DAVIDMILSTEIN/JORNALDOSHIL8
Sé muy poco. En realidad, casi nada de mis abuelos.
El nombre David que llevo conmigo es el de mi abuelo materno, y el de mi Hermano es Noah de nuestro abuelo paterno.
Mi memoria conserva a mi tío Abraham Z” L” describiendo la salida repentina de mi padre y sus diez hermanos de la casa de mi abuelo, cuando la revolución bolchevique llegó a sus puertas, cada uno tomando su camino.
Brasil, Israel y Estados Unidos fueron los destinos y nadie ni siquiera miró hacia atrás.
En el pequeño shtetl de Yaruga, a las márgenes del río Dniester, quedó la pareja de viejos, mis abuelos, a la espera paciente de los pocos inviernos que aún les restaban.
De Yedenitz, en la Besarabia, salió mi madre, que desembarcó en Olinda y fue al encuentro de su hermano Zisse, residente en la capital de Paraíba, João Pessoa.
Todo sucedió en la década de 1930 y, con certeza, lo que más pesaba en el equipaje era el dolor de la separación, las dudas de un futuro incierto y una gran dosis de idishkeit.
No conocí a mis abuelos. No tuve nunca alguien a quien llamar “Zeide”.
Hace 4 meses vino al mundo Marina, mi primera nieta, con sus cristalinos ojos azules para iluminar nuestras vidas.
Será que ella me va a llamar “Zeide”?
Qué preocupación más imbécil, la mía. Porque todos corren atrás de otros títulos. Daniela, mi hija mayor, firma “PhD”. Alejandro, mi yerno, es abogado, doctor. En nuestro Shil estoy rodeado de CEO’s, asesores, profesores, doctores, consultores de todos los tipos y extracciones, rabinos, bachilleres, licenciados…
Pero, Ribonó shel ha Olam, yo no quiero ninguno de esos diplomas; nadie tiene que llamarme “doctor”. Aquí entre nosotros, yo solamente quiero que ahora, en el final del segundo tiempo, alguien me llame “Zeide”.
Motivos? No tengo. Yo sólo quiero ser parte del universo de las palabras en este enloquecido siglo 21 y aún insisto en hablar.
Palabras que oí en mis primeros días de vida y que hoy nadie ni siquiera balbucea: Najes, Mejaie, Tote, Mome, Bobe, Momeligues y Pulkale.
Ustedes, Pablos, Brunos, Sergios y Ricardos, acompañados de Claudias, Stephanies y Mónicas, que tan rápidamente absorbieron el download, delete, page down, facebook, milkshake o notebook, no tendrían un pequeño espacio para el intraducible vocabulario de nuestros abuelos?
Habré fallado en mi misión de vida si mi nieta no me llama “Zeide”. Habré ayudado a colocar una pala más de cal en aquello que fue una pujante obra de literatura, cine y canción.
Recuerdo como si fuera hoy cuando los domingos visitábamos a mi tío Moisés Royzen, en el barrio de Tucuruvi, en aquel perezoso ómnibus de la línea 42 mis padres evitaban conversar en idish. Miedo.
La Segunda Guerra recién había terminado y no teníamos aún Medinat Israel.
Miedo, nunca más.
Han pasado casi 70 años y hemos llevado al camposanto a nuestras Jaikes, Mindels, Sures, Yankels, Moishes y Shloimes.
Será que quienes quedaron no deben cargar nada de ese delicioso fardo cultural, que aún puede terminar en un banquete de guefilte fish, vareniques, knijalaj mit a bissale shmaltz?
Marina, mi querida primera nieta, nuestra más reciente razón de vivir, tu viejo abuelo no tiene mucho que pedirte.
Tengo sí que hablar con el Patrón, allá arriba, y pedirle para vos salud, felicidad y que esta vida te traiga solamente alegrías.
Y si… en el medio de toda esta parafernalia en que vivimos, entre las clases que vos ciertamente tendrás de inglés, francés, bat mitzvá, karate, yudo, natación, rikudim, yoga y ese noviecito que a cada rato te llama por teléfono, si tienes un tiempito:
¿Me podrías llamar “ZEIDE”?
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