Entre la falsedad y la ambigüedad

JULIO MARÍA SANGUINETTI/LA NACIÓN

Nuestro país, Uruguay, fue pieza fundamental de la resolución de las Naciones Unidas que en noviembre de 1947 creó dos Estados, el árabe y el judío, dividiendo el territorio de Palestina, a la sazón bajo mandato británico. El gobierno uruguayo de la época trabajó activamente, integró la comisión especial que hizo el proyecto y, por supuesto, votó la partición, que en aquel momento apoyaron Washington y Moscú. La Argentina, por el contrario, se abstuvo.

Desgraciadamente, como se sabe, los países árabes no aceptaron aquella resolución, por su fanatismo de seguir negando a Israel, declararon la guerra y dejaron sin solución a los miles de palestinos que vivían en ese territorio, muy dispersos y aún sin verdadera conciencia nacional. La mayoría de ellos, incluso, habitaba en Jordania.

Cuánta sangre se habría ahorrado de haberse reconocido entonces lo que hoy se trata de construir tan trabajosamente en Palestina…

Las Naciones Unidas ahora declaran que allí existe un Estado palestino cuando, en realidad, hay dos territorios con gobiernos diferentes: uno, el que fue a pedir ese estatus, y el otro, que sigue al pie de su reclamo fanático de que desaparezca Israel, reivindicando la lucha armada y ejerciendo la acción terrorista. Entre sí ambos gobiernos se odian y ni siquiera los ciudadanos palestinos pueden circular libremente entre sus dos zonas. ¿Es eso un Estado?

Ese acto internacional cuestiona un futuro que ya de por sí es oscuro. Ante todo, porque no se sigue con lo que se acordó en Oslo y no asume lo más importante: que la paz sólo se puede alcanzar sobre la base de un diálogo y del mutuo reconocimiento. Los palestinos aspiran a tener un Estado cabalmente reconocido; Israel, a vivir en paz, con fronteras reconocidas. Si lo primero se concede graciosamente, es de lógica elemental que el diálogo se va haciendo ilusorio. Y como consecuencia natural se aleja aún más la perspectiva de la paz.

Para nosotros es preocupante que tanto Uruguay como todo el Mercosur vayan modificando sus posiciones tradicionales y ya no aborden el fenómeno terrorista con la claridad de antes. Cuando el reciente conflicto, la Argentina, Brasil, Uruguay y Venezuela emitieron un comunicado en el que se les reclamaba a ambos, por igual, que se abstuvieran del ejercicio de la fuerza, ignorando -por lo tanto- que la agresión había comenzado en Gaza, con miles de misiles que durante meses y meses venían degradando la vida de la población israelí de la zona, acosada constantemente por el temor al atentado. Se aludía también a la “desproporción de fuerzas”, lo que obviamente cuestionaba una intervención israelí que no era ataque, sino defensa y que, además, se hacía sobre un territorio que voluntariamente había entregado en 2005, en concesión que de nada sirvió para acercarse a la normalidad.

Esa declaración marcó entonces un viraje importante en la política de la región. No es tampoco ajena a ella la actitud frente a Irán, Estado hoy cuestionado por toda la comunidad internacional por sus proyectos atómicos y que se sienta en las Naciones Unidas proclamando su deseo de destruir a otro miembro de esa organización. El presidente Ahmadinejad hasta niega el Holocausto judío. El hecho es que la Argentina ha comenzado unas enigmáticas negociaciones sobre el tema de la AMIA, y Uruguay mantiene contactos políticos con el régimen iraní que van mucho más allá de la relación comercial.

Si no reconocemos que Hamas es una organización internacionalmente declarada como terrorista; si no distinguimos entre ésta y un Estado democrático; si nos da lo mismo el agredido que el agresor; si ignoramos que mientras una parte reconoce a la otra, ésta postula su desaparición, estamos realmente hundiéndonos en la falsedad y la pérdida de rumbo.
¿Esto quiere decir que estemos de acuerdo con los nuevos asentamientos que propone el gobierno israelí? Para nada. Tampoco creemos que estas medidas ayuden. Pero hay que volver al principio de las cosas y asumir que sin diálogo no habrá nunca paz y que ésta sólo vendrá con un reconocimiento recíproco. Mientras la mayor parte de las mezquitas sigan siendo escuelas de odio y venganza, difícil será todo. Y si esto no se asume cabalmente, para enfrentarlo, seguiremos en el terreno de los hechos y la violencia. La comunidad internacional tiene que sincerarse y nuestros Estados, hoy en la ambigüedad, también.

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