ZALMEN GRADOWSKI/ LETRAS LIBRES/ FRAGMENTO
Zalmen Gradowski fue un Sonderkommando, vigilante judío encargado de conducir a los suyos a las cámaras de gas. Antes de morir en Auschwitz en 1944, escribió un desgarrador e inolvidable testimonio del horror. El infierno no es una abstracción teológica, es el sitio donde se concentra el Mal, donde se reducen los hombres a cosas, paso previo al exterminio.
En la sala donde se desnudan
En la amplia y profunda sala hay doce pilares que sostienen el edificio; ahora está brillantemente iluminada por una intensa luz eléctrica. Alrededor de las paredes y los pilares hay bancos con colgadores que hace ya tiempo han sido dispuestos para que las víctimas dejen en ellos sus ropas. Encima del primer pilar, un cartel clavado en el que puede leerse en varios idiomas que se ha llegado a los “baños” y que todos deben quitarse la ropa para que sea desinfectada.
Hemos coincidido con ellas, con las víctimas, y, petrificados, intercambiamos miradas. Saben todo, com- prenden todo: que no son baños, y que esta sala es el corredor de la muerte.
El lugar va llenándose de gente sin cesar. Siguen llegando camiones con nuevas víctimas, y a todas las engulle la “sala”. Estamos ahí, aturdidos, y somos incapaces de decirles una palabra. Aunque no es la primera vez: han sido muchos los transportes que hemos recibido, y hemos presenciado muchas escenas parecidas a esta. Pero nos sentimos débiles, como si fuéramos a desfallecer, a caer sin fuerzas junto a ellas.
Todos somos presa de estupor. Cubiertos por ropas ya viejas, rotas desde hace tiempo de tanto uso, hay cuerpos llenos de encanto y atractivo. Tantas cabezas de cabellos rizados, negros, castaños, rubios, y también algunas –pocas– de cabellos canosos, en las que lucen grandes y profundos ojos negros que nos miran, embrujadores. Ante nuestra vista se agitan vidas palpitantes y trémulas, en la flor de la vida, rebosantes de savia, empapadas en manantiales de vida, rosas que podrían seguir creciendo en un fresco jardín, bañadas en agua de lluvia, colmadas de rocío matinal. Con el resplandor del sol brillan las gotas resplandecientes de sus ojos de flor, como si fueran perlas.
No teníamos el coraje ni la firmeza para decirles a estas queridas hermanas que se desnudaran. Porque las ropas que llevaban puestas, incluso ahora, son las corazas, los escudos que protegen sus vidas. En el momento en que se desvistan y queden como su madre las trajo al mundo, perderán su última defensa, el último sostén del que ahora penden sus vidas. Y por eso no tenemos el coraje de decirles que se desnuden lo más rápido que puedan. Que aún permanezcan un momento, un instante más dentro de su coraza, arropadas por la vida.
La primera pregunta que surge de todos los labios es si ya han llegado sus maridos. Quieren saber si aún viven sus maridos, padres, hermanos, amantes, o si sus cuerpos yacen inmóviles en alguna parte, los están quemando las llamas y de ellos ya ni rastro queda. Y si ellas se han quedado solas, abandonadas y con un hijo que ya es huérfano. Quizás haya perdido para siempre a su padre, a su hermano. Pero entonces, ¿para qué vivir, por qué iba a querer seguir viviendo? “Dime, hermano”, dice una de ellas, resignada –su mente hace tiempo se ha hecho a la idea de que ha de abandonar la vida y el mundo para siempre–. Se dirige a nosotros valientemente, con una nota de firmeza en su voz: “Decidnos, hermanos, ¿cuánto se tarda en morir? ¿Es una muerte penosa o fácil?”
Pero no les está permitido demorarse en aquel lugar. Las bestias asesinas no tardan en manifestarse. El aire es rasgado por los gritos de los bandidos borrachos, impacientes por saciar su sed con la desnudez de mis queridas y hermosas hermanas. Los porrazos arrecian sobre las espaldas, cabezas y cualquier otra parte de los cuerpos con la que tropiezan, y rápidamente van cayendo al suelo las prendas de vestir. Algunas se avergüenzan, quisieran ocultarse donde fuera, con tal de no exponer su desnudez. Pero aquí no hay un solo rincón, aquí ya no existe la vergüenza. La moral y la ética van a la tumba, junto con la vida.
Algunas se abalanzan sobre nosotros como hechizadas, como enamoradas se lanzan a nuestros brazos y nos ruegan con miradas avergonzadas que las desvistamos, quieren olvidarse de todo, no quieren pensar en nada. Al pisar el primer escalón de la tumba ya han saldado todas las cuentas con el mundo de ayer, con su moral y principios, con sus ideas éticas. Y ahora, en el umbral de la fosa, mientras aún permanecen en la superficie de la vida y siguen sintiendo, perciben todavía que necesita disfrutar el cuerpo, quieren darle todo lo que desee, el último placer, la última alegría que sea posible obtener en vida, ahora quieren emborracharlo, saciarlo antes de morir. Por ello desean que ese cuerpo que palpita intensamente, pleno de sangre y de vida, sea acariciado, mimado por la mano de un hombre extraño, que sea el más cercano amante, aquí y ahora, quien lo acaricie. Y sentir de ese modo como si la mano del esposo o del amante fuese la que acariciara y mimara su cuerpo consumido por la pasión. Quieren emborracharse ahora, las queridas hermanas, las hermosas mías. Y sus labios ardientes se tienden hacia nosotros con amor, quieren besarnos apasionadamente, mientras esos labios siguen con vida.
Llegan raudos más camiones repletos de víctimas; estas entran en la sala. Entre las filas de mujeres desnudas muchas se abalanzan sobre las recién llegadas, llorando y gritando de manera atroz; es que las hijas desnudas han reencontrado a su madre y se besan y abrazan, se alegran de volver a estar juntas. Y la hija se siente feliz de que su madre, de que el corazón de su madre, la acompañe a la muerte.
Todas se desnudan y forman en fila, unas lloran y otras se quedan quietas, como petrificadas. Una se arranca el cabello y habla furiosamente consigo misma. Cuando me acerco a ella escucho solamente estas palabras: “¿Dónde estás, amado esposo mío, por qué no vienes a verme, si soy tan joven y hermosa?” Las que están cerca me dicen que el día anterior, en el calabozo, ha perdido la razón.
Otras nos hablan en voz baja, serenas: “¡Ay!, si somos tan jóvenes, tenemos ganas de vivir, hemos disfrutado tan poco de la vida.” No nos piden nada, porque saben que somos igualmente víctimas, como ellas. Pero hablan, simplemente por hablar, porque el corazón está colmado de pena y antes de morir quieren hablar con alguien que está vivo y contarle sus sufrimientos.
Unas mujeres en grupo se abrazan y besan, son hermanas que se han encontrado allí y se apretujan hechas un ovillo.
Allí está también una madre desnuda sentada en un banco con su hija en el regazo. Una criatura, una niña que aún no ha cumplido quince años. Estrecha la cabecita contra su pecho y la besa por todas partes. Y una corriente de cálidas lágrimas se derrama sobre su sangre joven. La madre llora por su niña, a la que con sus propias manos pronto conducirá a la muerte.
En la sala, en la inmensa tumba, brilla ahora una nueva luz. A un lado del gran infierno se alinean los blancos, alabastrinos cuerpos de mujer que esperan la apertura de las puertas del infierno que les franqueará el camino hacia la tumba. Nosotros, los hombres, vestidos, estamos frente a ellas y las miramos petrificados. No somos capaces de discernir si la escena que contemplamos es real o si se trata solamente de un sueño. ¿Hemos aterrizado acaso en un mundo de mujeres desnudas donde pronto serán objeto de un diabólico juego? ¿O estamos en algún museo, en el taller de un artista al que mujeres de todas las edades, mostrando la más amplia gama de expresiones en sus gestos, suspiros y callado llanto, han venido por su propia voluntad para posar como modelos?
Porque lo que nos sorprende es que estas mujeres, en lo que parece una excepción a tantos otros transportes, permanezcan tan serenas. En su mayoría incluso parecen animosas y despreocupadas, como si nada estuviera pasándoles. Miran de frente a la muerte con una valentía, una serenidad que nos dejan estupefactos. ¿Acaso no saben lo que les espera? Las contemplamos compasivamente porque vemos alzarse ante nosotros otra estampa de horror: estas vidas palpitantes, estos mundos en ebullición, el ruido, el alboroto que surge de ellas, en unas horas habrá muerto, yacerá inmóvil. Sus bocas enmudecerán para siempre. Esos ojos brillantes que ahora las dotan de tanto encanto, tanta magia, quedarán detenidos, apuntando hacia una única dirección, como si fueran a sondear la eternidad de la muerte.
Estos hermosos cuerpos seductores que ahora florecen llenos de vida tendidos quedarán en el suelo, como seres repugnantes revolcados en el lodo y la mugre de la tierra, sus limpios cuerpos alabastrinos maculados por las deyecciones.
De la boca de perla se arrancarán los dientes junto con la carne, y la sangre correrá a raudales.
De la nariz perfilada manarán dos ríos: uno rojo, otro amarillo o blanco.
Y el rostro blanco y rosado se tornará rojo, azul o negro por efecto del gas.
Los ojos desorbitados estarán inyectados en sangre, y será imposible reconocer a la mujer que ahora mismo tenemos ante nosotros. Y dos heladas manos cortarán los ensortijados cabellos y arrancarán los pendientes de sus orejas y los anillos de sus dedos.
Después, dos hombres extraños cubrirán con guantes sus manos o las envolverán con trozos de tela, ya que estos cuerpos –ahora blancos como la nieve– tendrán entonces un aspecto repulsivo y no querrán tocarlos con las manos desnudas. Arrastrarán a esta joven y hermosa flor por el suelo de cemento, helado y mugriento. Y su cuerpo arrastrado barrerá toda la suciedad que encuentre en su camino.
Y como si se tratara de un animal repugnante, será lanzada, arrojada sobre un montacargas que la enviará al fuego de allí arriba, al infierno, y en pocos minutos esta carne humana se convertirá en cenizas.
Ya podemos ver, ya percibimos su fin inminente. Observo estas vidas palpitantes que aquí ocupan un gran espacio, que ahora mismo representan mundos enteros, y dentro de unos minutos se alzará ante mis ojos otra imagen: la de un compañero llevando una carretilla de cenizas hacia la gran fosa. Ahora estoy junto a un grupo de unas diez o quince mujeres, y muy pronto todos sus cuerpos, todas sus vidas cabrán en una carretilla de cenizas. De quienes ahora están aquí no quedará el más mínimo rastro, todas ellas, que han ocupado ciudades enteras, que tenían un lugar en el mundo, serán borradas en breve, arrancadas de cuajo, como si nunca, como si jamás hubieran nacido. Nuestros corazones están destrozados por el dolor. Sentimos en nosotros mismos, sufrimos en carne propia la angustia de su paso de la vida a la muerte.
Nuestros corazones se llenan de compasión. ¡Ay, si pudiéramos sacrificar trozos de nuestra vida en su lugar, en lugar de nuestras queridas hermanas, seríamos tan felices! Ahora querríamos estrecharlas contra nuestro corazón dolorido, besar todo su cuerpo, embriagarnos con la vida que está a punto de desaparecer. Dejar grabada en el corazón esta imagen de sus vidas que aún palpitan y llevar eternamente en el fondo de nuestros corazones estas vidas que se apagarán ante nuestros ojos. Todos somos presa ahora de pensamientos de pesadilla. Ellas, las queridas hermanas, nos miran con asombro: por qué parecemos tan “trastornados”, si ellas están serenas. Ahora darían lo que fuera por hablar con nosotros, preguntarnos qué será de ellas cuando hayan muerto, pero no se atreven y el secreto no les será revelado hasta el final.
Por ahora, aquí está la gran masa desnuda que dirige petrificada sus miradas en una sola dirección, mientras un oscuro pensamiento va tejiéndose en su mente.
En un rincón han quedado todas sus pertenencias, mezcladas en un ovillo, un revoltijo. Las ropas que hace un instante se han quitado al desnudarse. Son ellas, sus cosas, las que ahora no les permiten mantener la calma. A pesar de saber que ya no las necesitarán, permanecen atadas a ellas por múltiples lazos, aún conservan el calor de sus cuerpos. Ahí están, en desorden; aquí un vestido, allí el chaleco que tanto abrigaba. ¡Ay, si pudieran volver a ponerse esas ropas, qué bienestar sentirían, qué dichosas serían!
¿Será cierto, pues, que su situación es tan trágica que ya nunca más vestirán sus cuerpos esas ropas?
¿Se quedarán ahí abandonadas, tiradas? ¿Nunca más volverán a verlas?
Ay de esas ropas, ahora huérfanas. Son como testigos, advertencias, indicios de la muerte inminente.
Ay, quién vestirá esas ropas cuando ellas hayan muerto. Una sale de la fila y va hacia un pañuelo de seda que ha quedado atrapado bajo el pie de un compañero. Lo recoge rápidamente y vuelve a fundirse en la fila. Le pregunto por qué necesita ese pañuelo. “Es un recuerdo” –me contesta la joven en voz baja–. Y quiere llevárselo a la tumba.
El vertido del gas
En el silencio de la noche se oyen los pasos de dos personas. A la luz de la luna se vislumbran las dos siluetas. Se colocan las máscaras para verter el mortífero gas. Llevan dos grandes bidones metálicos, que pronto aniquilarán a miles de víctimas. Dirigen sus pasos hacia el búnker, hacia el profundo infierno, hacia allí avanzan sigilosamente. Serenos, fríos, impasibles, como si se dispusieran a realizar una labor sagrada. Su corazón es de hielo, sus manos no tiemblan ni una sola vez, con paso inocente se acercan a cada “ojo” del búnker enterrado; allí vierten el gas y después tapan el “ojo” abierto con una pesada tapadera para que el gas no pueda salir. A través de los ojos-orificios les llega el intenso y doloroso gemido de la masa, que ya se debate con la muerte, pero su corazón no se conmueve. Sordos, mudos, con frialdad impasible avanzan hacia el segundo “ojo” y vuelven a verter el gas. Así van cubriendo hasta el último de los “ojos”, y entonces se quitan las máscaras. Ahora marchan orgullosos, llenos de coraje y contentos. Han cumplido con una importante tarea para su pueblo, para su país. Acaban de dar un paso más hacia la victoria…
Los preparativos para el infierno
Es preciso endurecer el corazón, matar toda sensibilidad, acallar todo sentimiento de dolor. Es preciso reprimir el horroroso sufrimiento que recorre como un huracán todos los rincones del cuerpo. Es preciso convertirse en un autómata que nada ve, nada siente y nada comprende.
Los brazos y las piernas se dedican a trabajar. Allí hay un grupo de compañeros, cada uno ocupado en su labor. Se jala con fuerza hasta extraer los cuerpos de la madeja, este por una pierna, aquel otro por un brazo, lo que resulte más cómodo. Parece que en cualquier momento van a desmembrarse por los incesantes tirones. Después se arrastra el cuerpo por el mugriento y frío suelo de cemento, y su hermosa blancura alabastrina, como si fuera una escoba, va recogiendo toda la suciedad, todo el polvo que encuentra en su camino. Se toma el cuerpo, ahora manchado, y se lo coloca boca arriba. Te miran unos ojos ya vidriosos, como si preguntaran: “¿Qué harás ahora conmigo, hermano?” Más de una vez reconoces a alguien con quien compartiste ratos antes de que entrara en la tumba. Tres personas se disponen a preparar los cuerpos. Con unas frías tenazas, uno de ellos se introduce en la hermosa boca en busca de algún tesoro, de algún diente de oro, y cuando lo encuentra, lo arranca con carne y todo. Otro, con las tijeras, corta los cabellos ondulados, despoja a la mujer de su corona. El tercero arranca deprisa los pendientes de las orejas, y más de una vez las deja manchadas de sangre. Y los anillos que no salen fácilmente también se arrancan con tenazas.
Ahora ya se los puede llevar el montacargas. Dos hombres mecen los cuerpos como si fueran leños y los lanzan sobre la plataforma; cuando han sumado siete u ocho, se avisa con un bastonazo y sube el montacargas.
En el corazón del infierno
Allí arriba, junto al montacargas, cuatro hombres esperan. A un lado, dos arrastran los cuerpos al “depósito”; los otros dos están encargados de conducirlos directamente hacia los hornos. Los cuerpos son alineados de dos en dos ante cada una de las bocas del horno. Los niños pequeños están apilados a un lado y van siendo arrojados a razón de uno por cada dos adultos. Se colocan los cuerpos sobre la “tabla de purificación”[5]–una angarilla de hierro–, y entonces se abre la boca del horno y se empuja la angarilla hacia el interior. El fuego infernal extiende sus lenguas como brazos abiertos y atrapa el cuerpo de inmediato, como si fuera un tesoro. Lo primero en arder son los cabellos. La piel se llena de ampollas y en pocos segundos estalla. Los brazos y piernas comienzan a contorsionarse porque las arterias se encogen y ponen los miembros en movimiento. El cuerpo entero arde intensamente, estalla la piel y puede oírse el crepitar del fuego avivado por la grasa derramada. Ya no se ve un cuerpo, sino una sala en la que arde un fuego infernal que consume algo en su interior. El vientre estalla. Los intestinos y las entrañas brotan rápidamente de su interior y en pocos minutos no queda traza de ellos. La cabeza tarda más en arder. De las órbitas surgen unas llamitas azules que centellean, los ojos arden junto con los sesos ocultos que de este modo se manifiestan, mientras en la boca sigue calcinándose la lengua. El proceso dura en total cerca de veinte minutos, durante los que un cuerpo, un mundo, se ve reducido a cenizas.
Te quedas petrificado, observando. Ahora colocan a otros dos sobre la angarilla. Dos seres, dos mundos que tenían un sitio entre la humanidad, que vivían, existían, hacían y creaban. Que trabajaron para el mundo y para sí mismos, que estaban poniendo un ladrillo sobre el gran edificio, tejiendo un hilo para el mundo y el porvenir; y en veinte minutos no quedará de ellos el más ínfimo vestigio.
Aquí yacen otras dos, las han lavoteado. Dos mujeres hermosas y jóvenes, que han debido de ser espléndidas. Ocupaban su sitio en la tierra, ocupaban dos mundos enteros; cuánta dicha y placer dieron al mundo, cada una de sus sonrisas era un consuelo, cada mirada una alegría, cada una de sus palabras tan encantadora como un canto celestial, y allí donde posaban sus pies traían consigo la alegría, el placer. Tantos corazones las amaron, y ahora están las dos sobre la angarilla de hierro y pronto se abrirá la boca infernal y en minutos no quedará de ellas ni el más ínfimo vestigio.
Ahora disponen a tres más. Una criatura apretujada contra el pecho de su madre; cuánta dicha, cuánta satisfacción sintieron esa madre y su padre cuando el niño nació. Construían un hogar, tejían un futuro, el mundo era para ellos un idilio, y en veinte minutos no quedará de ellos ni el más ínfimo vestigio.
El montacargas sube y baja transportando incontables víctimas. Como en un gran matadero yacen aquí apilados los cadáveres, esperando en fila su turno y que se los lleven.
Treinta bocas infernales arden al unísono en los dos grandes edificios y engullen un sinnúmero de víctimas. No habrá de pasar mucho tiempo antes de que cinco mil personas, cinco mil mundos sean devorados por las llamas.
Los hornos arden y rugen como olas tempestuosas, los hornos fueron encendidos hace ya tiempo por las manos de los bárbaros, los asesinos del mundo, que aspiran a espantar con la luz de sus llamas las tinieblas de su mundo de horror.
El fuego arde firme y sereno, nada lo impide, nadie lo apaga. Sin parar recibe más víctimas, como si el antiguo pueblo de mártires hubiera nacido especialmente para eso.
Vasto mundo libre, ¿verás algún día esta inmensa llama? Y tú, hombre libre, si alguna vez ante el crepúsculo –estés donde estés– elevas tus ojos hacia el alto cielo, hondamente azul, y lo ves cubrirse de llamas a lo lejos, has de saber, hombre libre, que ese es el fuego de este infierno donde sin parar se consumen seres humanos. Quizás un día su fuego caliente tu helado corazón y funda el hielo de tus manos frías, para que así puedas venir a apagarlo. O quizás tu corazón eche alas de coraje y bravura y sustituyas a las víctimas que nutren el fuego de este infierno, para que arda aquí eternamente y que en sus llamas sean devorados quienes lo encendieron. ~
Traducido del ídish por Varda Fiszbein
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