EL PAÍS
Para comprender cuál es la causa profunda del conflicto árabe-israelí basta con detenerse a examinar varios acontecimientos recientes.
En primer lugar estuvieron los comentarios de dos líderes de la Autoridad Palestina (AP).
En un discurso dirigido por televisión a sus partidarios en Gaza, el presidente de la AP, Mahmud Abbas, invocó los nombres de los “mártires” en el panteón de la historia de Palestina.
Entre los mencionados figuraban terroristas convictos, cuyas manos están manchadas con la sangre de víctimas inocentes, incluidos niños. Pero lo más inquietante de todo fue su referencia a Amin al Huseini.
Al Huseini fue el mufti de Jerusalén durante la II<TH>Guerra Mundial, tristemente famoso por su colaboración con Adolf Hitler. La historia tiene documentadas las reuniones que celebraron, las fotos que se hicieron y los planes que elaboraron. Al Huseini incluso ayudó a reclutar musulmanes para las infames Waffen-SS nazis.
Negar el vínculo entre el pueblo judío y Jerusalén es ignorar la historia e insultar a la inteligencia
Desde luego, si el objetivo de Abbas era agrandar la brecha que le separa de Israel, no podía haber mencionado a un personaje más despreciable que Al Huseini. Además, en el mismo discurso, Abbas volvió a hablar del “derecho de retorno” de los palestinos. Esta es una condición no negociable, como comprende cualquier observador razonable del conflicto. El retorno supondría la avalancha de millones de palestinos en Israel y el fin del Estado judío. Y, por cierto, la definición de “refugiados” en el caso palestino es diferente a la de todas las demás poblaciones de refugiados del mundo. El término abarca no solo a los refugiados originales de la guerra de 1948 —desencadenada por la invasión árabe de Israel— sino también, por asombroso que parezca, a todos sus descendientes, a perpetuidad.
Por si fuera poco, el ministro de Asuntos Religiosos de la AP, Mahmud Al Habash, repitió hace poco otra afirmación habitual de los palestinos: que el pueblo judío no tiene ningún vínculo histórico con Jerusalén. El difunto Yasir Arafat dijo eso mismo, para consternación del presidente estadounidense Bill Clinton, durante las negociaciones de paz de Camp David en 2000-2001. Los palestinos podrían haber obtenido entonces un acuerdo histórico para implantar la solución de dos Estados, pero, como relató después el dirigente norteamericano, Arafat no estaba dispuesto a hacerlo.
Jerusalén y el pueblo judío tienen una íntima relación —metafísica, espiritual y geográfica— desde hace literalmente miles de años. Negar ese vínculo es ignorar la historia, impide la confianza y constituye un insulto a la inteligencia.
La paz en un conflicto se construye cuando las partes están decididas a llegar a un acuerdo. Cuatro Gobiernos israelíes consecutivos han ofrecido su apoyo público a la solución de dos Estados. La AP, a diferencia del grupo terrorista Hamás, debería ser la parte interlocutora en ese proceso.
¿Pero cómo puede serlo si sus dirigentes alaban el legado de los colaboradores de los nazis, insisten en soluciones que destruirían a Israel y pretenden que los judíos no tienen ninguna relación con su tierra ancestral?
Mohamed Morsi realizó en 2010 una nauseabunda diatriba antisemita
Por otra parte, hay que tener en cuenta unos comentarios que hizo Mohamed Morsi en 2010 pero que hasta ahora no habían salido a la luz. En un discurso y una entrevista televisada, el líder de los Hermanos Musulmanes, que se convirtió en presidente de Egipto en 2012, clamó contra Israel, el sionismo y los judíos.
Según The New York Times, Morsi declaró: “No debemos nunca olvidarnos, hermanos, de alimentar el odio de nuestros hijos y nuestros nietos hacia ellos: los sionistas, los judíos”. Los niños egipcios, dijo, “deben nutrirse de odio; el odio debe continuar”. “Estas sanguijuelas”, continuó, “que atacan a los palestinos, estos instigadores de guerras, descendientes de monos y cerdos… Han avivado las llamas de las luchas civiles en todos los sitios en los que han vivido durante toda su historia. Son hostiles por naturaleza”.
No es la primera vez que un dirigente árabe lanza una nauseabunda diatriba antisemita, aunque los medios de comunicación occidentales prestan menos atención de la que deberían a este odio sin matices. Pero el hecho de que proceda de un personaje que hoy dirige el país más poblado del mundo árabe, con la responsabilidad de mantener el tratado de paz de 1979 entre Egipto e Israel, le otorga un peso especial.
Desde que se publicaron estos comentarios, varios portavoces egipcios han dicho que las citas están sacadas de contexto, pero ¿es verdad? Si se escuchan el discurso y la entrevista en su totalidad, su sentido no cambia un ápice.
Nos han dicho asimismo que el mundo árabe emplea la hipérbole y que, por tanto, no hay que tomar el significado literal muy en serio. Pero lo que dijo Morsi es lo que los Hermanos Musulmanes, su base política tradicional, predican desde hace decenios.
Algunos egipcios afirman que los dirigentes judíos dicen ese mismo tipo de cosas insultantes sobre los árabes, pero, si hay quienes lo hacen, esas personas no ocupan la presidencia de un país, y al instante surge alguien que les lleva la contraria.
Y por último, otros dicen algo tan poco creíble como que el antisemitismo no existe en Egipto. Si eso es verdad, ¿por qué prácticamente todos los judíos egipcios han ido abandonando el país, dentro del éxodo masivo de refugiados judíos en el mundo árabe?
La paz entre árabes e israelíes es un objetivo fundamental, pero exige un clima que permita construir la confianza mutua. El lenguaje inflamatorio e insultante y las convicciones fanáticas llevan a la región justo en la dirección contraria, hacia la tragedia. Y países como España, que desean tener voz en el proceso de paz de Oriente Próximo, deberían recordárselo a los presidentes Morsi y Abbas y a otros líderes árabes.
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