JOSÉ RAMÓN SCHEIFLER PARA DEIA
AMOS Oz es uno de los escritores israelíes más interesantes -Premio Goethe, 2005; Príncipe de Asturias, 2007-, es también un intelectual y firme activista por la paz con los palestinos. Su padre, Yehuda Arie Klausner -sobrino de Yosef Klausner, autor del famoso Jesús de Nazaret (1921) en hebreo, descendientes del judío vienés rabí Abraham Klausner autor del Libro de las Costumbres (s. XIV)-, emigró con sus padres desde Vilna a Jerusalén en 1933. Le aterraron las paredes de los países europeos con los colores chillones de todas las lenguas: “Judíos, marchaos a Palestina”. Los Klausner que se quedaron en Vilna, Polonia, Austria… no lo contaron. Al cumplir sus cincuenta años quiso recorrer los países de su infancia y primera juventud. Las mismas paredes, con los mismos colores chillones de todas las lenguas, le gritaban: “Judíos, marchaos de Palestina”. ¿Quién empapuza de propaganda la ignorancia de las gentes?, pensó. ¿Dónde quedan los intelectuales a lo Zola, j’acusse!?
Mahmud Abbas ha conseguido un triunfo diplomático. Ha reunido a su favor a los países adversarios de EE.UU. y a otros varios. Ha manifestado que es la última oportunidad para retomar las conversaciones para lograr la paz y seguridad de los dos Estados: Israel y Palestina. Ojalá sea pronto: ¡paz y seguridad para los dos!, aunque la declaración aprobada por los 138 tiene carencias serias, a mi juicio y, por lo menos de entrada, es probable que surjan nuevas dificultades a las ya conocidas. Al fin y al cabo, esos dos Estados habrían sido posibles hace ya sesenta y cinco años: en 1947; así como la entrada de Palestina en la ONU como Estado de pleno derecho con Israel, si no hubiera sido porque no Palestina, que no existía como tal, sino los países del entorno rechazaron aquel plan de esa misma Organización de Naciones Unidas. Lo rechazaron porque creían que en un santiamén arrojaban al mar a aquellos puñados de judíos escapados de la persecución en Europa y de los pogromos rusos.
Sucedió que aquellos judíos recién llegados a Israel o nacidos allí habían sido formados con una convicción: “Durante dos mil años nuestros antepasados y muchos de nosotros hemos sido el juguete de los cristianos europeos, hemos cargado con el sambenito de ‘pueblo deicida’, nos han expulsado de todas partes para quedarse con nuestros bienes, nos han encerrado en guetos, nos han humillado, pisoteado, masacrado sin defendernos, para acabar en las cámaras de gas: el Holocausto. ¡Nunca más! Luchar en inferioridad, pero con uñas y dientes”. Y, en 1948, Israel era un Estado en situación más ventajosa que la asignada en 1947. Palestina ha perdido sesenta y cinco años. Cada uno cargamos con nuestro pasado, sin remedio como tal.
Se puede decir que los palestinos no tenían entonces conciencia de sí mismos como tales. Habían pasado por tantas manos que muchos no tenían claro si eran parte del Imperio Otomano, de los turcos, de Transjordania o solo del muftí de Jerusalén o de hecho del mandato británico. La conciencia palestina como tal se formó en los campos de refugiados posteriores, al comenzar a organizarse como “grupos de resistencia” a partir de 1950. La primera organización y la más fuerte fue Al Fatah, en 1956, dirigida desde 1958 por Yasir Arafat. Precisamente ese año, durante mis estudios en Jerusalén, hice tantos amigos entre los israelíes como entre los palestinos. Conocí por dentro algo de los dos pueblos, de sus dolores y sus valores. Y empecé a quererles a los dos, profundamente, en paz y seguridad.
Sin embargo, no era este el tema de mi artículo, sino el episodio anterior en Gaza entre Hamás e Israel. Los acontecimientos corren y se agolpan de tal manera que, si no eres periodista profesional, tus reflexiones sobre alguno de aquellos parecen haber perdido su turno. Creo que la mía conserva actualidad porque los hechos pueden repetirse y hay un actor que debe ser, si no anulado, al menos desenmascarado.
La franja de Gaza ha conservado una nota de singularidad a lo largo de la historia. Tierra de Canaán, la adquiere cuando desembarcan en ella algunos de los llamados “Pueblos del mar”. Habían ocupado parte del delta del Nilo, hasta que Ramsés III (1198-1166 a. c.) los expulsó. Los hebreos los llamaron pelestin -que dará el nombre a Palestina-, en castellano, filisteos, los del Libro de Josué. Etnia alta y cultura superior en el uso de los metales, solo y temporalmente fue dominada por David. Entre David y el gigante Goliat, el israelí era el débil y el pequeño; el filisteo de Gat, el fuerte y bien armado.
Después pasaron por Gaza mil ejércitos y culturas: asirios, babilonios, persas, griegos, egipcios y sirios y romanos. Hecha cristiana en los siglos IV-VI, el año 635 los árabes la islamizaron. Llegaron luego los cruzados, mamelucos, turcos y el Imperio Otomano. Tras la I Guerra Mundial, con la caída de este, aliado de Alemania, y la Declaración de Balfourm (1917), que promete “un hogar judío en Palestina”, la Sociedad de Naciones la pone bajo el mandato británico (1922). En 1947, la ONU asigna la franja de Gaza y una parte del Desierto del Neguev, frontera con Egipto, al futuro Estado Palestino. Tras la marcha de los británicos y la Guerra de 1948, la franja de Gaza es de la Administración egipcia. De 1957 a 1967 la ocupan las Naciones Unidas. Ese año, tras la Guerra de los Seis Días, pasa a manos de Israel.
El 2005, por decisión unilateral y mandato de Ariel Sharon, son desmantelados los asentamientos judíos y el Tsahal (Ejército israelí) abandona la franja que, por primera vez en su historia, queda en manos de los palestinos. Después de muchas revueltas y meses de luchas sangrientas entre Hamás y Al Fatha, los defensores de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y la Autoridad Nacional Palestina son aniquilados. Hamás se erige por la violencia como poder absoluto de Gaza. Desde ese día del 2007, no ha cesado de hostigar a Israel con sus cohetes mortíferos. La Historia enseña a quien quiere aprenderla.
Hamás, celo en árabe, es el acrónimo de Movimiento de resistencia islámico. Se fundó en 1987 como una especie de rama de los Hermanos Musulmanes de Egipto (de ahí la intervención de Mursi para la tregua). Su lema político es no a la paz; los judíos al mar. Su gran apoyo y abastecedor de armas es Irán. Es enemigo frontal de Mahmud Abbas y de la Organización para la Liberación de Palestina. Su principio es el conocido “el fin justifica los medios”. Todo lo que desprestigie o haga daño moral o internacionalmente a Israel es lícito y bueno; es un triunfo para Hamás, aunque le suponga muchas vidas, incluida la de su jefe militar y de muchas mujeres y niños inocentes.
Hamás gana también siempre que, por lo que sea, con su actitud agresiva, retadora, terrorista contra Israel, gane admiración y adeptos dentro y fuera de Palestina. Mahmud Abbas hará bien en impedir que a los palestinos les engatuse, ofusque o seduzca la audacia y el arrojo provocadores de Hamás. Ni Palestina ni los palestinos son Hamás aunque los militantes de Hamás sean palestinos. Como ni Euskadi ni los vascos somos ETA, aunque los militantes de ETA sean vascos. Hamás es y seguirá siendo un gran enemigo de la paz palestino-israelí y, en último término, de Palestina; como el daño que ETA ha hecho a Euskadi a la que decía que quería liberar.
Y ya, por fin, a raíz del último enfrentamiento entre el gobierno y poder real de Hamás en Gaza y el de Israel, me atrevo a hacer dos consideraciones. La primera sobre la reacción primera ante el prolongado hostigamiento de Hamás a la población israelita y al mismo Gobierno de Israel y la contundente respuesta israelí.
¿Qué duda cabe? Lo primero que a mí mismo me sale al ver las fotografías periodísticas de los destrozos causados en Gaza -nunca he visto nada de los efectos de los cohetes o misiles de Hamas- y los 177 muertos palestinos contra los cinco israelíes (soy de los que utópicamente pensamos que la libertad de ningún pueblo vale una vida humana) es: “¡Qué barbaridad, no hay derecho!”. No se me ocurre pensar ¡qué desproporción! porque a lo mejor no sabría por qué proporción inclinarme, si por cinco iguales o ciento setenta y siete iguales. ¿Qué proporción hay en las guerras? Y se trata de una guerra. Hamás está en guerra con Israel. Con Hamás es imposible dialogar.
No entro en lo sutil de preguntarse por qué Netanyahu, que lleva meses aguantando los cohetes, a más de doscientos al mes, precisamente ahora, en la proximidad de elecciones, enero, ha reaccionado así. No entro, porque eso además de a ignorancia -Netanyahu, por desgracia, tenía ganadas de sobra las elecciones, según todas las encuestas, quizá ahora pierda votos por hacer cedido a la tregua- me suena a cierta inmoralidad.
Sin embargo, también mi primera consideración es una pregunta. Pongámonos en el lugar de esos israelíes a tiro desde que amanece, y aun de noche, de los cohetes o misiles de Hamas, rellenos de chocolate, lo mismo en un pequeño pueblo o en Tel Aviv o Jerusalén ¿qué respuesta exigiríamos que diera nuestro gobierno a ese enemigo en guerra?
Pero quizá sea más acertada mi segunda consideración, también en forma de pregunta. ¿Por qué las cancillerías diplomáticas, que tan rápidamente actúan cuando Israel se defiende “desproporcionadamente”, esperan a que eso suceda guardando un silencio vergonzoso durante meses continuos en los que Hamás saluda cariñosamente a los israelíes, incluidos también mujeres y niños, con cientos y miles de cohetes caseros o misiles iraníes? ¿Por qué no paran a Hamás? Tal actitud me parece de un enorme e inmoral cinismo.
Sea de todo esto lo que sea, Palestina perdió su primera oportunidad de ser un Estado libre hace sesenta y cinco años. Y Arafat tuvo la habilidad de romper las negociaciones cuando más cerca y más favorablemente estuvo de conseguirlo por preferir otra Intifada o por ceder a los más radicales, fueran grupos o países. En sesenta y cinco años todo se ha puesto más difícil. Esperemos que Mahmud Abbas y Netanyahu aprendan del pasado el lenguaje de la razón, de la justicia, de la paz y seguridad mutuas.
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