ALBERTO ROJAS/EL MUNDO.ES
Madeleine no sabe nada del conflicto que vació su aldea, no entiende las razones de los combatientes que la arrasaron y no ha elegido ningún bando, pero la guerra ya ha pasado por su cuerpo de 16 años en forma de violación múltiple. Desconoce si está embarazada y, de estarlo, tampoco ha pensado en qué hará con el niño.
Su relato no es muy diferente de otros miles de relatos parecidos, recogidos aquí y allá en el este de la República Democrática del Congo, un agujero negro ajeno al gran despegue que vive África, un continente que sonríe al fin. Pero no hay paz para el país más rico del mundo porque su fortuna en minerales es a la vez su máxima condena. Con la ofensiva del grupo rebelde M23 sobre la ciudad de Goma y la ocupación del resto de la región, la guerra ha alcanzado de nuevo su nivel más alto de destrucción. Y van más de cinco millones de muertos, la gran mayoría civiles, más que ningún otro conflicto desde la Segunda Guerra Mundial.
“Dos soldados entraron en mi casa. Toda mi familia estaba dentro. Llevaban armas y nos pidieron el dinero. Nada pudieron hacer mis padres”, recuerda Madeleine. “Nos raptaron a mi hermana y a mí y nos tuvieron caminando cuatro horas hasta que llegamos a su campamento, donde había muchos soldados. No entendíamos nada, porque hablaban en un idioma extraño. Me violaron cuatro hombres”. Madeleine, avergonzada desde entonces, es una entre un millón de personas obligadas a huir de los combates.
Como denuncia la ONG Save the Children, más de 900 menores han sido localizados en los campos vagando solos, ya que se separaron de su familia en plena huida. Muchos de ellos corren el riesgo de ser reclutados como niños soldados (ellos) y esclavas sexuales (ellas). ‘Terminator’ Ntaganda, el sanguinario líder del M23, está perseguido por el Tribunal Penal Internacional por esa misma razón (entre otras muchas). Sus rivales del ejército congoleño, por desgracia, tampoco son el mejor ejemplo de disciplina y respeto a la población civil.
La violencia sexual que se practica en el Congo, cuyas cifras no tienen comparación con ningún otro conflicto en el mundo. Su uso como arma de guerra se basa en la limpieza étnica. Su origen está en 1994, en pleno genocidio ruandés. Las tropas hutus, después de asesinar a aproximadamente 600.000 tutsis y hutus moderados en la vecina Ruanda, huyeron a estas montañas congoleñas, donde la guerra siguió y se produjo un segundo genocidio, esta vez al contrario. 20 años de guerra han provocado el desmoronamiento de cualquier ética. Se viola a la mujer (a veces a las hijas) del enemigo para hacerse hijos de la etnia contraria, para debilitar su genes, para mermar su demografía, para humillarla a ella y a su pueblo.
El movimiento M23, que se rebeló por el incumplimiento de una serie de promesas del presidente congoleño Joseph Kabila, no es más que una continuación de la venganza tutsi sobre la región para combatir a los hutus, sino además un esfuerzo militar para controlar las lucrativas explotaciones de minerales de sangre (coltán casiterita, oro, uranio) y sus vías de salida hacia Ruanda, que arma y apoya a la milicia. Como denuncian cientos de informes, como el de la organización Enoght, este tráfico no provocó la guerra, pero sí ha contribuido a prolongarla. En ese contexto sin ley, con el Estado congoleño desaparecido por 20 años de guerra, la pequeña Madeleine es sólo un entretenimiento para la soldadesca de uno y otro bando, que siempre compite en infamia.
Muchos tratados de paz después, los vecinos del Congo siempre se han aprovechado de su riqueza mineral, lo que consiguen apoyando todo tipo de milicias para desestabilizar la zona y que el Gobierno congoleño no pueda nunca controlar su propio país. Así se consigue un coltán barato, sin impuestos, sin ningún control, directo a los teléfonos y tabletas de los usuarios del primer mundo.
Beatrice, otro número en la fría estadística, tiene 14 años y no encuentra a sus padres desde que los rebeldes entraron en su aldea. “Cuando volvía de la escuela fui a mi casa pero mi madre y mis hermanos ya habían huido”, recuerda. “Algunos soldados violaron a cuatro niñas. Eran mis amigas, yo vi cómo pasó. Dos de ellas murieron después de la violación”. Lilian consiguió llegar a un campo de refugiados a las afueras de Goma dónde busca a su familia y está atendida por Save the Children y otras organizaciones presentes en la zona. 600 escuelas han sido saqueadas o destruidas en lo que va de ofensiva, lo que pone en riesgo la única arma efectiva para luchar contra el conflicto a largo plazo: la educación.
Es lo que queda después de la guerra, cuando el foco abandona el campo de batalla en busca de lugares mejores para obtener las noticias. Si el Congo ya es un lugar olvidado, sus víctimas en la posguerra son pura niebla para la historia. Como lo es Anicet, un niño de 10 años que se separó de sus padres en un tiroteo. “Pensé que habían muerto. Conseguí sobrevivir con la comida que me dieron mis vecinos. Por suerte, me han dicho que han encontrado a mis padres y que podré reunirme con ellos”.
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