EZRA SHABOT/ EL UNIVERSAL
Desde que en 1997 Cuauhtémoc Cárdenas fue elegido primer jefe de gobierno de la ciudad de México, las relaciones entre éste y el presidente de la república han sido difíciles y complicadas. En un principio la transición entre la regencia capitalina y la jefatura de gobierno generó una serie de conflictos derivados de la falta de delimitación de las áreas dependientes del gobierno federal, y aquellas otras de responsabilidad específica de la administración capitalina. La lucha entre Cárdenas y Zedillo no sólo era partidaria, sino producto de la ausencia de un marco jurídico adecuado para que la ciudad transitara de un esquema autoritario dependiente a uno autónomo democrático.
En el 2000 los triunfos de Fox y López Obrador, en la presidencia y en la jefatura de gobierno, respectivamente, suponían el ascenso de opciones alternativas opuestas al viejo régimen y capaces de mantener una agenda común. Sin embargo, la construcción de la candidatura del tabasqueño y los choques constantes entre las posiciones políticas y estrictamente personales de ambos políticos convirtieron la relación entre ambas administraciones en una guerra cuyos perjudicados fueron, por supuesto, los habitantes de la capital.
La elección de 2006 agudizó este clima de confrontación entre la Presidencia y la jefatura de gobierno. Un Marcelo Ebrard inicialmente atado a López Obrador frente a un Felipe Calderón intentando operar como primer mandatario en condiciones precarias hizo de los primeros años del sexenio un momento de parálisis en la vida institucional de la ciudad. Conforme las necesidades económicas y políticas del gobierno de Marcelo fueron requiriendo de mayores contactos con la administración federal, y su propio proyecto como precandidato de la izquierda avanzaba, la necesidad de desmarcarse de AMLO lo fue acercando a la institucionalidad republicana. Al final del sexenio la coordinación entre ambas administraciones era radicalmente distinta a sus comienzos.
En la elección de 2012 el retorno del PRI, con Peña Nieto, y el fortalecimiento del PRD en la capital, en la figura de un no perredista como Miguel Ángel Mancera, planteaban interrogantes con respecto a la posibilidad de que ambos personajes pudieran establecer una comunicación política adecuada. En este sentido, la iniciativa fue tomada por el propio Mancera, quien por principio de cuentas se alejó de las acciones descalificatorias hacia Peña por parte de López Obrador, y tras el abandono del PRD por este personaje, se vio en la libertad absoluta de armar un gabinete con funcionarios ajenos al líder tabasqueño, salvo una excepción menor.
Una vez afianzado su poder interno, Miguel Ángel Mancera inicia su mandato en una sincronía política y administrativa sin precedentes, en donde las reuniones directas con Peña Nieto abren un canal de negociación que la ciudad nunca tuvo desde el inicio de su periodo democrático.
Incluso la oposición panista en la Asamblea Legislativa, en voz de Federico Doring, se monta en esta tendencia de interlocución política amplia y ofrece sus servicios con el objetivo de apoyar la agenda de Mancera ante el Congreso de la Unión a través de la bancada de su partido. No se trata de una luna de miel colectiva, pero sí de un momento en donde los intereses particulares de PRI, PAN y PRD coinciden en temas comunes y que por lo tanto es importante no desperdiciar.
Mancera y Peña ya trabajaron de cerca en temas de seguridad durante sus respectivas gestiones en el DF y el Estado de México, y hoy tienen la oportunidad de establecer un modelo político de ganar–ganar, donde la disputa partidaria puede centrarse en quién hace mejor las cosas, lo que por supuesto redundaría positivamente en beneficio de la ciudadanía, algo no visto en México desde hace mucho tiempo. Sensatez, moderación y una lógica que impida la descalificación del contrario o el predominio de los extremistas es la clave para el éxito de los dos políticos: Mancera y Peña.
Analista político
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