Francisco Carrión/elmundo.es
El “caos o yo”. Fue la oferta que Hosni Mubarak lanzó a sus súbditos en las postrimerías del régimen. Dos años después de su ocaso, Egipto flirtea con la pesadilla del “colapso” que dibujó el jefe del Ejército hace tan solo unas semanas. La amarga herencia del dictador -fabricada de abismos sociales, brutalidad policial o mordazas- amenaza con atragantar la digestión de una lenta y compleja transición democrática.
“Por supuesto que mereció la pena la revolución. Antes era un sueño votar en unas elecciones libres. Ahora es una realidad”, replica a ELMUNDO.es Ahmed Seif, un veterano activista y fundador del centro de derechos humanos Hisham Mubarak. “Hay que esperar y tener paciencia. La revolución continuará hasta lograr todas las demandas, pero no será pronto. Al menos hemos roto el muro del miedo”, agrega.
La senda hacia la democracia que la noche del 11 de febrero de 2011 inauguraron despreocupados bailes y emocionados abrazos no ha sido un camino de rosas. No está siéndolo. La tutela inicial de los militares se deslizó hace un embrollo legal todavía no resuelto.
Uno de los principales frutos de las revueltas, el primer parlamento democrático de la historia egipcia, se desvaneció el pasado junio en los tribunales. Como también se esfumó hace un mes la cadena perpetua a Mubarak. La sensación de que cualquier avance está sujeto a revisión y anulación ha hecho la ruta aún más titubeante e incierta.
Con los nuevos comicios legislativos previstos para esta primavera, la amenaza ya no son los militares -que regresaron a los cuarteles y asistieron a la jubilación forzosa de su vieja guardia- sino la extrema polarización política. Desde que el pasado noviembre Mursi desatara los truenos con el decreto que le blindaba, la travesía se ha tornado tortuosa.
La guerra ha levantado dos trincheras: el bloque formado por los Hermanos Musulmanes y sus aliados salafistas y la oposición integrada por no islamistas y cristianos. La disputa, más enconada desde la aprobación de la Constitución, ha convertido en fiasco cualquier tentativa de diálogo. Mientras tanto, la oportunidad que alumbró Tahrir se desangra con la parálisis económica o la pervivencia del brutal aparato policial.
Libertades bajo amenaza
La caída de Mubarak abrió las puertas a una primavera de nuevos medios de comunicación. “Los medios de comunicación estatales, los privados controlados por magnates próximos a la dictadura y los que eran propiedad de la tradicional oposición política sirvieron para desinformar”, decía a este diario por aquel entonces el periodista Ibrahim Eissa, fundador del rotativo ‘Tahrir’.
Dos años después, la prensa se enfrenta a las mordazas de los nuevos inquilinos del poder, los islamistas. La televisión estatal se ha limitado a efectuar un sencillo cambio de lealtades; el Gobierno renovó la cúpula de los diarios públicos colocando a editores cercanos a su ideología y las demandas o los cierres temporales de medios no han cesado.
Según la Red Árabe para la Información de Derechos Humanos, las denuncias por insultar al jefe del Estado se han disparado desde la llegada a palacio en junio de Mohamed Mursi. En apenas cuatro meses, los 24 periodistas y personalidades procesados por calumnias han pulverizado los registros de una cláusula establecida en 1892 y que en las tres décadas de Mubarak tan solo contabilizó cuatro casos.
La mudanza democrática todavía no ha realizado reformas legislativas o estructurales significativas. La nueva y polémica Constitución, cuya redacción final fue boicoteada por laicos y cristianos y aprobada en referéndum el pasado diciembre, mantiene las restricciones de la anterior carta magna de 1971.
Su articulado sobre los derechos de la mujer subraya la necesidad de que el Estado vele por hacer compatibles las facetas familiar y laboral de las egipcias. El texto prohíbe el insulto contra personas o “profetas” y solo reconoce la libertad de credo de las tres religiones monoteístas. Human Rights Watch critica un código penal que continúa hostigando la libertad de prensa o unas leyes de movimientos sindicales o asociaciones que han complicado la labor de las organizaciones civiles y llevado ante la justicia a empleados de ONG internacionales. En un movimiento que ha despertado controversia, la Shura (la Cámara Alta dominada por los islamistas) discute un proyecto de ley para limitar las protestas callejeras y combatir la delincuencia.
Minorías silenciadas
Dos años después, la comunidad cristiana copta -que representa un 10% de la población- continúa sufriendo el legado de Mubarak: permanecen las trabas para construir o reformas iglesias y tienen vetados el ascenso a los altos cargos del estado. “Queremos hechos, no palabras. Vivimos en un nuevo Egipto”, proclamó hace unos días Teodoro II, el flamante papa copto elegido el pasado noviembre. Lejos de mejorar, la situación se ha vuelto más precaria con el aumento de los casos de violencia sectaria o la infame tarea de los consejos que en las zonas rurales se dedican a impartir justicia.
Según algunas organizaciones, miles de cristianos han optado por emigrar. La llegada al poder de los Hermanos Musulmanes, demonizados durante décadas por la dictadura, o la irrupción de los intolerantes salafistas han alimentado el miedo. La Constitución, aprobada por el rodillo islamista, tampoco ha mitigado la zozobra. Aunque el papel de la ‘sharia’ (legislación islámica) permanece invariables, un nuevo artículo incluido al final del texto abre la puerta a la interpretación islamista de la ley. “La Constitución, la base de todas las leyes, debe estar bajo el paraguas de la ciudadanía y no de una religión”, añadió el patriarca antes de lamentar el “sesgo religioso” de algunas cláusulas que alienta la discriminación.
Una brutalidad policial que no cesa
El cráneo destrozado y el rostro desfigurado de Jaled Said, un joven linchado hasta la muerte por dos policías en junio de 2010, sirvió de detonante para la revolución. “Antes que Jaled hubo otros muchos casos de tortura y muchas personas murieron a manos de la policía pero cuando le sucedió a él, la gente se dio cuenta de que podía pasarle a cualquiera, incluso a alguien con cierto estatus”, apunta a este diario Mohamed Mahmud, un pariente del primer mártir de las revueltas.
Los últimos choques entre manifestantes antigubernamentales y agentes con motivo del segundo aniversario del levantamiento han dejado un torrente de denuncias de torturas a manos de un denostado aparato policial. El fogonazo más revelador fue el de un hombre desnudado y apaleado a las puertas del palacio presidencial que -aterrorizado por los uniformados- les exculpó de la paliza hasta que el escándalo le obligó a rectificar.
“La transición democrática no será completada sin la erradicación de la tortura y el fin de la impunidad de los servicios de seguridad”, advierte el politólogo Omar Ashur. Pero, como resalta Human Rights Watch en su reciente informe anual, “la impunidad policial sigue siendo endémica”. Ningún alto cargo ha sido condenado por la muerte de manifestantes durante las 18 jornadas de revolución. En los primeros 100 días de la presidencia de Mursi, 34 personas fallecieron y otras 88 sufrieron vejaciones a manos de las autoridades. Después de reunir decenas de testimonios, una asociación local de derechos humanos equiparó el comportamiento de los agentes con el de una “panda de criminales” sedienta de venganza.
Y, aunque la Ley de Emergencia fue derogada, sus temidos tribunales siguen operando. El pasado septiembre, en lugar de transferir los casos pendientes a la corte civil, Mursi nombró a 3.649 jueces para estos tribunales que son el último vestigio de la norma que durante tres décadas restringió libertades públicas y permitió arrestos indefinidos sin cargos.
Una economía en bancarrota
En las postrimerías del régimen, el Egipto de Mubarak se vendía como una de las economías más estables y emergentes de la región. Incluso en mitad de una dura crisis financiera global, el país registró un crecimiento del 4,7% y el 5% en 2009 y 2010. Pero, lejos de repartir prosperidad para todos, la mejora de los indicadores económicos y la profundización de las políticas neoliberales impulsadas a principios de la década de 1990 amplió el abismo entre ricos y pobres y consolidó en el poder a una élite corrupta de empresarios y políticos. En la última década la tierra de los faraones dobló su PIB mientras abría de par en par la puerta a la privatización del sector público, animaba la inversión extranjera y reducía los subsidios estatales.
24 meses después, la inestabilidad política ha agravado los males heredados del autócrata. El crecimiento previsto para 2013 rondará el 2% del PIB, insuficiente para mitigar las cifras maquilladas del paro.
En las últimas semanas la libra egipcia ha registrado su mayor depreciación en una década mientras las reservas internacionales de divisa no han detenido su caída. La huida de turistas e inversores extranjeros ha hecho crecer la amenaza de la bancarrota. El nuevo gobierno, que ha impulsado nuevas medidas como los bonos islámicos para captar fondos, negocia aún un préstamo de 4.800 millones de dólares con el Fondo Monetaria Internacional (FMI). “¿A qué estamos esperando?”, se pregunta el economista Galal Amin. “A que Arabia Saudí, Qatar o Estados Unidos nos rescaten. Me pregunto que harán con nosotros esta vez”, responde el catedrático curtido en el pesimismo de la historia reciente.
Por si fuera poco, el préstamo del FMI -como el que recibió el país en 1991- está condicionado a ejecutar un duro correctivo del abultado déficit público mediante el tijeretazo en los productos subvencionados como el pan o el gas y la subida de impuestos. Un impopular paquete del que depende también la ayuda prometida por la Unión Europea y que puede convertirse en una bomba de relojería en un país donde un tercio de su población vive bajo el umbral de la pobreza.
Los islamistas, sin embargo, no han puesto en duda el modelo capitalista. “Se tomaron decisiones económicas correctas al liberalizar el sector industrial o atraer inversión extranjera directa pero desgraciadamente la corrupción impidió su desarrollo”, explica a este diario Hasan Malek, un conocido miembro de los Hermanos Musulmanes y presidente de la Asociación para el Desarrollo de los Negocios Egipcios (EBDA, según sus siglas en inglés). “No queremos copiar y pegar modelos. La experiencia turca nos interesa tanto como la brasileña o la malaya. Tenemos mucho en común con Brasil: el peso de la economía informal, el sistema de impuestos o los problemas sociales”, agrega.
Servicios públicos, peligro mortal
En las últimas semanas una amarga cadena de trágicos sucesos ha desvelado el rampante deterioro de los servicios públicos que ya existía en tiempos de Mubarak. Desde noviembre unas 70 personas han perdido la vida en un sistema ferroviario anticuado y mal conservado que el Gobierno ha prometido renovar con un plan millonario para el que ha pedido ayuda al Banco Mundial.
Varios inmuebles construidos sin licencia se han derrumbado desnudando otro problema endémico: la vivienda. Se estima que 16 de los 83 millones de egipcios se amontonan en arrabales inmundos sin servicios dignos de agua o electricidad.
La precariedad también alcanza a los servicios públicos de sanidad o enseñanza. Desde el ocaso del dictador, los funcionarios de ambos sectores han protagonizado huelgas para exigir una mejora de los salarios y de la calidad de la asistencia. En la educación, se necesitan entre 10.000 y 20.000 nuevas escuelas para combatir la masificación de las aulas y el currículo precisa de una completa revolución. En cuanto a la sanidad, el ministerio del ramo calcula que unas 4.000 clínicas públicas no reúnen las condiciones exigidas para seguir ofreciendo el servicio.
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