ENRIQUE KRAUZE/LETRAS LIBRES
En 1986, cuando dábamos apenas los primeros pasos en la concepción de un México democrático, leí en The New York Review of Books un ensayo que me impresionó. Su autor era Albert O. Hirschman, el célebre y heterodoxo economista que para entonces, después de un larguísimo periplo existencial e intelectual, había echado raíces en la Universidad de Princeton. Se titulaba “On democracy in Latin America” y sostenía lo siguiente:
“Muchas culturas -incluidas casi todas las latinoamericanas que conozco- valoran mucho el tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa, y en ganar las discusiones; en cambio, no valoran el acto de escuchar. Si lo hicieran, descubrirían que, en ocasiones, uno puede aprender algo de los demás. En este sentido, las culturas latinoamericanas están predispuestas a la política autoritaria, no a la democrática”.
Nunca olvidé la frase, y en estos días, tras la muerte de Hirschman, la he recordado aún más: creo que encierra una clave, y quizá la clave, de nuestra posible pero incierta maduración democrática.
Todos los obituarios que han aparecido reconocen la originalidad de su pensamiento. Politólogo, economista, pensador y psicólogo social, The Economist considera que no recibió -como merecía- el Premio Nobel, justamente por el carácter inclasificable de su obra. Pero si sus libros fueron admirables, su casi inverosímil trayectoria lo fue más.
Nacido en 1915, su vida temprana coincidió con el ascenso y caída de la República de Weimar. En 1933, tras la llegada de Hitler, Hirschman salió de Alemania, se refugió en París, estudió en la London School of Economics, se doctoró en la Universidad de Trieste, luchó (y fue herido) en el frente aragonés de la Guerra Civil Española. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se incorporó a la lucha antifascista y, asentado en Marsella, participó en el heroico rescate de cerca de 2,000 personas (entre ellas varios artistas como Max Ernst y Marc Chagall) a quienes franqueó el paso de Francia a España y de España a la libertad. Walter Benjamin hubiera podido ser uno de esos refugiados, pero la mala fortuna y la desesperanza lo impidieron. Durante la Postguerra, Hirschman intervino en la gestación del Plan Marshall, sirvió de intérprete en los Juicios de Nuremberg y sufrió el acoso del Macartismo.
A partir de 1952, Hirschman dedicó una parte de aquel bagaje vital a una especie de terapéutica integral para el desarrollo, en particular el desarrollo de Latinoamérica. En una biografía de inminente salida, Jeremy Adelman -discípulo suyo en la Universidad de Princeton- aborda en detalle el paso de Hirschman por nuestros países: ensayos, libros, discusiones, congresos, “think tanks”. Era un economista -o, más bien, un “científico social interpretativo”- al servicio de la práctica. Sus autores favoritos eran Montaigne y La Rochefoucauld, observadores curiosos, perceptivos y escépticos de la condición humana. Por sus lecturas y su vida, Hirschman eludió siempre las visiones extremas, las ideologías en boga, los determinismos de cualquier signo, la rigidez académica y la soberbia tecnocrática. Fue un enemigo jurado de las dictaduras del cono sur y de los gobiernos estadounidenses que las solapaban, pero no aprobaba al régimen cubano que condenaba a sus habitantes a salir de la isla o callar sus voces de protesta. En los setenta, tiempos de fervor revolucionario, siendo amigo cercano de Salvador Allende, aconsejó un reformismo modesto y gradual. En los ochenta, tiempos de ortodoxia neoliberal, rechazó que el mercado fuera la panacea. Advirtió que ambas corrientes, izquierdas y derechas, preconizaban por razones opuestas (unos para destruirlo con las armas, otros para entronizarlo desde el poder) un mito idéntico: “el mercado requiere déspotas”. En aquel ensayo de 1986, cuando lentamente América Latina dio visos de orientarse hacia la democracia, Hirschman vio una rara oportunidad de avance: “El clima parece propicio para introducción de valores de tolerancia y apertura a la discusión no sólo en el proceso político sino en la conducta cotidiana de grupos e individuos”. Sostuvo entonces la posibilidad de consolidar un margen de progreso político sin “esperar” necesariamente un crecimiento económico paralelo o una mejor distribución del ingreso. Para lograrlo, había que desarrollar, como un fin en sí mismo, ciertas virtudes políticas. Y una de ellas era la “aceptación de la incertidumbre”:
… aceptar la incertidumbre sobre la realización práctica de nuestro propio programa, es una virtud democrática esencial: debo valorar más a la democracia que a la realización de programas o reformas específicas, por fundamentales que puedan parecerme para el progreso democrático o económico o de cualquier otro tipo”.
Lo cual, a su vez, requería de paciencia. La paciencia cerraba el paso a las salidas dictatoriales o revolucionarias. Pero la paciencia era insuficiente, porque podía llevar a la inmovilidad de unos y a la excesiva confianza de otros. Una democracia sana necesitaba voces de crítica y un clima de intensa deliberación tras la cual las posiciones iniciales -enriquecidas con información fresca y nuevos argumentos- podían modificarse. Según Hirschman, esta cultura de la deliberación, llevada a cabo en diversos foros, podía “sustituir las formas utópicas, Rousseaunianas, la exigencia de unanimidad y voluntad popular, como sustentos de legitimidad democrática”. Y concluía que “la falta de apertura a nueva información y a las opiniones de los demás representa un peligro real para el funcionamiento de la sociedad democrática”.
Se trataba, en el fondo, de un ejercicio colectivo: “afinar nuestra concepción del mundo, para comenzar a cambiarlo”. Y todo se resumía en dos palabras mágicas: saber escuchar.
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