SHLOMO BEN AMÍ/EL PAÍS
Incluso antes de que el último alto el fuego se aplicara, ya estaba claro que el dilema al que se enfrenta Israel en Gaza no se agota en encontrar respuestas militares al desafío de Hamás. La pregunta realmente importante es: ¿será la dirección israelí capaz de usar nuevas herramientas, que no sean militares, para hacer frente al incremento de la rabia antiisraelí que atraviesa la región desde el inicio de la primavera árabe? Enigma que ahora, tras el éxito resonante logrado por Palestina con la aprobación de su petición de convertirse en estado observador en Naciones Unidas, se ha vuelto particularmente grave para Israel.
El contexto regional en el que Israel mantuvo su reciente enfrentamiento con Hamás no se parece en nada al que existía durante su incursión anterior en Gaza, la Operación Plomo Fundido de 2008. El ascenso de multitud de regímenes islamistas a lo largo y ancho del mundo árabe, con la consiguiente mudanza de las alianzas regionales, ha dejado al Estado judío más aislado. Las principales potencias regionales, como Egipto, Turquía y Catar, ahora apoyan a Hamás, que ha ganado en audacia y se ha planteado como objetivos máximos consolidar su incrementada legitimidad internacional y dejar fuera de juego a la Autoridad Palestina (AP) radicada en Cisjordania.
De hecho, Israel se encuentra metido en una trampa estratégica, que se explica no solamente por la primavera árabe, sino también por sus propios errores garrafales en el ámbito diplomático (especialmente, la disolución de la alianza con Turquía). El aislamiento de Israel no se resolverá con exhibiciones de poder militar, sino solo mediante una firme diplomacia de paz. Pero lamentablemente, a los líderes israelíes les falta la cualidad de estadistas que se necesita para hacer frente al reajuste estratégico que tiene lugar en la región.
En vez de eso, para explicar la lógica de las recientes hostilidades en Gaza, el ministro de defensa Ehud Barak apeló a términos típicamente existenciales. Se retrotrajo a un discurso determinante en la historia israelí, el elogio fúnebre de Roi Rothberg (un joven soldado acribillado a balazos desde la franja de Gaza en 1956) que en su momento pronunció el general Moshé Dayán.
A Rothberg lo mataron porque “el anhelo de paz le tapó los oídos y no pudo oír la voz del asesino que lo esperaba en emboscada”. Dayán y Barak nos advierten de que “detrás del foso de la frontera (de Gaza), se agita un mar de odio y deseo de venganza, que solo espera el día en que la tranquilidad nos haga bajar la guardia”.
A una nación angustiada, se le aconseja mantener la capacidad de resistir: “Que nada nos impida ver el odio que inflama y llena las vidas de los cientos de miles de árabes que viven a nuestro alrededor (…) Este es el destino de nuestra generación (…) estar preparados y armados, ser fuertes y decididos, para que no nos arranquen la espada de las manos y sieguen nuestras vidas”.
Igual que Dayán antes que él, Barak cree que Israel es una “casa de campo en medio de la jungla”, un país obligado a ir a la guerra cada tantos años para reafirmar su poder de disuasión en el inmisericorde vecindario que es Oriente Próximo, donde “no hay piedad para los débiles ni segunda oportunidad para los vencidos”.
Pero Barak omitió un párrafo brutalmente franco del discurso de Dayán, que evoca la enormidad del infortunio palestino: “No echemos hoy la culpa a los asesinos (…) Ocho años han estado en los campos de refugiados en Gaza, y delante de sus ojos transformamos en nuestra finca las tierras y las aldeas que moraron ellos y sus padres. No son los árabes de Gaza, sino nosotros mismos, los que estamos manchados con la sangre de Roi”.
Por supuesto que Oriente Próximo no es un vecindario pacífico. Pero ser audaces en la búsqueda de la paz, como lo fueron Isaac Rabin y el mismo Barak en el pasado (y Dayán cuando negoció con Egipto) no es signo de debilidad. Lo mismo que EE UU, que se adaptó a los cambios en la región y aceptó negociar con los Hermanos Musulmanes e incluso con los salafistas, lo que más conviene a Israel es poner a prueba a Hamás en el frente diplomático. Un fracaso militar de Hamás no creará las condiciones para un regreso al poder en Gaza del partido moderado Al Fatah, sino para el ascenso de la Yihad Islámica y Al Qaeda.
La promesa de Hamás a los palestinos es, sin embargo, pura ilusión. El fervor religioso y un estado de conflicto permanente con Israel podrán servirle de carta de identidad, pero no le allanarán el camino a la victoria. Hamás está dispuesto a exponer a los civiles de Gaza a las devastadoras represalias de Israel, en tanto eso le sirva para movilizar a la región contra los agresores sionistas y para burlarse de las ilusiones del presidente de la AP, Mahmud Abbas, de hallar una solución diplomática.
Hamás comprende que alcanzar un acuerdo con el Estado judío (y ocuparse de la tediosa tarea de garantizar un Gobierno decente en Gaza, en vez de dedicarse a acumular un arsenal formidable con ayuda de Irán y Sudán, algo para lo cual “Palestina” no es más que un pretexto) significaría el fin de la organización tal como es hoy día. Pero a diferencia de la Yihad Islámica y de Al Qaeda, Hamás puede cambiar; y eso es, precisamente, lo que la diplomacia israelí debería esforzarse por lograr.
Esto requiere, primero y principal, superar la disonancia cognitiva de Israel, que a la vez que sueña un acuerdo con los Hermanos Musulmanes en Egipto, se niega a recorrer el mismo camino con la rama de los Hermanos en Gaza, Hamás. De hecho, Israel debería reconocer el derecho de Hamás a gobernar, lo cual implica abrir las fronteras (incluido el cruce de Rafah a Egipto), terminar el bloqueo y permitir el libre movimiento de bienes y personas.
Además, Israel debería aprovechar el papel esencial que tuvo Egipto como mediador del reciente alto el fuego, y hacer de ello una oportunidad para ampliar el diálogo bilateral con el nuevo régimen islamista de El Cairo, que incluya temas referidos a la paz y la seguridad regional. El Gobierno del presidente Mohamed Morsi no puede hacer la vista gorda ante los periódicos estallidos de violencia en Gaza, que solamente sirven para desestabilizar a Egipto. Pero el actual cese de hostilidades será tan efímero como muchos otros que lo precedieron (sus condiciones son prácticamente idénticas a las que pusieron fin a la Operación Plomo Fundido) si Israel no lo aprovecha como punto de partida para una iniciativa de paz decidida que abarque todo el frente palestino.
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