Zweig, el judío que se rebeló

LA RAZÓN /

En 2008, en Ámsterdam, la Openbare Bibliotheek organizó una exposición sobre Stefan Zweig. En ella, se podían encontrar fotografías, ediciones originales de sus libros, un volumen donde llevaba todo lo concerniente a lo que generaban sus novelas, biografías y traducciones al extranjero, y hasta su nota de suicidio. Esos pocos metros cuadrados donde se reunía la intimidad y la obra de Zweig hubiera fascinado al Mauricio Wiesenthal de la novela «Luz de vísperas», protagonizada por un «alter ego» del escritor vienés, al Benjamín Jarnés que le dedicó un excelso libro en 1942 y al psiquiatra Claudio Araújo Lima, del que se acaba de publicar «Ascensión y caída de Stefan Zweig», aparecido dos meses después de que el escritor decidiera poner fin a su vida junto a su mujer en Petrópolis.

Aniquilador totalitarismo

Estas viejas obras recuperadas y otras actuales que rodean a Zweig, el hombre que consiguió explicar la desaparición de la cultura centroeuropea a manos de los totalitarismos en su biografía «El mundo de ayer», son la mejor indicación del interés por una prosa que ganó adeptos a medida que Quaderns Crema y Acantilado fueron recuperando libros que lo habían convertido en una celebridad mundial. Ahora, esta misma editorial reúne sus once novelas, mil quinientas páginas que concentra lo mejor de su narrativa –en otro tomo deberían reunirse sus estupendos cuentos– y que coincide con un trabajo de su biógrafo, Jean-Jaques Lafaye.

Este publicó en 1999 «Stefan Zweig, un aristócrata judío en el corazón de Europa», título que en la versión castellana ha modificado su traductor, Josep Forment, para poner el énfasis en una de las obras del austriaco, «El candelabro enterrado» y en su condición de judío como un destino irremisible: el suyo y el de tantos otros que se vieron obligados a exiliarse o a sufrir el acoso y homicidio nazis. Lafaye recorre los años de juventud y madurez de Zweig al compás de lo que representa el judaísmo para él: «Una apertura espiritual, la conquista de la libertad», primero, hasta que al final, «en Brasil, creyó encontrar su nueva Jerusalén, el futuro y la tierra prometida».

Y es que el sionismo –el movimiento político que quiso restablecer una patria para los judíos en tierra israelí y que propulsaría el moderno Estado de Israel– siempre estuvo presente en la conciencia de Zweig, como dijo él mismo en una entrevista de 1937 incluida aquí y en la que afirmó, además: «Nunca la política había sido tan inmoral y antiética como ahora. Vivir ya no me entusiasma. Desencantado y triste, me refugio en el trabajo». En aquel momento, se encontraba en Londres, lejos de su casa de Salzburgo, registrada por la Policía, lejos de un mundo que se desmoronaba en paralelo a su vida. La Europa que soñó conjuntada y libre está siendo sustituida por la barbarie acechando por todas partes, y él, matándose digna y estoicamente, se fundirá con ese infame suicidio colectivo.

Faro moral

Lafaye lo califica de «poeta-fundador de nuestra Europa al que le tenemos una deuda infinita», de «ideal de escritor psicólogo», de «poeta-historiador del alma humana», de «cazador de almas». Para Zweig, el judaísmo constituirá un faro moral que influirá en su visión crítica de los acontecimientos trágicos desde 1914: «Hombre de rabiosa actualidad por su eficacia probada, por ser un divulgador y comunicador como ningún otro en los anales del siglo XX literario, y por tratarse de un pacifista militante y aspirar a una sociedad diversa y unida». Este es Zweig, quien en un discurso de 1936 decía: «No deberíamos aceptar que nos tomen por una especie de aristocracia ni tampoco consentir que nos traten como una raza inferior. Una verdadera democracia sólo es posible basándola en la autoestima individual y en el disfrute de las cosas compartidas». Éstas y otras intervenciones de Zweig, inéditas en español hasta la fecha, hacen más luminosa si cabe nuestra percepción de un escritor que basó su existencia en el frenesí por comprender al prójimo, en la admiración a los grandes músicos y literatos de la historia, en creer en el arte con fe inextinguible –pues ello es confiar en la creatividad y sensibilidad humanas– aun sabiendo, como apunta Lafaye, que «el humanismo no tiene recursos ante el mal».

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