LEÓN BENDESKY/ LA JORNADA
El salario sigue siendo, por la función del trabajo, uno de los costos más relevantes en el proceso de producción. El cambio tecnológico presiona constantemente este costo a la baja para acrecentar el rendimiento de la inversión. Esta disputa es bien conocida.
A principios del siglo XIX el economista inglés David Ricardo corrigió la primera edición de sus Principios de economía política para admitir que la introducción de la maquinaria perjudicaba los salarios en el proceso de la distribución del producto. De ahí a Marx había un paso.
En la misma época en que Ricardo hacía su revisión, los luditas arremetían contra las máquinas que los desplazaban del trabajo y permitían organizar las tareas de forma mecánica. Este fue el gran salto hacia adelante de la Revolución Industrial y uno de sus efectos más tarde fue el sindicalismo. En el enfrentamiento tomaron ventaja, finalmente, Ford, Taylor el toyotismo y la producción en masa.
En la era global la disputa salarial no aminora y se combina con las capacidades adquiridas y la disciplina de la fuerza de trabajo para lograr los niveles aceptables de la productividad total, que es la base de la permanencia en el mercado.
La distribución es la clave del modo de funcionamiento del sistema social de mercado. Los desplazamientos espaciales del trabajo son tan relevantes como los del capital y hasta en términos temporales se hacen cada vez más rápidos.
Todo esto es parte del fenómeno de la creciente desigualdad que se ha generado incluso en un periodo de expansión productiva, aunque con severas distorsiones financieras, como es ahora el caso, ya agravado por la recesión.
En China, las grandes fábricas que reúnen decenas de miles de trabajadores se han ubicado preferentemente en las zonas costeras para aprovechar las ventajas de aglomeración, localización y transporte. Pero esas zonas se encarecen, las condiciones de trabajo no se pueden mantener permanentemente bajas, ni en China. Los desplazamientos de las personas elevan los costos y provocan fricciones.
Ahora las fábricas se mueven tierra adentro. Pagan salarios más bajos y, al mismo tiempo, atraen inversiones para desarrollar nuevas ciudades, aumenta la actividad inmobiliaria y de servicios junto con la especulación que ello provoca. Los trabajadores se reubican para acercarse a sus lugares de origen a cambio de una paga menor.
En países como México la relocalización laboral basada en el costo del salario no ha sido suficiente para incrementar el empleo formal y los salarios. En industrias como la automotriz, eléctrica, electrónica y hasta aeronáutica se han encontrado ventajas para conformar un robusto sector exportador. Los trabajadores en estos sectores de la manufactura ganan mejor que otros en el país, pero bastante menos que sus contrapartes en Estados Unidos o Canadá. Ganan más que los trabajadores chinos y actividades como la producción textil se han reducido significativamente en el mapa industrial. Los tomates, en cambio, hallan nuevos espacios en el mercado estadunidense.
La frase de Clinton, muy citada, acuñada en su campaña electoral de 1992, que decía: Es la economía, estúpido, se sigue usando en épocas de fragilidad, sobre todo en el terreno del empleo. Y ese es hoy el problema más acucioso en el ámbito global. Casi podría convertirse en: Son los salarios, estúpido.
La insuficiente generación de ingresos derivados del trabajo contiene la expectativa de la rentabilidad del capital y las decisiones de inversión y el producto se contrae. Los salarios son un precio relativo, crucial en el mercado mundial y son los que inciden en los movimientos de la demanda de la fuerza de trabajo en distintos países. Eso lo saben ahora bien quienes gobiernan en Europa, igual que los empresarios y, claro, los trabajadores en activo y los desempleados. Lo saben hasta los republicanos, en eterna disputa con Obama por el tamaño del gobierno, aún a las puertas de una fuerte recesión.
En la zona euro los países como Grecia, España o Irlanda no pueden devaluar la moneda, instrumento típico para elevar la productividad y aumentar la ocupación. La alternativa más directa es la rebaja de los salarios mediante la sobreoferta de trabajo que crea el desempleo. Este es un mecanismo básico de ajuste en el mercado; si bien no es tan rápido como la devaluación, tiene un efecto similar, aunque más ineficiente por sus costos sociales y fiscales.
Uno de los problemas que se han hecho inherentes al costo laboral y que aflora cuando hay crisis, cuando no se genera suficiente empleo formal o por cambios en la dinámica demográfica, es el de las pensiones y los servicios de salud. Los trabajadores cuestan cuando trabajan y cuando se jubilan.
Eso encarece los costos para las empresas y la sociedad y tiende a distorsionar el mercado laboral a expensas de los más jóvenes. Los países con menores rigideces institucionales y menores condiciones de beneficios laborales tienen una ventaja. Hay que ver cómo se vende ahora África como destino para establecer plantas de ensamblado y otras manufacturas. Uno de los ganchos es, abiertamente, el de la docilidad laboral y las garantías estatales.
El avance tecnológico y el continuo proceso de innovación productiva seguirá marcando las pautas de la demanda de trabajo y la fijación de los ingresos salariales. Esa es la base del proceso de crecimiento. La cuestión será cómo absorber la fuerza laboral y evitar de alguna manera los conflictos derivados de una aguda desigualdad o de plano de una creciente marginalidad y pobreza.
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