SARA SEFCHOVICH/ EL UNIVERSAL
Hace algunos años, la fotógrafa Zahra Kazemi, ciudadana canadiense de 54 años de edad, se encontraba de visita en Irán, su país de origen, y se le ocurrió retratar la prisión de Evin, al norte de Teherán, en donde están encerrados los presos políticos y los disidentes de conciencia. La policía simplemente se la llevó. Estuvo secuestrada durante varias semanas y cuando se volvió a saber de ella fue porque ya era cadáver. Según el parte médico, una hemorragia cerebral le produjo la muerte. De acuerdo con las declaraciones del presidente de ese país, el deceso fue provocado por una ruptura de cráneo, la cual a su vez fue provocada por un fuerte golpe. En palabras de ese señor, no se sabía si fue un objeto lo que le golpeó la cabeza o si fue la cabeza la que golpeó al objeto, aunque podemos suponer que cualquiera de los dos casos fue resultado de la tortura a que la sometieron sus captores, sea si directamente la golpearon o si la aventaron con suficiente fuerza como para que se estrellara contra algo.
Hace algunas semanas, María Santos Gorrostieta Salazar, de 38 años, ex alcaldesa del municipio de Tiquicheo, en Michoacán, madre de tres hijos, fue asesinada. La mujer ya había sufrido dos atentados (en uno de los cuales perdió la vida su marido), pero aunque la habían lastimado no habían logrado ni matarla ni alejarla de su cargo. La muerte, como la de Kazemi fue por un “golpe severo” en la cabeza. Según el parte médico, sufrió “un traumatismo craneoencefálico severo”, pero además su cuerpo presentaba múltiples escoriaciones y golpes contusos que hacen presumir previa tortura.
En Irán no hubo duda: el responsable de esa muerte fue el gobierno, que no tolera nada que pueda ser o parecer disidencia. Pero en México las cosas son distintas: aquí no sabemos ni sabremos nunca quién la mató ni por qué.
Lo único que sí sabemos es que quienes lo hicieron no tuvieron la menor compasión, porque hasta para matar hay formas más terribles que otras: un tiro no es lo mismo que esto de lo que hablamos.
El problema es que los asesinos están entre nosotros, como dice Román Revueltas, “habiendo ellos también nacido como cualquier hijo de vecino” y viviendo como si lo fueran.
Pero más todavía: son como nosotros, no porque usted o yo estemos haciendo esas barbaridades, sino porque también usted y yo hemos perdido la compasión.
Hace algunas semanas, Julio Hernández López publicó la siguiente historia: “Durante cuatro horas un niño estuvo tirado en el suelo del área de urgencias de un hospital del Seguro Social llorando desesperadamente de dolor de estómago. Nadie lo atendió. Allí mismo una pequeña de un mes de nacida vomitaba y tenía mucha diarrea y desde las cuatro de la tarde esperó a que la atendieran, lo cual sucedió seis horas después”.
¿Ver a un niño tirado cuatro horas en el piso revolcándose de dolor, a una bebé vomitando y diarreica durante horas y no atenderlos no es acaso el mismo nivel de atrocidad que la de “esa gente que degüella y corta brazos, que decapita, secuestra y asesina” como dice Revueltas? ¿Y todos los que allí estaban y no dijeron nada ni hicieron nada no son cómplices?
Tiene razón Julio Serrano cuando afirma que aunque a primera vista estas actitudes nos podrían parecer extremistas y aisladas, poco representativas, lejanas de nosotros, sin embargo, “los principios son compartidos por más mexicanos de los que pensamos”.
Es hora de reconocerlo: la violencia no está sólo allá afuera, ni sólo la cometen los otros, sino que está también en nosotros, y no se expresa nada más en los golpes y balazos, sino también en la indiferencia y el egoísmo.
El fin de año es un buen momento para darnos cuenta de esto, para, como escribe Daniel Etounga Manguelle, “atrevernos a mirarnos a nosotros mismos aún si es difícil reconocernos en nuestro propio rostro”.
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www.sarasefchovich.com
Escritora e investigadora en la UNAM
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