LEÓN KRAUZE/CONTRACORRIENTE
Por varias razones, la derrota de Mitt Romney es una buena noticia para la democracia estadounidense. El resultado opuesto habría significado, para empezar, el éxito de la oposición desleal como estrategia política. Durante cuatro años, el Partido Republicano se ha dedicado a taponar la agenda de Barack Obama con la intención única de negarle un segundo periodo presidencial. Y lo ha hecho con el más descarado cinismo. En otros países, el partido fuera del poder lleva las cartas pegadas al pecho, jugando el papel de una oposición ambigua que se acerca al abismo de la ingobernabilidad pero no cae en la tentación de empujar al país al precipicio. Desde el 2008, los republicanos dejaron esa decencia a un lado. A tal grado llegó su desvergüenza que el líder de los senadores del partido declaró, en los primeros meses del gobierno de Obama, que la prioridad suya y de sus colegas sería la derrota del presidente en el 2012. Con eso en mente, el Congreso, republicano, arrastró a Obama a confrontaciones innecesarias y peligrosas. Desde la confirmación de funcionarios de todo tipo hasta el debate sobre el límite de la deuda, el partido opositor no dejó pasar una oportunidad de cerrarle la puerta en las narices al presidente y su partido. El triunfo de Mitt Romney habría encumbrado la polarización como herramienta electoral. Nada de esto implica que ahora comiencen tiempos de concordia y negociación. Quizá de nuevo ocurra lo contrario. Pero los republicanos ya saben a qué atenerse si apuestan de nuevo por la parálisis universal.
La reelección de Obama también supone un revés para una tendencia reciente –y delicadísima– en la vida política estadounidense: la privatización de la democracia. Hace poco menos de dos años, la Suprema Corte de Estados Unidos decidió permitir la inyección prácticamente indiscriminada de capital privado en las campañas. En otras palabras, la Corte les abrió las puertas de la política a las chequeras más poderosas del país. Y aquellas no tardaron en aprovechar la oportunidad. Figuras como Sheldon Adelson, el magnate de Las Vegas, o Bob Perry, gigante inmobiliario de Texas, donaron cientos de millones de dólares a las distintas campañas republicanas a través de organizaciones llamadas Super PACs (súper comités de acción política), entidades supuestamente independientes que en realidad trabajaron en tándem con sus respectivos aliados políticos para conseguir agendas muy claras. Ninguno de esos objetivos fue más importante que derrotar a Barack Obama. No sobra decir que los demócratas también recaudaron cantidades enormes de manos privadas, pero nada comparable con la maquinaria republicana. La derrota de Mitt Romney implica el fracaso, al menos por ahora, de ese esquema privatizador. No es poca cosa.
La reelección de Barack Obama también confirma el venturoso progreso de la demografía estadounidense. Como explicara Simon Rosenberg en suvisionario ensayo en Letras Libres del pasado octubre, el Partido Republicano había apostado todo al predominio del voto blanco, sobre todo el de los hombres. La campaña de Romney soñaba con alcanzar un porcentaje lo suficientemente alto del voto blanco como para hacer irrelevante la fortaleza de Barack Obama con las minorías. En los cálculos republicanos, los blancos compensarían, entre otras cosas, el enorme déficit de Romney con los hispanos. Lo mismo, por cierto, podría decirse de otro bloque social, que poco tiene de minoritario salvo el trato que recibió del sector más retrógrado y absurdo del Partido Republicano: el voto femenino, sobre todo el de las mujeres solteras.
De haber ganado Romney, la agenda de las minorías habría perdido fuerza, y habría sido relegada de nuevo en la discusión legislativa de los próximos años. La reforma migratoria, por ejemplo, habría sufrido el mismo destino que en los últimos tres lustros: sin incentivos electorales, los republicanos no habrían tenido razón para moderar su oposición dogmática a la reforma al sistema migratorio. Ahora, tras los resultados del 2012, los hispanos se han ganado un lugar no solo en la mesa sino en la mismísima cabecera. Después de todo, solo un mal político opta por pelearse con la estadística. En los días posteriores a la elección, ha sido hasta simpático ver cómo un gran número de voces conservadoras han comenzado a ver la luz, subrayando de pronto la urgencia de una reforma migratoria. No me sorprende. Las tendencias reveladas en la votación de noviembre pintaron un escenario de verdad trágico para esta, la versión más anacrónica del Partido Republicano. Por ejemplo: si nada cambia, los republicanos podrían perder por generaciones el suroeste del país. Nuevo México, Nevada y Colorado son ya estados demócratas. En California, menos de 30% del electorado está registrado como republicano. Tarde o temprano, lo mismo ocurrirá con Arizona y Texas, y todo por razones demográficas. Si no lo entiende pronto, el republicano se volverá un partido de nicho. Mala cosa, eso del suicidio demográfico.
Por último, el triunfo de Barack Obama implica la llegada definitiva de la modernidad en ese submundo apasionante y enloquecido que es la estrategia electoral. John Heilemann, quizá el reportero político más creativo y sensato de la prensa estadounidense, lo describió con precisión quirúrgica un par de días después de la elección: “es como Deep Blue, la computadora de IBM que jugó ajedrez contra los campeones mundiales, enfrentándose a un tipo con un ábaco”, dijo a manera de explicación cuando alguien le pidió una hipótesis del abismo de sapiencia tecnológica entre la campaña de Obama y la de Romney. No exagera. El equipo de Obama desarrolló sistemas de análisis demográficos que les permitieron encontrar, seducir y registrar votantes que, de acuerdo con Heilemann, la campaña de Romney “ni siquiera sabía que existían”. Mientras los republicanos contrataban miles y miles de minutos de tiempo aire a diestra y siniestra, los demócratas concentraban sus planes de medios en mercados específicos donde, de acuerdo con sus cálculos, podrían ser más efectivos. Pero eso no es todo. Obama contrató a un grupo de lo que solo podemos llamar “científicos de la información” para ayudar a la campaña a desarrollar una mejor manera de descifrar las necesidades y pulsiones de cientos de miles de votantes potenciales. El proyecto, llamado “Dreamcatcher”, les debe haber parecido una pérdida de tiempo a los rivales de Obama. No fue así. El trabajo de los analistas comprometidos con Obama fue fundamental para encontrar y convencer a esos electores que, en palabras de Heilemann, parecían no estar ahí. Al final, los votantes invisibles aparecieron en masa en las urnas y Mitt Romney perdió. Una paliza moderna para un candidato del siglo pasado.
Algo digno de verse.
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