ALFONSO M. BECKER / EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Siempre he sentido una especial atracción por las mujeres y lo digo en el sentido de la amistad más pura, simple y noble que se pueda entender en el amplio abanico de las relaciones humanas. Yo creo que esta tendencia se constituyó por sí sola durante mi infancia pues cuando iba a jugar con mis amigos a la pelota, como no sabía ni podía jugar al fútbol, me ponían de portero y siempre acababa herido, o bien con la nariz rota de un pelotazo, o bien con un pisotón en la mano que me la dejaba inútil durante treinta días. Más de una vez llegué a casa con un ojo morado por un codazo y otras veces cuando intenté responder con energía a las constantes faltas, el resultado final era una pelea en la que me partían el labio de un puñetazo.
Yo tenía siete años y vivía en una calle de la judería sevillana. Allí, en un palacete de principios del siglo XIX de la calle Fabiola, varia familias de militares alquilaron lo que era una magnífica casa de casi doscientos años a escasos metros de otra muy famosa en la que nació Nicholas Wiseman, Cardenal Arzobispo de Westminster. Esa casa, en el número 19, era una auténtica comuna de niños que jugaban en un barrio que, en aquellos años del nacional catolicismo, iba perdiendo poco a poco sus últimos vestigios arquitectónicos de la presencia judía en Sevilla. En aquella casa ya se murmuraba que algunos éramos descendientes de sefardíes de uno y otro lado de la guerra civil… en algunas de estas conversaciones pude, en la más tierna infancia, entender por qué se ocultaba esa “desgracia” familiar en un mundo integrista católico que repudiaba a los judíos y que “martilleaba” sin descanso contra la confabulación judeomasónica de la que siempre hablaba el Generalísimo Franco.
En un patio repleto de macetas y flores de todos los colores y tamaños, yo plantaba mis soldaditos de plástico, mi Fort Apache y mis indios, rodeando al séptimo de caballería y batallando sin descanso durante horas. La hija de la portera de la casa, en la otra esquina del patio, colocaba su cocinita, que funcionaba con una pequeña vela encendida, y allí preparaba su comidita mientras su muñeca dormía en un dormitorio completo, desplegado junto al ficus. El olor del pan frito me hacía abandonar a mis soldados y ponerme a su lado para contemplar una representación de la existencia que no tenía nada que ver con la guerra y la muerte sino con la vida, el calor del hogar y el amor con el que espolvoreaba el pan frito con el azúcar y me lo ofrecía. Tenía también un automóvil descapotable de latón rosado en el que paseaba a su muñeca por todo el patio. Lo conducía perfectamente y se ocupaba con destreza de que no chocara contra ninguna de las macetas. Me aseguró que algún día tendría uno igual y que sería feliz en la carretera… Teníamos, como dije, unos siete años. Ella fue mi primer amor y la recordaré hasta el fin de mis días.
Yo creo que tenía un cierto éxito con las chicas porque inmediatamente detectaban en mí a un muchacho distinto a los demás, sencillamente porque comprendía el mundo femenino y aceptaba abiertamente que su universo estaba poblado de mucho más amor y comprensión que el duro y competitivo mundo masculino. Estoy hablando o escribiendo de una época en la que cualquier desvío de la norma podía ser inmediatamente interpretado como una desgraciada enfermedad que podía situarte sin piedad en el mundo “perverso y desgraciado” de los mariquitas… Así que con miedo y también con pena, tuve que cultivar mi presencia en el mundo heroico y varonil dejando mis contactos con las damas para los paseos domingueros y para una nueva moda que comenzaba: la era del ciclomotor…
Mi primera novia la tuve a los diecisiete años. Yo no tenía experiencia alguna en el contacto con una mujer más allá de un beso furtivo o una caricia de manos… Un día mi novia me pidió que le prestara mi ciclomotor para demostrarme que conducía mejor que cualquier hombre y para ello me subí como “paquete” detrás de ella, lo que supuso (lo confieso) una gran oportunidad para “rozarme” con mi novia mientras la abrazaba por la cintura y olía ese perfume de mujer que no se encuentra en ningún bote. Cuando más disfrutaba y soñaba de aquel contacto, mi novia hizo el “caballito” conduciendo solo con la rueda de atrás y caí en medio de la carretera a punto de matarme y de ser atropellado por un automóvil que me pasó a un centímetro de la cabeza… Ella dio por terminada su exhibición y la que “oficialmente” era mi novia me llevó de vuelta a la ciudad, conduciendo el ciclomotor como una intrépida motorista y se despidió de mí pidiéndome que la llevara el fin de semana a un hotel en Sierra Nevada. Yo no tenía trabajo ni dinero, así se lo hice saber y me dio un beso… “otra vez será…” me dijo. A la semana siguiente supe que se había ido al hotel de la montaña con un chico piloto de carreras de moto.
Descompuesto y sin novia, me dediqué a estudiar para olvidarla. Pasaron tres años en la Facultad de Medicina de Sevilla y un día, un profesor de Terapéutica hizo un chiste bastante malo y además misógino sobre las mujeres al volante. Aquel comentario cruel, molestó a las dos compañeras que me flanqueaban y yo, sin pensármelo dos veces, me levanté y le dije a mi profesor que su apreciación sobre las damas al volante carecía de rigor científico y que podría ser mal interpretada por las alumnas presentes… Inmediatamente después una de ellas desplegó todo un informe estadístico de la Dirección General de Tráfico que colocaba a la mujer como mejor conductora que el hombre y todo ello sustentado en número de accidentes, multas, aseguradoras y muertes en carretera… Lo más gracioso de todo es que la otra puso el punto y final asegurando que las mujeres tenían mejor vista para la carretera, mucho mejor oído para las señales de claxon, un olfato indiscutible para oler el peligro, un gusto inigualable para disfrutar del viaje y un tacto muy delicado para la conducción… ¡ah! y un sexto sentido que no se explicaba en ningún libro de medicina.
El día más grande de mi vida fue cuando me encontraba en la vieja carretera de Cádiz, con mi exiguo equipaje en una mochila, sentado al borde del camino, esperando que algún camionero se dignara a llevarme. Nadie se paraba, estaba tan decepcionado que me comí el único bocadillo que llevaba y me bebí toda el agua de la cantimplora. Ya estaba pensando en volver andando a mi casa cuando se detuvo ante mí un coche rosado descapotable. Era un Citroën de lo más cursi y destartalado que había visto en mi vida y era conducido por una rubia despampanante, de esas que solo salen en las películas francesas. Me levanté, le di los buenos días y le pregunté si podía llevarme a Cádiz. Entonces ella se quitó las gafas de sol y me dijo:
-¿Quieres un poco de pan frito con azúcar?
Dios santo… era la hija de la portera. Trabajaba en la base aeronaval norteamericana y me dijo que me conoció desde lejos y me llenó de besos y abrazos. Por el camino recordamos nuestra infancia, aquellos felices días de televisión en blanco y negro que formaron parte de nuestra vida. Ella conducía como una estrella de Hollywood, su melena rubia al viento y unos labios tan rojos que reflejaban la luz del sol en violeta.
Estaba preciosa y tenía un estilo impecable para conducir aquel trasto de coche que un mecánico de la base le había preparado para que corriese a más de ciento cincuenta kilómetros por hora… Comenzó los adelantamientos con una destreza fuera de lo común pues iba hablando conmigo y no dejaba de mirarme y de tocarme la cara con cariño. El sol comenzaba a calentar tanto que ya me quemaba el trasero en aquel asiento de plástico que parecía derretirse. Lo mismo soltaba las manos del volante para mirar la hora en su reloj que cogía el lápiz de labios para retocarse mirándose al espejo. Era única conduciendo con un dominio absoluto del coche y de la carretera.
Quizás me puse un poco nervioso cuando sacó un botecillo de laca que llevaba en el bolso y comenzó a pintarse las uñas de las manos como si estuviese en el salón de su casa. ¡Qué criatura tan femenina! ¡Qué gracia y dominio como conductora! Me sentía tan seguro a su lado…
De lo que no creí que fuera capaz era de atreverse a adelantar a un camión tráiler de cerca de veinte metros de largo… Le dije, por decir algo, que podíamos ir tranquilamente hablando de los viejos tiempos pero ella parece que ni me escuchó porque elevó su pierna izquierda, como una contorsionista, y la puso encima del salpicadero para proceder a pintarse las uñas de los pies. Aquella ocurrencia me provocó un ataque de risa pero ella seguía a lo suyo, pintando sus uñas y controlando perfectamente la carretera, tanto es así que puso el coche a ciento cincuenta kilómetros por hora y se dispuso a adelantar al camión… Cuando llegamos a la altura de la cabina del camionero, éste miró con los ojos desorbitados y empezó a tocar el claxon como un loco y a decir barbaridades. Yo me puse un poco nervioso, la verdad, pero me quedé más tranquilo cuando terminó el adelantamiento y tiró el bote de laca por encima de su cabeza yendo a impactar en el parabrisas del camión… Era una mujer con clase, fue toda una respuesta ante tanta ordinariez de camionero…
Cuando llegamos a Cádiz me llevó a su apartamento… El servicio de noticias anunciaba que un camionero perdió el control de su vehículo y se cruzó en la carretera ocasionando una colisión en cadena de más de veinte vehículos, hubo algunos heridos leves y todos los automóviles implicados quedaron destrozados.
Al parecer el camionero recibió el impacto de un objeto o piedra que atravesó el parabrisas y le dio en la frente. Todos los conductores implicados eran hombres.
Creo que es un importante detalle que habría que tener en cuenta cuando algún imbécil haga algún comentario misógino contra las mujeres al volante.
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