo un esfuerzo, puede entenderse esta afición a las armas por algunas particularidades de la historia y del estilo de vida de este país, donde millones de familias viven en zonas muy aisladas, lejos de la protección inmediata de las autoridades. Igualmente, esa inclinación a la autodefensa conecta con una sociedad individualista que no tiene confianza en el estado ni cree que éste tenga la obligación de protegerle.
Pero nada de eso es hoy suficiente para explicar un comercio de estas proporciones. Entre 2006 y 2011, solo la venta de escopetas de caza creció en un 30%. El año pasado, de los 14.000 asesinados en EE UU, 10.000 lo fueron por armas de fuego. Según datos oficiales, en 2009 hubo casi 600 muertos en accidentes causados por armas y casi 19.000 suicidios por el mismo medio.
Pese a todo, durante los primeros cuatro años de la Administración de Barack Obama no se ha pasado ni una sola ley relativa al control de las armas. El presidente ha sugerido algunas iniciativas al respecto para su segundo mandato, que no tienen muchas posibilidades de prosperar, pero que han sido suficientes como para que el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), Wayne LaPierre, alerte sobre la existencia de “un cerco contra la Segunda Enmienda”.
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