La ofensa y el perdón. 2a Parte

VICTORIA DANA PARA ENLACE JUDÍO

EL PERDÓN

Las ofensas que describo en mi artículo de la semana pasada, podrían parecer graciosas a algunos, imposibles de aceptar a otros y, para todos, actos de una verdad que tristemente debemos asumir. El ser humano es capaz de provocar humillación y dolor en otro ser humano por el simple deseo de divertirse, por intolerancia al que es distinto, y a causa del odio generado a través de prejuicios, ignorancia y frustraciones.

Los ultrajes, maltratos, humillaciones, o como prefieran llamarles, que describo, están documentados. Son hechos que realmente sucedieron y, aunque no tenemos el desenlace de cada uno de ellos, hacen que surja la pregunta: ¿se puede perdonar? Tal vez… cuando la ofensa no pasa de ser una travesura. Recuerdo en mi época escolar “el robo de refrigerios”, “los chicles embarrados en las sillas”, “los apodos”, “las lagartijas en la espalda”, “las agujetas de los tenis amarradas unas con otras”, acciones que nos divertían aunque a veces nos hicieran tropezar, enojar y sufrir, pero que no nos marcaron por el resto de nuestra vida. Era posible perdonar y, sin duda, lo hicimos. Aprendimos a tolerar a los bromistas deseando se olvidaran un tiempo de nuestra presencia y terminábamos soltando la carcajada con ellos.

Perdonamos una falta de respeto, una palabra mal dicha, una desobediencia en casa. Los padres vivimos, en el intento de educar a nuestros hijos, un largo puente entre el castigo y el perdón. El mismo que retomarán ellos de regreso, culpándonos de aquello que les aqueja y les ha hecho de una manera y no de otra. Entendemos como padres que, a pesar de haber actuado lo mejor posible, nos equivocamos: esperamos ser también perdonados.

Vladimir Jankélévitch, un filósofo de la postguerra, en su obra El perdón, analiza este gesto como una gracia, el perdón es el regalo que se da en un instante: “El hombre roza el límite del puro amor, y eso dura el instante de una chispa fugitiva, de una chispa brevísima que se enciende al apagarse y surge al desaparecer” (Le pardon, 1998). Me remite a la película de Violines en el cielo, donde el hijo, ante el padre muerto, recuerda su rostro por unos segundos y en lo que dura ese instante, lo perdona, en un acto amoroso.

EL OLVIDO

El que perdona, según Jankelevitch, no debe olvidar la ofensa. Debe estar absolutamente consciente de qué es lo que está disculpando. Se perdona no por una serie de justificaciones; se perdona no porque… sino a pesar de, con la consciencia absoluta de que esa humillación existió y sigue ahí, pero con el indudable deseo de iniciar un encuentro con ése Otro que ha ofendido. El que perdona, dice Jankelevitch, se lanza a la aventura de una relación donde vuelve a tener cabida el amor:
“Que el padre del hijo pródigo acoja al arrepentido en su casa, es justo y se comprende. Pero abrazarlo, ponerle el mejor vestido, matar el novillo y celebrar un festín en honor del arrepentido, ahí tenemos la inexplicable, la injusta, la misteriosa fiesta mayor del perdón”.

LO IMPERDONABLE

Sin embargo, Jankelevitch también reconoce que hay crímenes que no pueden perdonarse: “El perdón murió en los campos de la muerte”, nos dice.

Primo Levi, sobreviviente del Holocausto, quien escribió terribles memorias sobre esos tiempos en su testimonio Si esto es un hombre, niega la posibilidad de perdonar como un acto gratuito y ambos autores se cuestionan: “¿Hay arrepentimiento en los verdugos?”

En la tradición judía, el perdón está visto desde esta posibilidad, como nos explica el Rabino Yerahmiel Barylka:
“El perdón, incluso, el perdón de uno a sí mismo, que permitirá al pecador arrepentido vivir sin culpa por el error cometido, exige un proceso personal de reparación, cercano casi a un volver a vivir o a un nacer nuevamente. Las acciones tratan de retrotraer a la persona del pecador a una situación más compleja que la que podría haberse obtenido únicamente a través de haber vuelto atrás el reloj de la existencia personal al instante anterior al del error. Con ello no sería suficiente. Es menester dar marcha atrás a la historia personal y limpiar las aureolas que dejaría la falta, en la personalidad y en la conducta”.

Primo Levi niega la posibilidad del perdón: “No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno, a menos que haya demostrado (en los hechos, no de palabra y no demasiado tarde) haber cobrado conciencia de sus culpas… si quieren, que se levanten los muertos y perdonen, a nosotros sólo nos queda el deber de la memoria”.

Podría parecer que la víctima se ha inundado de rencor, se ha alimentado de odio y por ello, como bien dice Regina Llergo en sus comentarios a mi artículo, se envenene a sí mismo. Entonces, lo más sano sería que perdonara, pero… ¿a quién? Cuando a Jankelevitch le cuestionaban el por qué no había perdonado a sus verdugos, él respondía: “¿Nos han pedido alguna vez perdón?”

El ofendido puede perdonar, pero no puede arrepentirse por el otro: ¿Para qué la gracia, si el “desesperado” tiene buena conciencia, come bien y duerme bien?

Diez años después de la muerte del filósofo, aparece una correspondencia inédita de 1980. Un joven, Wiard Raveling, le escribe pidiéndole perdón: “Soy completamente inocente de los crímenes nazis, pero eso no me consuela…tengo una mala conciencia y experimento una cierta mezcla de vergüenza, piedad, resignación, tristeza, incredulidad y rebeldía. No siempre duermo bien”.

A esto se refería precisamente Vladimir Jankelevitch:

“Esperé esta carta durante treinta y cinco años. Quiero decir, una carta en la cual la abominación es plenamente asumida por alguien que no tuvo nada que ver… Es usted el primero y, sin duda, el último que encontró las palabras necesarias fuera de correcciones políticas y de piadosas fórmulas ya hechas”.

El perdón es un acto que va más allá de fórmulas hechas, de códigos legales, de acciones penitenciarias. Los actos de ultraje deben castigarse, pero la puerta al perdón debe quedar abierta.

También deberían pedir perdón aquellos que han involucrado y siguen involucrando a los menores en actos de violencia y los incitan a “la lucha” por una causa u otra.

Los condenan a ser monstruos, a encarnar el mal por el resto de su vida.

En estos momentos hablar de generosidad y amor suena romántico, cursi, del siglo pasado, pero es nuestra única posibilidad: “sólo a través del amor seremos capaces de recuperarnos como seres humanos y de acuerdo al rabino Barylka, empezar a vivir nuevamente”.

Para que un comienzo se hiciera, fue creado el hombre.
San Agustín.

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Victoria Dana de Jerade: