Holocausto y memoria en el siglo XXI

EL PAÍS

La destrucción deliberada y sistemática de un pueblo o grupo étnico se considera desde la perspectiva jurídica internacional el crimen más atroz entre todos los crímenes. Le llamamos genocidio. Un crimen contra la humanidad. Un crimen que nos cuesta entender. Y, pese a todo, ha estado presente de manera repetida, bajo diversas formas, en nuestra historia reciente.

El Holocausto, es decir, el asesinato masivo de judíos en Europa durante la II Guerra Mundial, representa el paradigma de ese crimen contra la humanidad, que tuvo como objetivo el exterminio del pueblo judío. Su sinrazón fue el sustrato sobre el que se acordó la Convención de Naciones Unidas sobre el Genocidio, adoptada en 1948. Por ello, el Holocausto (la Shoa) es un referente necesario para los investigadores de otros genocidios, tanto en la identificación de las etapas de construcción ideológica, como en los métodos de deshumanización, y finalmente en lo relativo a la sistematización del asesinato. Pero, sobre todo, el Holocausto constituye el paradigma sobre el que se miran otros genocidios porque representa sin ambages la intención del exterminio, esto es, el asesinato (individual o masivo) de cada uno de sus miembros, sin excepción.

Esa fue la voluntad del régimen nazi. Asesinaron a los judíos donde pudieron, en sus casas, en la calle, en las montañas, en los campos; los dejaron morir de hambre, de enfermedad o de agotamiento. Y todo eso, en aplicación de una ideología antisemita que establecía una sociedad construida sobre el predominio racial en la que no había lugar para los judíos.

La historia del Holocausto está ampliamente documentada, como muestran los archivos de Yad Vashem (72 millones de páginas de documentación, cerca de 300.000 fotografías y 23.000 objetos). Existen numerosos estudios sobre el Tercer Reich y sobre la ideología que se escondía tras los asesinatos de judíos. Existen testimonios gráficos, sonoros, escritos, de víctimas y de testigos. E investigaciones sobre el contexto político, social y económico en el que se produjo el proceso de exterminio. Y, sin embargo, su conocimiento es todavía insuficiente. Debemos trabajar más y mejor en la educación porque esa es la clave de su conocimiento. La transmisión de la memoria del Holocausto requiere la enseñanza de la historia, pero también la formación en valores que enfaticen el respeto a culturas diferentes, especialmente en el valor de la convivencia como un objetivo en sí mismo. Una labor pedagógica destinada a conocer y reconocer la identidad del otro (en este caso, el hecho judío, y no solo en su vertiente histórica sino igualmente en su realidad presente y su vínculo con Israel), resaltando el enriquecimiento que representa la diversidad de nuestra sociedad e inculcando actitudes de respeto ante la misma.

La educación en materia del Holocausto es más que la mera transmisión de información a nuestros estudiantes. Requiere reflexión y debate en nuestras aulas, aflorando con ello preguntas para las que la historia no siempre tiene respuestas y de las que pudieran depender nuestro futuro. ¿Qué indujo a los autores a comportarse como asesinos?; ¿cómo pudo “un sistema” convertirse en un aparato de asesinatos?; ¿podría repetirse la historia?; ¿qué implicaciones futuras podría tener la negación de la existencia del Holocausto?

En este contexto, cobra especial relevancia la iniciativa del Gobierno de España —aproximándose a la legislación de países como Francia, Alemania, Bélgica, Suiza o Austria— de abordar la reforma del código penal en materia de incitación pública a la violencia o al odio, dirigida contra un grupo definido por su religión o creencia, su ascendencia o su origen étnico (antisemitismo); así como la apología pública, negación o trivialización de los crímenes de genocidio (negacionismo del Holocausto). Con esta nueva legislación, España integraría en su normativa el espíritu de la resolución de Naciones Unidas, de enero de 2007, que condenó “sin reservas toda negación del Holocausto”.

En el año 2008, España se incorporó como miembro de pleno derecho a la actualmente denominada Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, de la que forman parte 31 Estados, incluidos países de la UE, Estados Unidos, Canadá, Argentina e Israel. En su carta fundacional (Declaración de Estocolmo, 2000) se establece que los países miembros “debemos reforzar el compromiso moral de nuestros pueblos y el compromiso político de nuestros Gobiernos, para asegurar que las futuras generaciones puedan comprender las causas del Holocausto y reflexionar sobre sus consecuencias”. En este sentido, nuestro mayor reto reside en profundizar en el trabajo en materia de educación, con la implicación activa de las autoridades educativas, profesores, estudiantes, familias y el conjunto de la sociedad.

La investigación sobre el Holocausto nos enseñó la existencia de un lado oscuro del hombre y cómo el genocidio puede parecer justificable cuando se dan las adecuadas circunstancias. ¿Ofrece la Europa de la crisis económica y social del siglo XXI de nuevo circunstancias que permitan mostrar esa sombra del hombre? Los historiadores señalan varios pasos en el camino del genocidio, desde la clasificación y el aislamiento de seres humanos al exterminio. Y la negación del exterminio como punto final del proceso. ¿En cuál de todos ellos se sitúa la propuesta del partido ultraconservador húngaro de elaborar listas de judíos?

Sin duda, entre el exterminio y su negación se sitúa la transmisión de la memoria como única barrera de contención a la repetición de la barbarie. A ella se refería Jorge Semprún en su última alocución pública, en la conmemoración del 65º aniversario de la liberación del campo de Buchenwald: la Europa unida, que hoy es símbolo de paz, se construyó sobre las cenizas de los campos de exterminio nazi, sobre la memoria de los millones de muertos que produjo el Holocausto.

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