JULIÁN SCHVINDLERMAN/ INFOBAE
La vocación autodestructiva de muchos ricos y famosos es legendaria. Desde Marylin Monroe a Linsday Lohan, desde Kurt Cobain a Amy Winehouse y desde Charlie Sheen a Lance Armstrong, los casos se suceden con la misma vorágine con la que éstos pasan del set del estudio a la discoteca, de la portada en Vogue a la fiesta regada de drogas, de la cima al lodo. Casi todos hacen el recorrido. Algunos lo sobreviven. Muchos no.
Un par de años atrás, el modisto británico y estrella de la casa Christian Dior, John Galliano, tropezó y cayó. Y cayó hondo. En dos ocasiones diferentes se enredó en grotescas peleas públicas en bares, repletas de insultos antisemitas y racistas. A una mujer le dijo “sucia judía” y a su acompañante “bastardo asiático de mierda”, en otra oportunidad espetó a una mujer “puta y fea judía”. En una de estas instancias, mala suerte para él, fue filmado. El video, accesible en youtube, muestra a un Galliano sentado, bebiendo y fumando, y afirmando cosas tales como “amo a Hitler”, “la gente como usted tendría que estar muerta, su madre, su padre, todos en la cámara de gas” y diciéndole “fea” a una camarera que le dijo que él tenía un problema.
Su conducta patotera y xenófoba apenas encajaba con la imagen de elegancia, sofisticación y glamour tan típicas del mundo fashion. Él fue universalmente condenado, Dior lo despidió, una corte francesa lo halló culpable de crímenes de odio y lo sentenció a pagar una multa de aproximadamente seis mil euros. Galliano intentó explicar sus actos oprobiosos alegando que estaba con estrés y bajo el efecto del Valium y el alcohol; una imagen poco profesional que tampoco agregaba demasiado a su currículm vitae. Luego se disculpó públicamente: “No adhiero a esas opiniones, nunca han sido mis convicciones… El hombre del video no es Johan Galliano, es el envoltorio de John Galliano”. Pero ya nada era suficiente. Habiendo manifestado su amor por Hitler en un café de Paris era realmente muy poco lo que él podía hacer. El presidente de Francia Francois Hollande le quitó la más alta distinción que la nación le había conferido, la Legión de Honor. Marginado del mundo de la moda y convertido en un paria entre celebrities, Galliano se sumió aún más en el alcoholismo. Había emprendido, así parecía, un viaje sin retorno hacia la total autoinmolación.
Pero la resurrección no tardaría en llegar. Recientemente, Oscar de la Renta anunció que ha invitado a Galliano a trabajar en su estudio en Nueva York durante unas semanas. “Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad, sobre todo alguien tan talentoso como John” acotó el diseñador dominicano. El mundo de la moda pronto lo perdonará. Él ya atravesó su período de penitencia y sus diseños son demasiado codiciados como para privar a las estrellas de vestirlos. Galliano estuvo mal, se admitirá, pero se le debe permitir dar vuelta la página. Después de todo, el tribunal no lo condenó a cadena perpetua.
Supongo que eso es justo. Aunque el alcoholismo o la adicción a los somníferos no son excusas para el antisemitismo o el racismo -dudo que la mayoría de los bebedores de un buen Malbec o los consumidores de Valium, aún en sus momentos de alegría o sueño, adoren a Hitler o despotriquen contra los asiáticos, las mujeres y los judíos (con la notoria excepción de Mel Gibson)- si el hombre se ha arrepentido genuinamente y ha expresado su mea culpa, tiene derecho a poder ver la luz al final del túnel. ¿Acaso no se le ha perdonado a Coco Chanel su colaboración con los nazis durante la ocupación alemana de Francia? Al excéntrico diseñador británico se le puede dar un pase por algunas frases desafortunadas. No es que a un mal precedente se le deba agregar otro encima. Es tan sólo que la moraleja de esta historia ya quedó plasmada.
La caída y resurrección de John Galliano prueban que el combate cívico contra el antisemitismo y otras formas de racismo ha sido exitoso. Su descenso al ostracismo y posterior ascenso demuestran que en la actualidad no es gratis ser un xenófobo. Su caso da cuenta de que uno hoy no puede jugar al neonazi y porfiar contra las minorías sin ser socialmente castigado. Eso es un triunfo de la civilidad. Esto no significa que la lucha universal contra el antisemitismo y el racismo esté terminada. Ni por lejos. La lección que nos deja el caso Galliano es otra: tenemos derecho a ser prejuicios, pero tenemos también la obligación de pagar un precio por ello. Galliano pagó el suyo. Ya puede volver al ruedo.
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