Más que una gorra

VICTORIA DANA PARA ENLACE JUDÍO

A veces el azar nos lleva a entender muchas cosas. Jamás hubiera dado importancia a la gorra o al sombrero de un personaje, si no hubiera visto la película Laughing in the darkness, donde se retrata de manera entretenida y minuciosa, la vida especialmente rica y llena de significado de Sholem Aleijeim. Así que agradezco al Festival de cine judío, haberme acercado a este documental.

Al final de la película, se relata la última historia escrita por nuestro autor, ahora convertido en personaje: Un hombre debe regresar a su casa. Se encuentra terriblemente cansado y, en lo que espera la llegada del ferrocarril, se sienta en la banca del andén y se queda dormido. Con el ruido de la locomotora se despierta ansioso; sin fijarse apenas, toma su gorra, se la pone y corre a alcanzar el tranvía. De repente, asombrado, se da cuenta de que ahora lo miran con respeto: hasta le ofrecen viajar en primera clase. Sin entender mucho, se deja llevar. Ya en el vagón, se observa en el espejo.Se da cuenta que ha confundido su gorra y ahora porta la de un militar. Intenta corregir el error, bajarse del tren, pero es demasiado tarde: no puede volver, para él no hay retorno; no hay forma de regresar en el tiempo. Y al final de la historia declara: ésa será la tragedia del pueblo judío.

Intenté realizar una pequeña búsqueda sobre gorras y sombreros en la literatura. Por supuesto que sale a relucir El sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón. El atuendo digno de un personaje que se comporta “con discreción y mesura”, hasta que su mujer lo desenmascara, a pesar de su digno sombrero.

Pero acercándonos más en la época de Sholem Aleijem, nos encontramos a Gustav Flaubert muy bien acompañado de Madame Bovary. Sorpresivamente, la novela comienza describiendo al niño Charles Bovary:

“…y el “novato” aún seguía con la gorra entre las rodillas. Era uno de los tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, de chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya fealdad tiene profundidades de expresión, como el rostro de un imbécil”
Difícil imaginar siquiera, cómo habrá sido esta gorra que el pobre niño Charles no sabía si dejar sobre sus rodillas, tenerla entre las manos, ponerla en la cabeza o tirarla en el suelo. Una gorra ridícula para un niño insulso.

No tengo idea si Sholem leyó a Flaubert o si Franz Kafka leyó a Sholem, pero encontramos de nuevo la gorra en la novela de Kafka, América.

El joven Karl Rossman, de apenas quince años, llega a América solo, sin conocer a nadie, pero por suerte, encuentra a un tío muy rico, al tiempo que pierde su baúl con todo lo que había traído de Europa; entre otras cosas, la gorra que le había comprado su madre para usar en Nueva York.

El tío lo lleva a su mansión como El protegido, lo viste como todo un señor –con sombrero elegante-, y le procura clases de inglés y de equitación, además de comprarle un piano, por el simple deseo de complacer al sobrino. Pero como en todas las historias de Kafka, el joven transgrede una prohibición y, por pequeña que nos parezca la falta, en la literatura kafkiana eso es inadmisible: el tío, a través de su mejor amigo, manda una carta donde le pide que no vuelva y que jamás trate de comunicarse con él. Así la autoridad lo arroja de su paraíso en América.

Karl está a punto de marcharse cuando recuerda que olvidó su sombrero en una habitación de la finca. El amigo le comenta que no lo necesitará y le ofrece una gorra. Al probársela, el joven se maravilla. La gorra le queda muy bien, es perfecta para él. Antes de marcharse, el amigo del tío le devuelve también su baúl y, de esta manera, al revisar sus cosas, descubre que la gorra, por supuesto, era la suya. La que su madre había comprado para él.

Karl se queda solo, en medio de una ciudad inhóspita con lo único que le pertenece: el baúl y su gorra. Además de la fotografía de sus padres, son los vínculos que lo sujetan al pasado y a una identidad. A través de su gorra, él puede seguir siendo Karl Rossman, alemán, nacido en Praga, extraño inmigrante cuyo pasaporte es el pasado que ahora le regresan con burlas.

Hay un momento en que Karl comenta que podría proseguir su camino con la cabeza descubierta. ¿Se puede andar por el mundo con la cabeza descubierta?

Recuerdo la historia de otro joven: Jack Handeli. Sobreviviente del Holocausto, plasma su testimonio en De Salónica a Jerusalén. Handeli ha perdido a sus padres y hermanos, a sus amigos, su casa, su ciudad: a todo un universo que deja de existir. No pueden restituirle su pasado en forma de baúl o de gorra, ni siquiera en fotografía. Curiosamente, al finalizar la guerra, tiene un gran deseo: comprar un sombrero estilo Borsalino. Jack mismo no se explica esta necesidad.

¿Estaba buscando una identidad, al igual que Karl Rossman? ¿Deseaba regresar a sus orígenes como el personaje de Sholem Aleijem? ¿Tenía deseos de “ser elegante” como el ilustre Señor Corregidor?

Ahora utilizamos la gorra deportiva para atajar el sol. Los sombreros han caído en desuso de la misma manera como se diluyen las identidades en esta época más global que nunca.

Si me observo en el espejo, no sabría qué gorra o sombrero ponerme. Tal vez inventaría uno parecido al de Charles Bovary que me convirtiera en bufón. ¿Seremos acaso herederos de Whalt Whitman quien, según él, se ponía y se quitaba el sombrero, dentro y fuera de su casa como le daba la gana?

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Victoria Dana de Jerade: