JEAN MEYER/EL UNIVERSAL
Las elecciones de enero no han cambiado nada en Israel; los reacomodos pactados por Benjamín Netanyahu para tener un gobierno viable no han modificado para nada el problema clave, el problema palestino. Ni se mencionó en la campaña electoral o en las plataformas de los partidos. Uno puede dudar en el tema nuclear iraní: ¿atacará Israel y cuando? ¿Dejará el asunto en manos de Estados Unidos? En el tema palestino, por desgracia, uno puede apostar sin temor a perder que no habrá Estado palestino en un plazo razonable. Barbudos fanáticos, religiosos devotos, demagogos nacionalistas, limpiadores étnicos y mucha gente sin adjetivo comparten la idea que no debe existir un Estado palestino. De hecho, que la izquierda o la derecha esté en el poder no ha cambiado ni cambiaría nada.
Desde la catastrófica victoria del 1967 Israel se ha encerrado en la idea de que puede seguir adelante, ignorando a su entorno árabe. No hizo caso al padre fundador David Ben Gurion, el cual aconsejaba sabiamente devolver cuanto antes los territorios ocupados. Tampoco escuchó la profecía de Abba Eban: “No es posible gobernar permanentemente una nación extranjera sin una ideología y una retórica chovinas y excluyentes, incompatibles con la moral del judaísmo de los profetas o del sionismo clásico”. Triunfó esa ideología, esa retórica, y por eso Israel se encuentra cerca de comportarse como el gobierno blanco de África del sur, antes de la abolición del apartheid.
El reparto territorial de la antigua Palestina bajo mandato inglés es el siguiente: hoy, Israel —con 5 millones 500 mil judíos y un millón 800 mil “árabes”— ocupa 78% de aquel territorio, mientras que la Franja de Gaza, dirigida por Hamas, ocupa 1.3% y tiene una sobrepoblación de un millón 600 mil habitantes. Cisjordania, con 20.3% del territorio, cuenta tres millones de palestinos y 650 mil judíos, de los cuales la mitad vive en el “Gran Jerusalén”. Cisjordania está estratégicamente dividida en tres zonas: la A, administrada por la Autoridad Palestina; la B, bajo autoridad palestina pero controlada por los servicios de seguridad hebreos; y la C, con el resto que incluye las colonias judías, cuyo crecimiento ha sido imparable.
Esta ocupación, de hecho, de poco más de 85% de la antigua Palestina y el crecimiento sostenido de ciudades y colonias judías en la parte oriental de Jerusalén y en toda Cisjordania han destruido la solución de dos Estados, proclamada durante los años de 1947 y 1948 por la Organización de las Naciones Unidas y aceptada, en teoría, por los gobiernos israelíes. En diciembre del año pasado Netanyahu autorizó la construcción de 11 mil nuevos departamentos en la prolongación de Jerusalén oriental, lanzando un gigantesco spot publicitario en favor de los asentamientos en territorio palestino.
Amigos israelíes lamentan todo esto y siguen luchando para parar una evolución que se antoja irresistible. No se trata solamente, me dicen, de la “derechización” de la sociedad israelí y del ascenso de los “barbudos”, sino de una vieja incapacidad a ver la realidad de frente. El avance del centroizquierda en las últimas elecciones no va a cambiar nada. Quizá se pueda frenar la influencia creciente de los religiosos y obligar a los ultraortodoxos a hacer el servicio militar, pero no hay esperanza de que se cambie la línea estratégica territorial.
¿Entonces? Si no desmantelan la mayoría de las colonias existentes, si no paran su crecimiento agresivo, si no ofrecen a los líderes palestinos la posibilidad material de construir el Estado palestino quedará en pocos años un solo Estado, llamado Israel, que cubrirá todo el territorio de la Palestina de 1920-1947. Y de repente los hebreos se encontrarían en minoría. ¿Qué harían con la mayoría árabe, musulmana y cristiana? ¿Expulsarla? ¿exterminarla? ¿Mantenerla, entre murallas y vallas, en pequeños cotos incomunicados? ¡Qué locura!
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Profesor e investigador del CIDE
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