EZEQUIEL MOLTÓ/EL PAÍS
Antonio Ballesta Martínez figura todavía en la lista de fallecidos del campo de concentración de Mauthausen, pero en realidad murió definitivamente este fin de semana en Alicante a los 102 años de edad por una insuficiencia renal. Ballesta, según confesó años más tarde, logró sobrevivir por puro azar, ya que intercambió su identidad y su placa con Rafael Millá, quien murió en el campo de concentración de Gusen en septiembre de 1942. El superviviente solía decir que prefería “olvidar que odiar”, pero sus atroces experiencias en el campo de concentración le acompañaron durante toda su vida.
Ballesta, hijo de un ferroviario, nació en Albatera (Alicante) en 1910. Cuando comenzó la Guerra Civil se alistó como miembro de la Guardia Nacional Republicana y recaló en Extremadura, Valencia y Barcelona. Tras la victoria de Franco huyó a Francia, donde colaboró en la construcción de campos de refugiados para los exiliados. Pero, en junio de 1940, con la derrota de las tropas francesas, acabó de prisionero de guerra en manos de los nazis. Ballesta, en una entrevista publicada en 2007 por la asociación cultural Alicante Vivo, rememoró las duras condiciones vitales y el trato vejatorio que sufrió en Mauthausen (Austria) entre los años 1941 y 1945.
Allí fue el preso 4.270. Un número que no olvidó jamás, y que aprendió a pronunciar en perfecto alemán porque de lo contrario recibía un severo castigo. “Nos daban latigazos con una manguera llena de arena, la pena mínima eran 25 golpes, y a 25 grados bajo cero”, recordaba.
En la localidad francesa de Belfort, preso por los nazis, se enteró de que iban a trasladarle al campo de concentración de Gusen y dejaba solo a su mejor amigo en Mauthausen. Entonces, según su testimonio, acordó intercambiar “destino y suerte” con Rafael Millá, hijo del que fuera alcalde de Alicante durante la guerra, Rafael Millá Santos, fundador del PCE en Alicante y destacado líder frente a la revuelta militar de julio de 1936.
En Mauthausen sufrió todo tipo de calamidades. “Me dieron con una trenza de cables eléctricos que me quitaron la piel de las nalgas durante semanas”, recordaba este preso que vio morir a compañeros, pasó frío, hambre y terror. Tras la guerra, se instaló en París y contactó con otros españoles en el exilio para intentar rehacer su vida.
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