JULIÁN SCHVINDLERMAN/REVISTA COMPROMISO
En las recientes Olimpíadas de Londres del año corriente, las mujeres saudíes marcaron un récord cuando dos de ellas pudieron participar, por primera vez en la historia del reinado, en representación de Arabia Saudita. Con condiciones, claro: ellas no podían relacionarse con hombres, debían estar acompañadas por un guardián varón y debían vestir modestamente e incluso debían cubrir sus cabellos con una prenda similar a un velo. En la propia Casa de Saúd, al mismo tiempo y sin embargo, el gobierno continuó prohibiendo a sus ciudadanas mujeres practicar deportes. Conforme reportó Human Rights Watch, las escuelas oficiales no ofrecen clases de educación física para las niñas, sus 153 clubes deportivos patrocinados por el gobierno son exclusivamente para hombres, su Comité Olímpico Nacional y sus 29 federaciones deportivas no tienen secciones femeninas ni organizan campeonatos para mujeres.
Pero un largo camino se ha recorrido desde apenas una década atrás, cuando la opresión de la mujer en el reino saudita alcanzó una dimensión horrible. En el 2002, en la Meca, la policía religiosa impidió a más de una docena de niñas huir de una escuela en llamas debido a que en el desorden de la fuga no tenían puestas sus abayas y velos; todas ellas murieron quemadas.
El criterio ortodoxo oficial básicamente postula que, una vez salidas del jardín de infantes, las niñas y futuras mujeres sólo deben interactuar con hombres en el marco del hogar. Entre las restricciones que padecen, ellas no pueden casarse, ni manejar, ni mostrarse en público, ni viajar al extranjero, ni visitar un médico, sin la autorización de un familiar masculino. En ocasiones, supermercados contrataron empleadas mujeres pero debieron despedirlas ante la presión del sector conservador.
Cuando en julio del 2011 algunas mujeres osaron desafiar la prohibición de sentarse al volante, fueron condenadas a diez latigazos y sólo el perdón personal del rey las salvó del cruel castigo.
En los años noventa, el Consejo Supremo de Sabios Religiosos determinó que el lugar de la mujer era en la casa y que sólo debía salir en caso de necesidad, pero hubo desde entonces algunos cambios importantes, no obstante. Han sido electas a la cámara de comercio y se les prometió el derecho al voto a partir del 2015, se les ha permitido permanecer solas en hoteles y trabajar en tiendas de ropa íntima femenina. Se espera que en las joyerías y los negocios que venden abayas los vendedores varones sean próximamente reemplazados por mujeres.
Siguiendo con las reformas, el gobierno decidió construir una ciudad destinada solamente a mujeres trabajadoras en Hofuf, ubicada hacia el este del país. Se estima que unas cinco mil mujeres hallarán empleo allí en las industrias farmacéutica, alimenticia y textil. Seguirán sujetas a las estrictas normas religiosas que imperan en la nación y conforme a los códigos que reinan dentro de las casas, pero podrán tener oficio propio y recibir un salario por ello. “¿Un paso adelante o un paso atrás? ¿Una particular perversión de un sistema retrógado por la necesidad de mano de obra (seguramente más barata) o un gesto de tímida afirmación femenina?” preguntaba el diario El País de España ante la noticia.
Arabia Saudita tiene una población de 28 millones de personas, de las cuales el 45% son mujeres. Según ha informado el New York Times, el 57% de ellas tiene títulos universitarios y sin embargo las mujeres representan apenas el 15% de la fuerza laboral del país. El 60% de las que obtuvieron doctorados no tiene empleo. Ha sido un acto de justicia darles acceso a la educación universitaria, pero educarlas para luego confinarlas a las tareas domésticas no ha sido una política nacional sensata.
Si la ciudad-feminista cerca de Hofuf será parte de la solución, o un agravamiento del problema, sólo el tiempo lo dirá. Pero la exclusión como alternativa a la integración de la mujer en la sociedad no luce ser lo correcto. Un mega-gueto para mujeres trabajadoras podrá tener sentido relativo dentro de la cultura ultraconservadora de Arabia Saudita, pero tal noción en la aldea global que es nuestro mundo en los inicios del siglo XXI acarrea una resonancia moral repugnante.
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