ÁNGELES ESPINOSA/EL PAÍS
Es joven, articulada y defiende el derecho de las mujeres a conducir en su país, Arabia Saudí, el único del mundo que se lo prohíbe. Nada extraordinario entre las nuevas generaciones de chicas que acuden a la universidad y luchan para hacerse un hueco en el mundo laboral, a pesar de las trabas sociales y legales que les impone el Reino del Desierto. Pero Ameerah al Taweel no es una saudí cualquiera. Está casada con el príncipe Alwaleed bin Talal, sobrino del rey y uno de los hombres más ricos del mundo. Con su complicidad, y algunos dicen que bajo su batuta, Ameerah intenta seducir a los medios de comunicación occidentales y cambiar la imagen de la mujer saudí.
“Quiero ser un modelo para todas las mujeres del mundo”, explicó a esta corresponsal durante un intercambio de mensajes para preparar una entrevista que no ha llegado a concretarse. Habrá quien opine que mejor sería que se centrara en su país, cuyas leyes y usos se encuentran entre los más misóginos del planeta, e incluyen una completa segregación de los sexos en los espacios públicos. Le pregunté por ello. “[Las saudíes] conseguirán sus verdaderos derechos, estoy convencida”, respondió con estudiada cautela.
La futura princesa nació en 1983 en una familia beduina y, como en un cuento de hadas moderno, a los 20 años se cruzó en su camino el multimillonario príncipe. Pasó entonces a vivir en un palacio de 420 habitaciones, forrado de mármol y decorado con retratos de su marido, que cuenta con dos piscinas y una pista de tenis cubiertas, y cuesta recorrer una hora y media, según el relato de una reportera de Forbes que lo visitó en 2009. Esa revista califica a Alwaleed (conocido en España por una denuncia de violación que la justicia desestimó por falta de pruebas) de “29ª fortuna del mundo”.
“No he cambiado; en lo esencial, en los valores, soy la misma persona”, ha declarado Ameerah en varias ocasiones. “Mi amor por mi religión, familia y trabajo me definen”, se presenta en Twitter (@amirahaltaweel), donde es muy activa y tiene casi medio millón de seguidores.
Su biografía oficial dice que se graduó con matrícula de honor en Administración de Empresas en la Universidad de New Haven. No explica que su poderoso marido logró que ese centro enviara a los profesores a su palacio en Riad para darle las clases. El esfuerzo ha valido la pena, a la vista de lo airosa que Ameerah ha salido de sus citas con una cuidada selección de medios estadounidenses durante los últimos meses.
“El velo es una elección. Hay que respetar a las mujeres con velo, por supuesto, pero las que no lo llevan no son menos musulmanas. Debe ser nuestra elección, y solo Dios puede juzgarnos”, le dijo a Charlie Rose, de Bloomberg. En la misma entrevista defendió que “la prohibición de que conduzcan no es una tradición, sino un tabú promovido por gente estrecha de miras”. También contó, ante el regocijo de su marido, que ella conduce en el desierto, algo habitual entre los beduinos, y cuando viaja fuera de su país.
Aunque muchas saudíes comparten esas ideas, es inusual ver a una princesa, melena al aire, defendiendo en público y ante extranjeros su derecho a conducir y la necesidad de que se les permita participar plenamente en la sociedad. Ya se ha ganado la reprimenda de su cuñado, el príncipe Khaled, a quien le disgusta la creciente relevancia pública de la mujer de su hermano. El primogénito ha pedido a Alwaleed que ponga fin a las “repetidas apariciones de su esposa en los medios” y le ha advertido de las graves consecuencias si no acaba con esa práctica, que, dice, “viola los valores de nuestra familia, nuestra religión y nuestro país”.
Pero incluso entre los menos obtusos, Ameerah es una figura controvertida. Frente a quienes la admiran por defender los derechos de la mujer, también hay quienes la califican de “muñeca de Alwaleed para Occidente”, convencidos de que el astuto príncipe la utiliza como instrumento de relaciones públicas para proyectar una imagen más moderna de su país. Que su marido le lleve 28 años y tenga hijos de su edad, contribuye a ese estereotipo.
Sin embargo, el multimillonario siempre ha sido considerado un miembro progresista de la familia real y, como nieto del fundador del reino y gestor de una enorme fortuna, no es uno más entre los miles de príncipes. Incluso se le atribuyen aspiraciones al trono. Entre sus gestos feministas destaca haber puesto a los mandos de uno de sus aviones a la primera piloto saudí. Además, dentro de las oficinas de su imperio, el Kingdom Holding y la Fundación Alwaleed bin Talal, las (numerosas) empleadas pueden prescindir del pañuelo y la capa negra, que son de rigor para las (escasas) saudíes que trabajan en el país. Y a pesar de que la ley le permite estar casado con cuatro mujeres a la vez, sus cuatro matrimonios han sido sucesivos.
Que no cunda el pánico. La modernidad de Ameerah no es revolucionaria. Ella misma se encarga de tranquilizar a los guardianes de las esencias. “Creo en la evolución, no en la revolución. El Gobierno ha puesto en marcha muchas reformas y las apoyamos”, aseguró durante una mesa redonda organizada por el expresidente de Estados Unidos Clinton para hablar de la primavera árabe. Sabe, como su marido, que los verdaderos cambios acabarían con sus privilegios.
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