LUIS M. ALONSO/LNE.ES
La noche del 30 de enero de 1933, hizo el miércoles ochenta años, las SA y las SS berlinesas, junto con diversas formaciones de civiles y veteranos de Stahlhelm, participaron en una larga marcha iluminando el cielo de Berlín con sus antorchas. Cuando los nazis cruzaron la Puerta de Brandenburgo horas después de que Hindenburg aprobase el nombramiento de Adolf Hitler como canciller, las multitudes apiñadas en las aceras entonaron Horst Wessel y la brutalidad quedó legalizada sobre las cenizas de la vieja República de Weimar. El grito de la sangre era acallado por los altavoces y Alemania empezó a precipitarse hacia el basurero de la historia empujada por el sueño nacionalsocialista.
Esa noche, un joven dentista, Bruno Langbehn, se hallaba allí profiriendo gruñidos junto a otros camaradas de camisa parda. Martin Davidson, escocés productor de televisión en el Reino Unido, estaba aún lejos de enterarse de que su abuelo había sido uno de los nazis exaltados que más tarde vengarían en las calles la muerte de Maikowski a manos de unos comunistas todavía sobrecogidos por la crecida hitleriana. Hans Maikowski era un camorrista de los más violentos cuyo nombre pasó a denominar cualquier acción vandálica de las SA. Los camisas pardas hablaban de «hacer un Maikowski» cuando la violencia superaba el hecho habitual de patearle el culo a un judío.
Por lo que concierne a Davidson, creció creyendo que su abuelo no era más que un dentista jubilado chistoso amigo de contar viejas historias. Sí, existían indicios de que, al igual que sucedió con muchos alemanes de su generación, los esqueletos bailaban alrededor de Langbehn: por ejemplo, la afición a reunirse con los kriegskameraden de la guerra. Sin embargo, nada podía haberle preparado para lo que vino después: el pasado del abuelo Bruno se desveló tras su muerte en 1992.
Si la verdad ha de servir para confortar al que la teme, Langbehn no era más que un miembro del Partido Nazi. Eso sí, poseía la insignia de oro que sólo tenían los que se habían adherido desde el primer momento. Aún más inquietante resultó la revelación de que el abuelo había sido también miembro de las SS y lucido en la cabeza el infame anillo de la muerte, decorado con calaveras talladas y signos rúnicos, otorgado personalmente por Himmler.
Durante más de una noche de insomnio, Davidson rumió la culpa de su progenitor. El compromiso de su abuelo con el nazismo había sido largo, profundo y sincero. No existían evidencias de que hubiera participado en ninguna de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo había abrazado la idea nacionalsocialista con tanto entusiasmo que se convertía en «el nazi perfecto». Con ese prototipo en mente, escribió un libro que tituló así y publicó Anagrama hace no demasiado tiempo.
Con el viaje al pasado de su abuelo, Davidson montó una historia convincente e inquietante. Según los estándares convencionales, Bruno Langbehn sería una figura trivial, incluso irrelevante, pero es precisamente esa oscuridad lo que hace interesante al personaje. Nacido en 1906 en la pequeña ciudad prusiana de Perleberg, su generación proporcionó abundante tropa de choque a la extrema derecha. Tenía el temple del lansquenete: demasiado joven para luchar en la Primera Guerra Mundial, se convirtió en estado de embriaguez a la violencia sin comprender verdaderamente lo que significaba.
Cuando todavía era adolescente, leyó con avidez Tempestades de acero, la glorificación sobreexcitada que Ernst Jünger escribió sobre la guerra, y se dejó atrapar por el resentimiento antisemita y nacionalista que inspiró a los primeros conversos. Enamorado de la violencia callejera, se unió a las SA de Röhm y tuvo la ocasión de volverse rematadamente loco en los últimos días de la República de Weimar, bramando contra la democracia. Davidson admite, como una de sus conclusiones, que las posibilidades de que su encantador abuelo se abstuviese de golpear a judíos o socialistas apenas existen o son infinitesimales.
Bruno Langbehn, «el nazi perfecto», asistió a las reuniones de Nuremberg, se sumó a las SS en 1937 y acabó convirtiéndose en el jefe del gremio de los dentistas de Berlín, tras adquirir a buen precio el material de cirugía perteneciente a un judío que se había suicidado. Su historia, como el nieto escocés se encargó de escribir, es un cuento con moraleja, un vivo ejemplo del daño que incluso los hombres más insignificantes pueden causar en tiempos de locura. Un habitante modélico de aquella filial del infierno en la Tierra en la que Goebbels hacía que la verdad oficial cojeara tanto como él. La verdad de los «monstruos normales» como Langbehn.
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