Antonio Muñoz Molina/El País
Parece imposible que los ojos de un solo ser humano puedan abarcar todo lo que vieron los de Roman Vishniac a lo largo de su vida. Miró con la misma curiosidad a los seres humanos y a los animales. Paseó su mirada por más de una docena de países y por dos continentes. Disfrutó de la belleza y la bulla de esa edad de oro de las grandes ciudades que fueron los años veinte y treinta en Europa, pero con igual energía recorrió caminos inhóspitos que sólo podían ser transitados a pie o en mulo buscando las aldeas donde vivían comunidades judías aisladas, absortas en la religión y en la pobreza. Para llegar adonde estaba prohibido o donde sabía que no iban a recibirlo bien, Roman Vishniac se hacía pasar por viajante de telas, lo cual justificaba la maleta en la que llevaba su breve equipaje fotográfico.
Desde muy joven había tenido una inclinación extraordinaria hacia la fotografía y hacia los disfraces, y hacia los cambios de saberes y oficios. Cuando tenía siete años y vivía en Moscú se las arregló para acoplar una cámara primitiva a la lente de un microscopio que acababa de regalarle su abuela y tomar una foto de la pata de una cucaracha ampliada ciento cincuenta veces. Estudió biología y arte del Extremo Oriente. Cuando la vida se le volvió irrespirable en la Rusia soviética, Roman Vishniac se disfrazó de bolchevique y consiguió que el mismo Trotski le firmara un salvoconducto de salida para toda su familia.
Su padre había hecho una fortuna en Rusia fabricando paraguas. Cuando se instalaron en Berlín y vendieron las pocas joyas familiares que su madre había salvado, se encontraron en la pobreza. Su padre estaba enfermo y derrumbado. Con poco más de veinte años, en Berlín, Roman Vishniac tenía que sostener a toda su familia, incluida su esposa, porque acababa de casarse. Trabajó en una lechería, en una empresa de seguros, en una tienda de máquinas de escribir, en una fábrica de coches. De algún modo se las arregló para proseguir estudios universitarios de endocrinología, de óptica y de arte oriental. Inventó una manera de usar la luz polarizada para revelar la estructura interna de los seres vivos. Con sus dos cámaras portátiles, una Leica y una Rolleiflex, iba por Berlín tomando fotografías de los lugares y la gente, casi siempre inadvertido. Se instalaba en un portal y disparaba hacia fuera, el rectángulo de sombra de la puerta convertido en el marco y en la boca del escenario en el que se perfilaban los personajes casuales de la ciudad. Es un Berlín de calles adoquinadas, de bicicletas, tranvías, coches negros, motos rutilantes, rótulos de comercios, grandes carteles de teatros y cines.
Poco a poco, al principio de una manera tan intermitente que pueden no ser advertidas, en las fotos berlinesas de Roman Vishniac empiezan a aparecer esvásticas: una esvástica pintada en el escaparate de una tienda, una banderita colgada de un balcón. Porque a los judíos se les prohibió tener cámaras fotográficas, Vishniac salía a veces con la suya disfrazado de nazi. Tenía otro truco para tomar fotos sin peligro de la deriva visual monstruosa que iba tomando la ciudad: salía con su hija, y la hacía pararse sonriente delante de un cartel antisemita, o de la entrada de una tienda de ortopedia en la que se anunciaba con letras grandes un aparato para medir las diferencias entre el tamaño del cráneo de los arios y de los judíos. En 1935 emprendió uno de los grandes proyectos de su vida: recorrer la Europa central y oriental para documentar fotográficamente la vida judía. La mayor parte de sus amigos descartaban las amenazas de exterminio de Hitler como delirios de un demagogo. Roman Vishniac, a quien se ve que su disposición activa y jovial no le interfería con la lucidez, estuvo convencido muy pronto de que Hitler hablaba en serio. Durante casi cuatro años enteros recorrió barrios judíos en ciudades, se abrió paso por caminos invernales cegados de nieve, visitó pequeñas comunidades rurales y arrabales populosos. Retrató a campesinos, a estudiantes del Talmud, a patriarcas barbudos, a niños de ojos grandes y asustados, a familias enteras amontonadas en sótanos, a mujeres de belleza pensativa rodeadas de penumbra, a vendedores ambulantes, a pícaros. Ver sus fotos es invocar el mundo de los cuentos de Isaac Bashevis Singer. En una aldea de Checoslovaquia lo tomaron por un espía y lo tuvieron en un calabozo durante un mes. En Zbaszyn, en diciembre de 1938, en la frontera de Alemania y Polonia, se las arregló para colarse en un campo donde se amontonaban en cuadras y barracones en medio del barro y la nieve judíos polacos expulsados de Alemania a los que el Gobierno polaco se negaba a aceptar. Salió de allí saltando la alambrada con su maleta y mandó las fotos que había tomado a la Sociedad de Naciones.
Con un pasaporte de Estonia escapó de Alemania en 1939 y se instaló en Francia. Pero la ocupación soviética de las repúblicas del Báltico lo convirtió en un apátrida y el Gobierno de Vichy lo mandó a un campo para extranjeros indeseables. Logró llegar con su familia a Nueva York en 1940 y se encontró por tercera o cuarta vez teniendo que empezar otra vida en un mundo ajeno a él. Hablaba ruso, alemán, francés, polaco, eslovaco, ruteno, italiano, pero estaba perdido porque no sabía inglés. Fingiendo ir de parte de un amigo común se presentó en casa de Einstein, en Princeton, y aprovechando un descuido le hizo su mejor retrato. Volvió a Europa después de la guerra y tomó fotos de las mismas calles de Berlín en las que había vivido menos de diez años antes, ahora cordilleras de ruinas. Le contaron que la casa de su infancia en Moscú había sido derribada para hacer sitio a una ampliación de la cárcel Lubianka. La inmensa mayoría de las personas a las que había retratado en las más de cinco mil fotos que tomó durante sus viajes habían sido exterminadas.
Había inventado un sistema para tomar fotos a través de los ojos de una luciérnaga. De vuelta a Nueva York, durante los años cincuenta, logró asombrosas fotos en color de avispas en vuelo, de medusas, de algas unicelulares, de glóbulos rojos, de larvas de insectos, del tapiz celular de una mano humana, del interior de una raíz, de la sección de una aguja de pino, de las metamorfosis de renacuajos, de los cristales de nieve cuando empieza a derretirse al sol. Para no espantar a los insectos a los que estudiaba se frotaba con hierba y tierra disimulando su olor y había aprendido a contener la respiración durante un máximo de dos minutos. Se negaba a fotografiar animales muertos. De niño lo habían llevado a pescar, cuando atrapó un pez y al sacarlo del agua vio la sangre y el anzuelo que le atravesaba la boca lo estremeció un remordimiento que no olvidó en toda su vida. Murió en Nueva York, en el mismo barrio de refugiados europeos al que había llegado en 1940. Tenía 92 años y había visto tantas cosas que a veces se extraviaría por sus recuerdos como por las vidas de muchos otros hombres.
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