LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO
Sucesos Tristes
En las dos últimas Crónicas escribí sobre situaciones favorables que experimenté en la década de los ochentas; no obstante, en esa etapa también viví episodios difíciles; el principal, el fallecimiento de mi madre en 1988, a los 80 años, quince días antes que naciera mi hijo menor, David. Mi madre ha sido la más longeva de mi familia en México; no tengo referencias de sus padres, hermanos, abuelos o tíos, todos ellos murieron en Polonia en el Holocausto; al igual que toda la familia de mi padre, sólo un hermano de este último y su madre lograron salir hacia EUA antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Pienso que la muerte de la madre es el suceso más doloroso, en virtud de la relación simbiótica que esta figura establece con los hijos, a quienes mantiene en su vientre, gestándolos durante nueve meses y después los alimenta con su leche y cuida celosamente durante los primeros años de su vida; por lo demás, la tradicional madre judía solía ser obsesivamente apegada a sus hijos; mi caso no fue la excepción. En este sentido, mis hermanos siempre consideraron que yo fui su consentido.
Con su desaparición física se fracturó el vínculo emotivo que tenía con la cultura judía y con la idishkait:
tradiciones, hábitos de vida, expresiones idiomáticas, gestos, comida, literatura y su idioma el Idish, ahora casi en extinción; entre otros de los numerosos elementos que conformaron la vida cotidiana de los judíos del Centro y Este de Europa y que trasplantaron a sus nuevos lugares de residencia durante y posteriormente a la Segunda Guerra Mundial. A mi manera de ver, la idishkait, al igual que la religión, fue un factor vinculante entre los judíos, tendió una barrera para que no se asimilaran a las sociedades gentiles.
Ocho años atrás me reintegré a un grupo de amigos con los que tuve una relación cercana durante mi adolescencia, entre los cuales he vuelto a revivir parte de esa idishkait que tanto me ha nutrido emocionalmente durante toda mi vida.
Creo que los de mi generación somos los últimos judíos en México que aún mantenemos vestigios de la idiskait; aunque también la manifiestan los judíos religiosos; si embargo, la de ellos es una idishkait anacrónica y muchas veces intolerante hacia los que somos judíos laicos, pero no por eso desprovistos de la esencia del espíritu del judaísmo.
Existen judíos religiosos fundamentalistas, que incluso con su vestimenta, fuera del contexto social de la modernidad, expresan su arraigo a un judaísmo anquilosado. Claro, si ellos quieren mantenerse en ese mundo, están en su derecho; el problema surge con sus actitudes segregacionistas, que evalúan a los judíos no ortodoxos como judíos de segunda clase y despiertan sentimientos antisemitas en grupos gentiles, tradicionalmente agresivos hacia el judaísmo, actitud que también es reprochable porque involucra ignorancia y prejuicios arraigados, producto de doctrinas que han difundido los sectores retrogradas de la Iglesia Católica y de otras Iglesias cristianas, así como de grupos neonazis.
En los ochentas también se registró un infausto acontecimiento que afectó a la Zona Centro y Sur del País, particularmente a la Ciudad de México: el terremoto del 19 de septiembre de 1985 que causó alrededor de 10,000 muertos. Este fenómeno de la naturaleza puso en evidencia la corrupción de las autoridades en el otorgamiento de permisos de construcción de viviendas y edificios que en la práctica no cumplieron con las normas vigentes, de aquí que más de 30,000 edificaciones se desplomaron en su totalidad con gran facilidad; el terremoto también mostró la incapacidad de las autoridades para enfrentarlo; incluso, al principio, subvaluaron la magnitud de la tragedia y se negaron a recibir ayuda externa. Si hubieran reaccionado con rapidez y con humildad, se hubieran salvado muchas vidas. Aproximadamente 4,000 personas fueron rescatadas con vida de los escombros; algunas de ellas fueron sacadas de las ruinas hasta diez días después del sismo que fue calificado como el más significativo y mortífero registrado en el país; alcanzó 8.2 grados con duración de más de 2 minutos.
Recuerdo claramente el 19 de septiembre: eran las 7:19 am cuando empezó a temblar, me encontraba en el baño de mi casa rasurándome. En virtud de que la edificación de la misma está asentada sobre roca volcánica que había arrojado el volcán del Xitle, cuya última erupción aconteció entre el año 200 AC y el 200 DC, el movimiento telúrico no se sintió con mucha intensidad y tampoco causó daños importantes en casas y edificios ubicados en mi colonia.
Llamé telefónicamente a mi madre y a mi hermana Java, que vivían cerca de mi domicilio, pero no obtuve respuesta; las líneas estaban muertas, terminé de vestirme y fui a visitarlas; fuera de una pequeña crisis que sufrieron por el temblor todo estaba bien; ingenuamente me dirigí en mi automóvil a mi trabajo, ubicado a dos cuadras del zócalo, ignorando la tragedia que había causado el temblor.
Me enfilé por la Calzada de Tlalpan hacia el centro y empecé a ver una ciudad en ruinas; el sonido de sirenas de ambulancias y de los vehículos de los bomberos era ensordecedor. Sobre las casas y edificios que se cayeron había decenas de personas removiendo los escombros, tratando de rescatar a gente que estaba bajo los mismos. El panorama era aterrador, por la radio del coche se escuchaban terribles noticias en relación a los daños y sobre las víctimas del movimiento telúrico. Llegó un punto en el trayecto de Calzada de Tlalpan y de otras vías paralelas que estaban cerradas; me vi obligado a regresar a mi casa a la que llegué con dificultad porque toda la ciudad estaba desquiciada; no había luz ni agua en extensas zonas.
Varias edificaciones del Banco en el que trabajaba fueron seriamente afectadas; un edificio contiguo a la Oficina Central de la Institución, se dañó seriamente y tuvo que ser demolido. De la sólida Oficina Central sólo se deprendió polvo. Un edificio rentado por el Banco ubicado en Isabel la Católica y Fray Servando Teresa de Mier, en el Centro de la ciudad, se desplomó totalmente, muriendo decenas de empleados de la institución, particularmente de la División Internacional a la que yo pertenecía.
El personal de esa oficina iniciaba sus labores a las 7 de la mañana para poder realizar operaciones con otros mercados del mundo. ¡Qué ironía de la vida!, un directivo del Banco que tenía su oficina en ese edificio, nos comentaba a un grupo de funcionarios semanas antes del temblor que había superado. El pesado tránsito de la ciudad lo había obligado a fijarse un horario corrido de 7 AM a 3 PM; mismo que finalmente lo condujo a la muerte.
En este ámbito, viene a mi memoria la terrible situación que vivió un empleado del Banco del área de Mercadotecnia que me apoyaba en la preparación de materiales promocionales. Él era un joven que vivía con su esposa y su pequeña hija en la colonia Roma, una de las áreas mayormente devastadas por el sismo. Ese 19 de septiembre salió a correr en la mañana a un parque cercano a su domicilio, como lo hacía todos los días, al regresar a su casa el edificio donde vivía estaba totalmente destruido y dentro de los escombros, los cadáveres de su esposa e hija. Conversamos sobre este acontecimiento y le recomendé que iniciara un tratamiento de sicoanálisis para que le ayudara a superar sus sufrimientos; él me contestó unas palabras que nunca borraré de mi mente: “yo ya tuve mi sicoanálisis durante los tres días y tres noches que estuve frente a mi domicilio en ruinas, esperando que sacaran los restos de mi esposa e hija”.
En el ambiente de desesperanza que se creó por el temblor, se forjó un espíritu de solidaridad entre el personal del Banco; la institución respondió con un profundo sentido humanitario para ayudar a los empleados y a sus familiares afectados por el temblor. En un alarde de eficiencia se restablecieron las operaciones bancarias en el país y con el exterior.
Se calcula que con el terremoto se perdieron 200,000 empleos, los daños materiales fueron invaluables, no sólo en edificaciones, sino en la infraestructura de varias ciudades y en los activos de la gente, las empresas y del sector público. La actividad económica declinó en 1985 y contribuyó a profundizar la crisis que se experimentó en la administración del Presidente Miguel de la Madrid (1982-1988), periodo en el que el Producto Interno Bruto se estancó, con un avance medio, poco significativo, de 0.2% anual, la inflación promedio se destapó a casi 90.0% por año y se registró una inflación de 8,684% en ese sexenio.
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