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jueves 21 de noviembre de 2024

Regreso a los kibutz

ANA CARBAJOSA/EL PAÍS

20 de enero 2013.-Hoy es el gran día para Inbal y Dori. Llevan dos años esperando este momento. El kibutz Gal-on decidirá esta tarde en asamblea si acepta a esta joven pareja israelí como miembros. Habrá una votación y, si todo va bien, Inbal y Dori se convertirán en una de las miles de parejas culpables de la resurrección del colectivismo en Israel.

Los cientos de kibutz que encandilaron a la progresía de medio mundo durante los primeros años de existencia de Israel cuelgan ahora el cartel de completo. Con 143.000 miembros, los kibutz no habían tenido nunca antes tantos pobladores en sus 102 años de vida. Hoy los jóvenes quieren sentir el contacto con la naturaleza y el calor de la vida en comunidad. Pero sobre todo vuelven porque el 75% de los kibutz han cambiado a golpe de asamblea la forma de organizarse. Los miembros aún comparten mucho –comedor, coche, escuela, sistema de pensiones…–, pero ya no tanto como antes. El individuo ha ganado terreno al grupo. Se han modernizado y adaptado a las exigencias de una sociedad más individualista, dicen unos. Se han descafeinado hasta casi perder su razón de ser, piensan otros. Lo cierto es que han cambiado y que ese cambio ha seducido a miles de israelíes, a los que la colectivización total asfixiaba. Tras décadas de declive, aquellos experimentos sociales que sorprendieron al mundo florecen de nuevo.

La joven pareja de Gal-on superó el test psicotécnico, el económico y la entrevista hace meses. Ahora forman parte de las 35 familias preseleccionadas que esperan una decisión final. A pesar de la trascendencia del momento, Dori dice que no está demasiado nervioso. Cuando le tocó salir al escenario a exponer los motivos por los que pedía el ingreso hace dos días ante el pleno de la comunidad, lo hizo casi a pelo, improvisó. Porque al fin y al cabo, él nació en este kibutz. Y aquí, en este vergel próximo a la depauperada franja de Gaza, casi todo el mundo lo conoce.

Saben que creció en la casa de niños del kibutz, donde las madres dejaban a sus bebés a los tres días de parir y donde los cuidadores criaban a todos los niños del kibutz por turnos durante las noches. Por las tardes eran los padres los que se ocupaban de sus hijos. Los recuerdos de la infancia de Dori, como los de muchos niños del kibutz, son memorias de una niñez feliz. “A mí me encantaba. Podía enredar y jugar toda la noche. Si teníamos algún problema, había un interfono para llamar a los cuidadores”. Crecieron niños independientes, muy capaces de relacionarse con su entorno, aseguran los defensores del modelo.

Pero la crianza colectiva fue precisamente la primera gran reforma del kibutz. La lideraron algunas madres que se negaron a abandonar a sus hijos por las noches. Con los años han aflorado multitud de trau­­mas infantiles. Los niños diferentes –el gordo, el feo, el lento, el sensible– cuentan, ya de mayores, que sufrían más de la cuenta sin tener al lado a unos padres que les ayudaran a amortiguar los golpes propios de la crueldad infantil. A Inbal, la otra aspirante a Gal-on, como a muchos otros israelíes, la idea de colectivizar hasta los hijos le espanta.

Las casas de niños ya no funcionan en ningún kibutz de Israel. Cada chaval duerme en casa con sus padres. El día lo pasan en la escuela infantil y jugando con los amigos entre el verdor de estos minipoblados, en los que no entran los coches. Los niños corretean y van de una casa a otra, sin que ninguna valla les corte el paso. Porque el kibutz es un lugar común. Lo dicen los estatutos y lo demuestra la arquitectura de estas comunidades repartidas por todo el país y que a simple vista podrían parecer una urbanización española con vecinos muy bien avenidos. Un paseo por el interior de cualquier kibutz enseguida desvela que esto es otra cosa.

A las nueve de la mañana es hora punta en el comedor comunal de Ein Hashofet, en el norte del país, en la Galilea. Huevos cocidos, aceitunas, arenques ahumados y una bonita cristalera por la que entra el sol y a través de la cual se puede ver a los alumnos del colegio. Decenas de hombres y mujeres de todas las edades llenan sus bandejas con un opíparo desayuno propio de un bufé de hotel de lujo. Aquí esto es el pan nuestro de cada día. Comida subvencionada a precio de saldo, a cuenta del fondo común.

Los 480 miembros depositan su salario en la caja comunal. A cambio reciben una paga mensual para sus gastos. La cuantía de la paga depende del tamaño de la familia. El kibutz se encarga del resto. Salud, escuela, universidad –que aquí consideran “una necesidad básica en la vida”–, pensiones para los mayores y cultura, entre una infinidad de servicios. Hay un lema que preside todo el invento y que resume muy bien la filosofía sobre la que se asienta el kibutz: “Todo el mundo pone lo que puede y recibe lo que necesita”.

Tienen un pub, un auditorio, un pequeño museo, una piscina, un dentista gratuito, un diario interno que da cuenta de nacimientos, muertes y otros eventos, y hasta un minizoo en el que cada niño adopta y da nombre a uno de los animales. Compran además bienes y servicios en bloque al mundo exterior, lo que les permite beneficiarse de ofertas como, por ejemplo, en teléfonos móviles.

Así se han organizado en Ein Hashofet cuatro generaciones durante 75 años. Desde que a finales de los años treinta, judíos polacos y estadounidenses recalaran en este pedazo de territorio. Las fotos de la época muestran un terreno baldío. En las imágenes algo posteriores se ven ya las pequeñas viviendas unifamiliares. Diminutas, porque no había lugar ni para niños ni para lavadoras ni para casi nada. Apenas una cama de matrimonio y poco más. El resto: baños, duchas, casas de niños, cocinas… todo era común. Con los años, las casas se fueron ampliando y ahora son pequeños chalés con todo tipo de comodidades.

Hoy, el 25% de los ingresos de Ein Hashofet proceden de la agricultura –aguacates, pollos, vacas– y el resto viene de la producción industrial. Elaboran un componente de las luces de neón y piezas de automóviles. La fábrica de helados y quesos da salida a parte de la producción láctea. Allí, un empleado masajea las cervicales de una compañera junto a las máquinas. El ambiente laboral es a todas luces muy relajado. Eitzik Shafran, uno de los miembros, explica que funcionan con todo tipo de ajustes laborales. Los jubilados, por ejemplo, pueden trabajar a tiempo parcial, si quieren, para seguir contribuyendo a la comunidad.

La aparente prosperidad esconde, sin embargo, importantes dificultades económicas. El azar, el destino y, sobre todo, la decisión de los padres fundadores quisieron que Ein Hashofet firmara sus contratos de distribución de piezas para automóviles con la General Motors (GM) estadounidense. Miguel Zarkus, el secretario general del kibutz, explica que “cuando GM entró en crisis, la producción en Ein Hashofet se paró”. Luego cambiaron las leyes ambientales y también perdieron el dominio del mercado de los componentes de las lámpa­­ras. Después llegó la crisis financiera global. “Empezaron los miedos. Antes nadie dudaba del sistema colectivo. Ahora ya hay gente que se plantea la privatización del kibutz. Cuando las familias tienen miedo, impera el sálvese quien pueda. El modelo comunitario es mucho más fácil cuando las cuentas están saneadas”, sostiene Zarkus, con barba cana y aire sesentayochero.

Ein Hashofet es uno de los 64 kibutz tradicionalistas que quedan en Israel. Uno de los que no han optado por la llamada privatización, por la que hasta 190 kibutz han dejado de compartir bastantes cosas, pero en los que todavía hay un fondo común para casos de enfermedades graves, jubilaciones, desempleo y otras necesidades acuciantes. Lo llaman privatización, pero en realidad casi lo único que no es común son los salarios. Operan bajo el principio de la responsabilidad mutua. Cuando un miembro flaquea, la comunidad sale al rescate. En los privatizados hay coches comunes, y multitud de decisiones todavía se votan en asamblea. La diferencia con los tradicionalistas es que el sueldo se lo guarda cada uno y lo gasta como quiere, salvo la cuota que se paga a la comunidad. Ese ha sido el gran cambio, el gran atentado a la premisa igualitaria del universo kibutz.

Ese es además el gran debate que la mayoría de los kibutz en Israel ha mantenido durante años y que ahora aterriza en Ein Hashofet: el de cómo competir en una economía globalizada y, sobre todo, el de cuánto compartir cuando vienen las vacas flacas. De momento, la mitad de los miembros están a favor de la mal llamada privatización, y la otra mitad, en contra. El tiempo dirá. Mientras, han plantado olivos y naranjos y empiezan a probar suerte con la energía solar.

Las privatizaciones son procesos largos que pueden durar seis u ocho años y en los que, votación tras votación, la comunidad se reinventa a sí misma. Shlomo Getz, profesor de la Universidad de Haifa y conocido como el gran experto en el colectivismo israelí, explica cómo nació la necesidad del cambio: “Algunos empezaron a envidiar la capacidad de consumo de los que no vivían en los kibutz. Veían cómo compraban coches, viajaban al extranjero… Luego estaba lo que llamamos problema de los aprovechados. No todo el mundo trabajaba igual, pero todos cobraban lo mismo y recibían lo que necesitaban. Igual solo había un 5% de aprovechados, pero muchos miembros tenían la sensación de ser los únicos que de verdad trabajaban y de que los demás se aprovechaban de ellos”.

Así, poco a poco, el 75% de los kibutz mudó de piel. Decidió seguir compartiendo, pero menos. Ese cambio, según los entendidos, ha favorecido la llegada en masa de nuevos miembros. “La gente vuelve porque la apertura [privatización] de los kibutz ha hecho posible que los jóvenes vivan en una comunidad, pero a la vez sean dueños de sus actos y de sus salarios. Que dependan menos unos de otros. Los kibutz son además un reducto de tranquilidad donde la gente vive con las puertas abiertas”, explica Marc Levy, director general del Movimiento del Kibutz, la federación de comunidades, en su sede en Tel Aviv.

La gran vuelta al kibutz de los últimos dos o tres años se produce después de un par de décadas de crisis profunda. En los años ochenta, los kibutz se encontraron con un nivel de endeudamiento desorbitado. Además, respondían solidariamente los unos de los otros, lo que supuso un problema añadido. La principal culpable de la crisis del modelo colectivo fue la gran inflación israelí de aquellos años. El paso de la casa de niños a la de los padres fue otro de los factores definitivos. Las familias se embarcaron en grandes inversiones para ampliar sus viviendas en un momento económicamente inoportuno. A la vez, las empresas propiedad de los kibutz empezaban a quedarse atrás, a ser incapaces de competir. Cuentan los miembros de las comunidades que se dieron cuenta de que para triunfar en la economía moderna había que especializarse, que no todos los miembros del kibutz servían para todo. Que el maestro o el que ordeñaba las vacas no podía convertirse en el gerente de la fábrica de un día para otro.

Coincidió además con un momento en el que el paternalismo estatal de los primeros años de vida de Israel empezaba a diluirse con un salto a la economía capitalista, que en algunos sectores se produjo a velocidad de vértigo. “Los kibutz empezaron a vaciarse”, relata Getz. “Las deudas eran de los kibutz, no de los individuos, y mucha gente simplemente se fue. Entonces surgió la necesidad de replantearse el sistema”, cuenta en el porche de su casa Gadot, en el norte, junto a Líbano.

La crisis forzó un gran pacto entre los bancos y el Estado. Condonaron parte de la deuda según la capacidad real de devolución de cada kibutz y, a cambio, las comunidades cedieron parte de sus tierras al Estado y privatizaron la industria láctea. Hoy día, la gran mayoría de los kibutz son empresas rentables. Muchos combinan la producción agrícola con la fabricación de todo tipo de productos. Envases plásticos, blindaje para coches, piezas de electrodomésticos. Casi de todo. Sus miembros suman apenas el 1% de la población de Israel, pero representan el 40% de la producción agrícola y en torno al 9% de la industrial.

Viendo la vitalidad que se respira en el comedor de Ein Hashofet, resulta casi imposible pensar que hace 15 años este kibutz, como los del resto del país, languideciera. Sucedió casi de repente, hace unos años, cuando empezó a llegar sangre nueva, parejas jóvenes que huían de la gran ciudad y la inseguridad urbana. Que buscaban un lugar agradable para ver crecer a sus hijos –aquí van en bicicleta a la guardería– y que anhelaban la vida en comunidad. Hoy, la lista de espera para entrar es de al menos un año. Cuando hay vacantes, los que superan la entrevista personal y las tres votaciones están dentro. Ahora, en Ein Hashofet esperan tener más tierras y algo más de dinero para poder ampliar.

El cambio ha permitido la supervivencia, pero también ha generado lo que algunos viven como nuevas contradicciones. Amikam Osem, un pionero veterano, lo explica muy bien. Dice que una cierta privatización ha sido necesaria. Bien. Que se abrieron las puertas y muchos miembros empezaron a trabajar fuera, en las ciudades. Mientras, las fábricas y los sembrados se llenaron de obreros de fuera –tailandeses y palestinos con pasaporte israelí sobre todo–. También bien. “El problema es que los beneficios de esos campos y esas fábricas siguen yendo a los miembros del kibutz, y eso no es justo. Si somos tan socialistas, habrá que repartir los dividendos entre los trabajadores, digo yo”.

En la inmensa mayoría de los kibutz no se ve una kipá, con la que se tapan la coronilla los judíos más religiosos. El perfil del pionero fundador del Estado de Israel era el de un judío laico y askenazí –de origen europeo– con ideales sionistas y socialistas. Se trataba de colonizar la tierra, de hacer florecer el desierto, como ordenaba el padre del país, David ben Gurión. De crear un nuevo mundo y de labrar la imagen del nuevo judío, en la que la cultura reemplazaría a la religión. Querían acometer revoluciones personales, “reducir la distancia entre lo que se dice y lo que se hace”.

Pero la presencia de la religión crece a marchas forzadas en Israel y eso también se nota en los kibutz. En algunos se construyen sinagogas y hay incluso un par que son religiosos al 100%. Es decir, no admiten por ejemplo miembros que no respeten las reglas del kashrut, las que el judaísmo impone para la alimentación, entre ellas la separación de carne y lácteos. El sabbat, el día de descanso, se cumple a rajatabla.

Es el caso de Sha’alvim, en el centro del país. Aquí, todas las cabezas van cubiertas con una kipá. Unos son nacionalistas-religiosos, y otros, haredim –ultraortodoxos–, “pero todos somos sionistas”, aclara Moshe Oren, uno de los fundadores. Hace esta aclaración porque parte de la comunidad ultrarreligiosa de Israel se declara antisionista y en contra de la creación del Estado de Israel. Piensan que solo el Mesías, cuando llegue, podrá fundar un Estado judío. Los religiosos de Sha’alvim pertenecen, sin embargo, a otra corriente. A la de los que piensan que el camino de la redención pasa por asentar la que consideran la tierra prometida. Son fruto del variadísimo cóctel ideológico-teológico que en Israel compite por la identidad del Estado. “Cuando llegamos, éramos religiosos, pero también teníamos ideales socialistas. No queríamos ser pequeñoburgueses”. A principios de los cincuenta, unas diez familias aterrizaron en estas tierras, pegadas a la frontera que hasta 1967 fue Jordania, con la idea de poblarlas y proteger las fronteras. Hoy viven aquí unas 70 familias, pero están construyendo un barrio nuevo para alojar a los que vienen. Oren nos recibe en su casa, un pequeño habitáculo decorado con fotos de la familia y todo tipo de objetos religiosos. Él es uno de los primeros pobladores. Nacido con el nombre de Marcel Tanenbaum, recaló en Sha’alvim en 1956 tras escapar del nazismo en Estrasburgo. Enseguida comenzaron a cultivar la tierra y a criar ganado. Hoy, buena parte de la actividad del kibutz gira en torno a la gran yeshiva hesder, donde estudiantes israelíes y estadounidenses combinan enseñanzas religiosas con el Ejército.

El caso de Sha’alvim es especialmente interesante, porque de alguna manera ilustra la emigración ideológica de ciertos sectores de la sociedad israelí. Oren y el resto de los llamados pioneros llegaron a Sha’alvim porque querían conquistar la tierra y participar en la construcción del Estado de Israel en el que creían. Los hijos de Oren –“con la ayuda de Dios tenemos muchos”– se consideran también sionistas e idealistas y viven en asentamientos en los territorios ocupados palestinos. “No se trata de colonizar, sino de liberar, porque esta tierra [Cisjordania] nos pertenece desde que Dios la creó”, estima Oren. Algunos de sus nietos –unos 50, dice que ha perdido la cuenta– viven en los outpost, grupos de caravanas incrustadas en el corazón de Cisjordania e ilegales incluso según la ley israelí. En los cincuenta, los pioneros, los idealistas patriotas, fundaban kibutz. Hoy levantan outposts y pueblan los asentamientos que ponen en peligro cualquier acuerdo de paz con los palestinos.

La intimidad de la gran familia del ki­­butz da calorcito, acoge. Pero también en ocasiones asfixia. “No solo conozco a todos los miembros del kibutz, sé también con quién se acuesta cada uno”, confiesa entre risas Amikan Osem, el pionero veterano que vive en Afikim, en el valle del Jordán. Este kibutz ha acogido a 100 nuevas familias en el último año. Osem conoce Afikim como la palma de su mano y le gusta enseñarlo subido en uno de los típicos triciclos eléctricos que circulan por los kibutz de todo el país y que se fabrican aquí. Deja escapar una mueca-sonrisa cuando recuerda los años de los –y sobre todo las– voluntarios/as. Muchos israelíes siguen añorando el desembarco de las nórdicas, las inglesas, las estadounidenses. “Aquí sabes quién es tu madre, pero nunca estás seguro de quién es tu padre”, dice un chascarrillo que recorre los kibutz y que hace alusión a aquellos años. La juventud internacional recalaba en este rincón del planeta, deseosa de aprender, de cumplir su sueño socialista… y de divertirse. Amoríos y rollos de verano hubo muchos. Matrimonios, también unos cuantos.

Ahora los jóvenes solidarios se embarcan en flotillas que aspiran a romper el embargo de la franja de Gaza, o por lo menos a llamar la atención sobre este castigo colectivo al más de millón y medio de palestinos que allí viven. Y los kibutz reciben ahora voluntarios cristianos sionistas y surcoreanos que quieren ver mundo, pero que no son necesariamente idealistas. “Es el precio de la ocupación. Ahora el mundo nos ve como opresores, como colonizadores”, admite Levy, director general del movimiento.

El perfil del voluntario ha cambiado. El del kibutz está todavía en mutación, se está reinventando. Por un lado ha resucitado el deseo de volver a la tierra. Los jóvenes se apuntan en las listas de espera porque quieren vivir una vida más simple y, en definitiva, ser más felices. Quieren vivir en comunidad, pero sin que el grupo les reemplace y decida por ellos. El consenso pasa a veces por diluir el invento. La esencia, sin embargo, permanece de momento. “El kibutz aún está buscando su identidad. No va a ser lo que era antes, pero todavía tiene que decidir qué quiere ser de mayor”, cree Diana Bogoslavsky, directora del conglomerado empresarial de los kibutz del valle del Jordán. El futuro es incierto. Tanto, que desde hace 20 años una legión de agoreros vaticinan la muerte del kibutz, que dicen que de la privatización a la defunción hay un paso. Pero por ahora disfrutan una segunda vida y con su nueva piel demuestran a diario que no hay una forma única de organizarse en sociedad, sino muchas.

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