La vida de PI (al cuadrado)

EL UNIVERSAL /

El mensaje de texto de mi amiga hubiera debido ser ya una advertencia: “Fui a ver Life of Pi y me volvió el gusto por la vida. Por el cine y las lindas historias. En 3D… Ya me vendí a los grandes estudios de Hollywood”. Pero como yo nunca he tenido problema a priori con los grandes estudios de Hollywood -agradezco a MGM Cantando bajo la lluvia, a Paramount Vértigo, a Warner Bros Naranja mecánica, a Fox La malvada, a RKO El ciudadano Kane -le respondí con una cita de mi admirado José de la Colina: el hollywoodense bien puede llegar a ser el peor cine del mundo, pero más a menudo resulta el mejor. ¿El gusto por la vida? Ése, como a la Mia Farrow de La rosa púrpura del Cairo, me vuelve cada vez que revisito Sombrero de copa. ¿Por las lindas historias? Coincido con Guillermo Cabrera Infante en que mucho hay que decir en pro de los finales felices, ya sólo porque “bien está lo que bien acaba” no es, bardo mediante, sino “la esencia de la comedia, la felicidad momentánea de los espectadores a través de la felicidad eterna de los personajes”. Y ni siquiera del 3D reniego: detesto Avatar, sí, pero saber que las tijeras de Con M de muerte eran en el origen tridimensionales me hace experimentar nostalgia de lo que no vi(ví), y celebro haber compartido el tiempo con Scorsese para disfrutar su Hugo.

Así, invité a mi mujer el 1º de enero a ver la tal Vida de Pi -distribuida en México bajo el genérico e idiota Una aventura extraordinaria-, consciente de que su director Ang Lee a veces puede resultarme de una cursilería insufrible (El tigre y el dragón), pero otras poderosamente evocador y conmovedor (Lust, Caution, cuyo título en español he por fortuna olvidado). Y la vimos, y nos entretuvimos, y nos maravillamos por su esplendor visual, y por el encanto de los muchos animales figurantes (en la trama el padre del protagonista es dueño de un zoológico) y llegamos a la conclusión de que, aunque no exenta de un tufo edificante y redentorista, incómodo para una agnóstica como ella y un ateo como yo -el personaje principal sobrevive a un naufragio en compañía de un tigre de Bengala por obra de una resignación criptocristiana propia ya no sé si de Pasolini o de Ismael Rodríguez-, la película estaba bien, y hasta nos había puesto de buenas.

Hasta que a mí no. Hasta que, esa noche, al hacer a un amigo la reseña, me descubrí exclusivamente concentrado en las virtudes visuales de la cinta y terminé por sentenciar un “… o sea es una de esas películas tan manipuladoras que acaba uno por no fijarse más que en la foto”. Hasta que, al día siguiente, amanecí de malas, sintiéndome estafado y engañado sin saber muy bien por qué. Hasta que, por casualidad, leí una declaración del director que me lo explicó todo: antes de comenzar el proyecto habría dicho al encargado de efectos especiales “Espero hacer arte contigo”.

Y, sí, Life of Pi es uno de esos proyectos que se pretenden obra de arte, que de entrada han sido concebidos para provocar epifanías en el espectador, para transformarle la vida, para exaltarlo y ponerlo en contacto consigo mismo. Y he aquí que a mí, en el cine, me gustan los proyectos que se pretenden películas, que quieren decir cierta cosa de cierta forma. Esos son, a mi juicio, los que en el camino, por feliz accidente, se descubren arte, nos descubren algo que el creador -que no el Creador- ni siquiera se proponía.

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