NUÑO DOMÍNGUEZ/ESMATERIA.COM
“Les dije, escuchadme muchachos, si realmente vais a matar a toda esa gente, sacadle al menos el cerebro para que puedan ser útiles. Ellos me preguntaron, ‘¿cuántos podría analizar?’ Yo les dije, ‘un número ilimitado, cuantos más, mejor”.
Estas palabras las pronunció el neurólogo alemán Julius Hallervorden. Aquel hombre fue uno de los médicos que más aprovecharon las políticas nazis de “eutanasia” para llevar a cabo sus experimentos neurológicos. Él mismo extrajo 697 cerebros de los cadáveres de pacientes de epilepsia, esquizofrenia y otras enfermedades neurológicas que el régimen de Adolf Hitler englobó bajo términos como “idiotas” o “comedores inútiles” y que fueron asesinados. Sus cerebros eran enviados a laboratorios de toda Alemania donde científicos como Hallervorden los estudiaban a sabiendas de que provenían de gente asesinada. En 1945, el programa de “eutanasia”, justificado años antes como una medida para ahorrar dinero público y camas para los soldados del frente, había acabado con la vida de 275.000 personas.
Hallervorden sobrevivió a la guerra y continuó su vida científica sin sufrir pena alguna. Hoy su apellido sigue dando nombre a una enfermedad neurológica que describió junto a otro neurocientífico nazi, Hugo Spatz.
El de Hallervorden y Spatz es uno de los casos mejor conocidos de cómo los científicos y médicos alemanes colaboraron con el nazismo y dieron validez científica a sus crímenes. Los actos de estos dos neurólogos no fueron ni mucho menos una excepción, sino una regla entre la profesión médica alemana. Sin embargo, solo un puñado de nombres han pasado a la historia de la infamia y aún quedan muchos casos por publicitar.
El neurólogo de la Universidad de Illinois Lawrence Zeidman ha recopilado las historias de otros neurocientíficos nazis menos conocidos. Su trabajo, que se ha ido publicando por entregas en el Canadian Journal of Neurological Science, recoge una lista de nombres en la que conviven nazis que investigaron con niños, científicos comprometidos que se opusieron al régimen y excepcionales investigadores de origen judío que fueron exterminados en los campos de concentración.
“Mucha de la información en estos estudios estaba dispersa en libros y estudios en alemán, y gran parte de la comunidad neurocientífica que no habla este idioma no había oído hablar de estos casos”, explica a Materia Zeidman. Estos son algunos de los casos que el investigador ha querido sacar del olvido.
El capitán de las camisas pardas
Unos años antes de que estallase la II Guerra Mundial, el neuropatólogo Berthold Ostertag entró en el despacho de su jefe vestido con su uniforme de capitán de las camisas pardas (SA). De buena familia y nazi convencido, Ostertag echó de su despacho a Rudolf Jaffé, judío y catedrático de Patología en el Hospital Moabit de Berlín, y ocupó su puesto.
Años después, entre 1939 y 1941, el Gobierno llevó a cabo un programa de “eutanasia” infantil y otro para adultos, denominado Acción T4. El nombre venía de la casa en la calle Tiergartenstrassse 4 de Berlín, donde estaba su cuartel general. Los “débiles de mente” eran eliminados con una inyección letal, gaseados o simplemente morían de hambre.
Ostertag era especialista en malformaciones cerebrales. Como parte de sus investigaciones, este médico analizó los cadáveres de 106 niños del programa de “eutanasia” infantil que habían muerto víctimas de malas intervenciones neurológicas. Ostertag elaboró su propia colección de muestras patológicas con aquellos 106 niños y la conservó después de la guerra en la Universidad de Tubinga, donde trabajó tras la guerra. El capitán de las SA nunca se arrepintió de haber usado los cerebros de aquellos niños y dijo que su principal objetivo era demostrar que sus dolencias no eran genéticas, lo que hubiera salvado a sus padres de la esterilización.
La empatía del nazi
Carl Schneider era un médico atípico en la Alemania nazi. Experto en esquizofrenia, en 1933 era responsable del asilo para epilépticos de Bethel. El médico era conocido por su empatía con los enfermos. Promovía un trato estrecho entre los psiquiatras y los pacientes e incluso les permitía que comiesen juntos.
Un año después, Schneider se convirtió en catedrático de psiquiatría y neurología de la Universidad de Heidelberg. Su empatía viró para abrazar la nueva realidad de la Alemania nazi y su maquinaria implacable de producir cerebros para la ciencia. Al igual que Hallervorden, este médico luchó para que los cerebros de las víctimas del T4 no se perdieran y comenzó la creación de un gran instituto para investigar las causas del “idiotismo”. En 1942 escribió: “La mayor parte de los cerebros enviados desde Eichberg [un centro del T4] son analizados en el departamento de anatomía. Encontramos continuamente hallazgos nuevos y sorprendentes, así como lesiones nunca antes observadas. Sólo la continuación de estas investigaciones pueden seguir dando datos, por lo que pedimos urgentemente más cerebros de idiotas y débiles mentales”. Schneider se había convertido junto a Hallervorden en uno de los jefes de la investigación de los cerebros del T4. En 1946, terminada la guerra, se suicidó antes de que pudiera ser juzgado en el Proceso de Nuremberg.
El hombre del premio
Hans Nachtsheim fue un zoólogo y genetista que se especializó en epilepsia. Después de doctorarse y pasar una temporada en la Universidad de Columbia (EEUU), logró el puesto de director del departamento de Patología Hereditaria Experimental del Instituto Kaiser Guillermo, el actual Instituto Max Planck. Allí Nachtsheim buscó las claves de la epilepsia intentando provocar ataques a voluntad, primero en conejos, y después en niños enfermos. Para ello les sometía a una falta total de oxígeno o a bajas presiones equivalentes a altitudes de hasta 6.000 metros. Nunca consiguió inducirles ataques. Los niños que usó en los experimentos no sufrieron daños, aparentemente, pero sus prácticas violaban todos los códigos éticos de la ciencia y la medicina.
Pasada la guerra Nachtsheim ayudó al desarrollo de la genética humana en su país. En 1961 fue nombrado asesor del Comité de Restitución para las personas esterilizadas durante el régimen nazi. Nachtsheim defendió la política de esterilización que abanderó Hitler y votó que no se indemnizase a las víctimas de aquel programa.
“Desde su muerte, en 1979, la Sociedad de Antropología y Genética Humana de Alemania otorga dos premios Hans Nachtsheim en investigación genética”, dice el estudio de Zeidman.
“La extracción y el estudio de cerebros le dio legitimidad al programa de eutanasia”, explica este neurólogo al teléfono desde Chicago. “Los encéfalos se extraían y enviaban especialmente a cada neurocientífico basándose en sus intereses particulares”, añade. Aquella ciencia legitimaba las políticas de esterilización y “eutanasia” y estas a su vez justificaron la “solución final” aplicada en los campos de concentración.
La medicina alemana era “la envidia” de las sociedades occidentales y produjo ocho premios Nobel antes de 1939, dice el estudio de Zeidman. De hecho los neurocientíficos nazis hicieron descubrimientos claves, como los glioblastomas, o tumores cerebrales, primarios y secundarios. Hasta 30 enfermedades neurológicas llevan nombres de médicos nazis, entre ellas el síndrome de Hallervorden-Spatz. “¿Cómo pudieron los neurocientíficos alemanes ser capaces de tal salvajismo criminal?”, se pregunta Zeidman.
Al contrario de lo que se pensó durante décadas, aquello no fue culpa de unas pocas manzanas podridas. Zeidman habla de una “simbiosis” entre nazis y médicos. Estos “buscaban poder y prestigio y a cambio prestaron su autoridad para validar las teorías de higiene racial”, señala su estudio. Ser nazi era rentable. Los médicos afectos obtenían más subvenciones y mejores puestos. En 1937, esta profesión era siete veces más común que cualquier otra entre las filas del partido. En 1942, la mitad de todos los médicos eran del partido o tenían algún cargo en el gobierno o las universidades, resalta el estudio de Zeidman.
A pesar de esto, la historia oficial prefirió ver unas pocas manzanas podridas en lugar de toda una profesión viciada. “Al menos 350 médicos se comportaron de forma criminal, pero sólo 23 fueron juzgados en el Proceso de Nuremberg”, resalta el estudio.
Como conclusión, Zeidman resalta que caen “dos mitos” sobre la ciencia alemana de aquellos años. El primero decía sólo una minoría de los científicos eran culpables de los crímenes nazis. El segundo que los crímenes solo se cometieron en los campos de concentración.
El propio Hallervorden lo explicó con toda claridad. “Había un material maravilloso entre aquellos cerebros, bellas deficiencias mentales, malformaciones y enfermedades infantiles. Yo acepté aquellos cerebros, por puesto. De dónde venían y cómo llegaban hasta mí no era en realidad asunto mío”.
Todos los personajes estudiados por Zeidman han muerto. Muchos de sus estudios y descubrimientos siguen impolutos en las bibliotecas de medio mundo más de seis décadas después.
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