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martes 05 de noviembre de 2024

Esquema didáctico de judeofobia y negacionismo

GUSTAVO D. PEREDNIK/EL CATOPLEBAS

Quienes justiprecian la magnitud con que la judeofobia ha penetrado en las sociedades modernas, suelen sostener fundadamente que una vía para contrarrestar el fenómeno es la educación. Por ello sorprende que casi no haya programas educativos al respecto.

Es cierto que existen iniciativas para educar sobre la Shoá, y ello especialmente desde hace siete años, cuando la ONU resolvió por unanimidad que cada 27 de enero (fecha de la liberación de Auschwitz) se recuerde el Holocausto como «el intento metódico y bárbaro de exterminio de un pueblo entero, sin paralelo en la historia de la humanidad».

Ahora bien, siendo la Shoá la consecuencia de un odio de grupo bien singular y milenario, la enseñanza de ese odio debería preceder a la información sobre el genocidio resultante. La tarea al respecto será tan ardua como necesaria, y para contribuir a la misma se formulan a continuación varias recomendaciones didácticas.

Estas son el corolario de la investigación teórica de quien esto escribe y, principalmente, de una amplia experiencia docente en el campo, también en bachilleratos no-judíos de varios países.

Nuestras sugerencias pueden sintetizarse en cuatro: dos teóricas (el encuadre y la caracterización), y dos prácticas (la superación de aprensiones, y la elección entre abordajes alternativos).

Cuestiones teóricas

1. El encuadre

a. La judeofobia es un habitual tubo de escape, y generalmente el más eficaz, para desechar los resentimientos y frustraciones sociales.

b. Es eficaz porque, de los odios de grupo, es el más universal y el más «justificable» ideológicamente. Por ello permite elevar brutales instintos a la jerarquía de «ideología universal».

c. Es habitual, porque siempre está disponible, y puede echarse mano de él incluso cuando el objeto del odio está ausente. La mitología judeofóbica ya está creada y arraigada, y a sus portadores no les hace falta ningún esfuerzo de difusión.

d. Uno de los primeros pasos para encuadrar la judeofobia consiste en distinguirla inequívocamente del nazismo. Éste fue su peor eclosión, pero no es su mejor ejemplo.

Precisamente, de la errónea amalgama conceptual entre judeofobia y nazismo, deriva la equívoca muletilla de: «¿cómo voy a ser yo judeófobo, si…?» En efecto, el judeófobo suele aducir que él no podría serlo porque tiene amigos judíos, o gusta de la música o gastronomía judaicas. En suma, que no aspira a eliminar a todos los judíos: no es nazi.

Pero fácilmente puede denigrarse al pueblo judío, o atribuirle los males que padece la humanidad, sin abrigar la ambición de arremeter físicamente contra todos ellos.

2. La caracterización

a. Una vez encuadrado el fenómeno, corresponde explicar las características que lo distinguen, como por ejemplo las ocho aquí aludidas: de los variados odios de grupo, la judeofobia destaca en que es el más antiguo, generalizado, permanente, profundo, obsesivo, peligroso, quimérico y fácil. Cada uno de estos aspectos debe ser explicado y ejemplificado.

b. El último paso teórico consiste en enfatizar los aspectos privativos de este odio tan especial. En contraste con los demás, la judeofobia no constituye un género del desprecio, sino de la demonización. A veces coincide con otros odios en ser discriminatoria, pero mayormente no es la discriminación lo que distingue a los judeófobos.

Establecida esta diferencia, puede entenderse mejor que la judeofobia propende con rapidez a la violencia física. Ello es porque las personas no necesariamente están dispuestas a agredir a quienes desprecian, pero sí son proclives a hacerlo contra personajes que despiertan en ellas estereotipos temibles. Si el prejuicioso con temor se siente protegido por la ley, por la «ideología», y por las circunstancias sociales, la violencia estallará.

Precisamente, la mitología que ha baldonado a los judíos (ser deicidas, diabólicos, dominadores, sanguinarios, etc.) provoca, mucho más que menosprecio, temor y recelo.

Cuestiones prácticas

1. La superación de aprensiones

Al momento de enseñar sobre la judeofobia, es necesario superar las aprensiones más habituales. Una de ellas hace que muchas veces se eluda mencionar el principal objeto de la judeofobia actual.

En efecto, en el mundo contemporáneo, la mitología y las acciones de la judeofobia se descargan menos contra el judío como individuo, como comunidad o como religión, sino que demonizan al Estado judío.

A pesar de ello, se tiende a rehuir esta verdad para no caer en un pretendido desvío político que vendría a ser la mención expresa de Israel.

El problema de esta elusión es que, al esquivar al Estado judío de la enseñanza sobre la judeofobia, resulta casi imposible ilustrar sobre el tema.

Como hemos dicho, la judeofobia trasciende en mucho la mera discriminación de los judíos; lo que genera es demonización. Ésta se aplica hoy en día habitualmente al «judío de los países», y por ello su mención resulta indispensable para entender el fenómeno.

Obviamente, no estamos hablando de la «crítica» a Israel, sino de su deslegitimación y demonización, ambas herederas de las que fueron perpetradas contra el colectivo judío en el pasado. Así, no hay mera «crítica» en expresiones tales como que Israel «procede como los nazis» o «es el cáncer de la región».

Por ello, es suficiente hoy en día esgrimir críticas contra Israel para abrir las compuertas de la judeofobia más desenfrenada. Bastará revisar blogs relevantes para comprobar el síndrome.

Un programa educativo sobre judeofobia no debería limitarse a señalar la irracionalidad intrínseca del fenómeno, sino también incluir parámetros objetivos para identificarlo. En otro artículo nos hemos referido a algunos de esos criterios, tales como el léxico que se utiliza, la obsesión, y el maniqueísmo.

La segunda aprensión es que para ejemplificar los casos más notables de judeofobia, no alcanza con circunscribirse a los judeófobos más primitivos: debe denunciarse también a nombres ilustres y prestigiosos.

La reciente película documental El estigma? de Martí Sans (acerca de la judeofobia española) cita un texto virulento que bien sirve de ejemplo: «los judíos no se vengan del Hamás sino del nazismo, y ello para mantener el monopolio de victimizarse».

Al señalar al autor de ese párrafo (Rafael Sánchez Ferlosio) nos hallamos ante la dificultad de denunciar a un escritor muy galardonado en España.

Así, desde esta columna hemos mostrado la judeofobia de Vargas Llosa, quien incluyó el negacionismo de la Shoá como si fuera una opinión legítima que debería dirimirse entre historiadores. No es agradable señalar semejante distorsión en un Premio Nobel de Literatura, pero debemos habituarnos a que el mal de la judeofobia no pasa exclusivamente por Hugo Chávez o Dieudonné, sino también por Toynbee y Chomsky.

2. La elección entre abordajes alternativos

Los métodos más habituales para impugnar la judeofobia son:

La exaltación de la víctima, por medio de enfatizar las grandes aportaciones de los judíos a la humanidad;
La universalización del fenómeno, por medio de mostrar cuán malos son los prejuicios en términos generales; y
El desenmascaramiento acerca de los estragos que causa la judeofobia a la toda la sociedad.
El primero y el segundo, en general, terminan siendo contraproducentes. La exaltación de la víctima no corresponde porque es irrelevante en el momento de juzgar la magnitud de las persecuciones: nadie merecía la Shoá.

La universalización, por su parte, permite que el fenómeno se banalice y ulteriormente sea absorbido en una larga lista de prejuicios que no permite entender la patente singularidad de la judeofobia.

El ejemplo del negacionismo de la Shoá

Las dos formas más habituales de la judeofobia contemporánea son el antisionismo y el negacionismo, y con mucha asiduidad aparecen juntas.

El negacionismo fue abordado en el transcurso de este Primer Seminario Internacional sobre Antisemitismo, durante el panel del Magistrado Andrés Martínez Arrieta y el Fiscal Miguel Ángel Aguilar. El debate se focalizó en cómo fue retirada del artículo 607 del Código Penal la penalización del negacionismo.

En efecto, en 2007, el tribunal constitucional presidido por la magistrada María Emilia Casas Baamonde aceptó un planteamiento de la Audiencia Provincial de Barcelona, según el cual no se puede sancionar penalmente la difusión de ideas que nieguen delitos de genocidio, porque ello conllevaría vulnerar la libertad de expresión.

En principio, la resolución contradice la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el 24 de junio de 2003 argumentó que el negacionismo del Holocausto no puede ampararse en la libertad de expresión porque implica “la difamación de los judíos y la incitación al odio hacia ellos”.

En obvio disenso, la resolución 235 del año 2007 consideró que cabría penalizar el negacionismo sólo cuando además de «negarse la existencia» del genocidio, también se lo justificara. Lo extraño del argumento es que no habría ninguna razón para «justificar» lo que, según el judeófobo, no existe.

En segundo lugar, la resolución se refiere inexactamente al «revisionismo del holocausto judío», cuando en realidad no hay tal «revisionismo». No estamos lidiando con escuelas historiográficas sino con judeofobia negacionista.

Ahora bien, en la resolución se admite que «la difusión de expresiones ultrajantes» debe ser penalizada porque no cabe en la categoría de la «libre transmisión de ideas». Y he aquí el quid.

Si alguien publicara que los judíos (o cualquier otro colectivo) son hediondos, seguramente ello bastaría para entender que hay una ofensa punible.

¿Qué ocurriría si, ante semejante agresión, un magistrado respondiera que «hay que consultar» a un biólogo acerca de las glándulas de los judíos para dirimir la cuestión?

Suponemos que la segunda aseveración no sería considerada menos ultrajante que la primera.

En ese sentido, el negacionismo de la Shoá es injurioso porque sugiere que los judíos son un grupo paranoico y dominante, uno que ha logrado imponer una patraña en el mundo entero. En eso consiste el negacionismo, y no en un debate histórico de qué ocurrió.

Por ello, presentar el negacionismo como una simple «negación de hechos históricos», o como una lid en la que deban debatir historiadores, es una manera de instalar la difamación. Ello es así, tanto si fuere cometido con astucia, como si fuera el efecto de la ingenuidad del opinante.

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