ENRIQUE KRAUZE/REFORMA
Desde los griegos hasta nuestro tiempo, las democracias se pierden por dos vías sucesivas: la demagogia y la fuerza. Los latinoamericanos tenemos muy presente cómo operan los golpes de estado, pero entendemos menos el efecto disolutivo que tiene la corrupción de la palabra (la mentira, la propaganda, el discurso del odio, la demagogia) en la vida ciudadana. En muchos casos, el poder de la palabra es más letal que el de las armas. La demagogia mató a la democracia en las ciudades griegas y preparó el derrumbe de la República de Weimar. Y en México, hace exactamente cien años, el discurso del escarnio, esparcido por un sector influyente de la prensa, desalentó y desorientó al ciudadano, y creó el escenario del magnicidio.
El 22 de febrero de 1913, muchos mexicanos presenciaron con pasividad el cobarde asesinato de Francisco I Madero, presidente electo quince meses antes por el voto popular. Los responsables individuales tienen nombre y apellido: el embajador yanqui que tramó el golpe (Henry Lane Wilson); los generales Victoriano Huerta, Félix Díaz, Bernardo Reyes, Manuel Mondragón, Aureliano Blanquet; los empresarios Íñigo Noriega e Ignacio de la Torre (entre otros). Los responsables colectivos también son conocidos: la aristocracia porfirista; los senadores (con la excepción de Belisario Domínguez); buena parte de los diputados (con excepción del “Bloque Renovador”, incluido Serapio Rendón); el Poder Judicial (que el mismo 22 de febrero ofreció al usurpador “sus sinceras congratulaciones”); casi todos los gobernadores (a excepción de Carranza, Maytorena y Pesqueira, que se levantaron contra Huerta).
Indirectamente también, los caudillos revolucionarios que permanecían alzados en armas (en particular Emiliano Zapata) contribuyeron a la tragedia. Es cierto que Madero no hubiera consentido en un reparto inmediato de la tierra, pero su gobierno estudiaba seriamente una reforma agraria. La Iglesia jugó un papel ambiguo con el presidente que había sacado al Partido Católico del ostracismo. Y, salvo honrosas excepciones (Vasconcelos, señaladamente), los intelectuales se integraron al gabinete de Huerta.
Pero las cosas no hubieran llegado a ese extremo sin el papel corrosivo de la prensa. Hace cien años, cuando no existían los medios electrónicos, la prensa era el único vehículo de discusión pública. La gente se orientaba por los dichos, las opiniones y las imágenes de la prensa. Y esa prensa, que a todo lo largo del régimen porfiriano había sufrido el acoso sistemático a la libertad de expresión, “mordía la mano de quien le quitó el bozal” (la frase terrible fue de Gustavo A. Madero). Pocas veces se ha vejado a un presidente como en tiempos de Madero. Algunos de los más célebres caricaturistas (como el “Chango” García Cabral y hasta nuestro inmenso José Clemente Orozco) contribuyeron al festín. La situación fue tan extrema que el 23 de enero de 1913 el Bloque Liberal Renovador envió a Madero un Memorial en el que le sugería limitar la libertad de expresión:
La prensa lleva a cabo su obra pérfida, antidemocrática y liberticida, a vista y paciencia del gobierno de la Revolución. El gobierno se ha cruzado de brazos… El gobierno, en nombre de la Ley, pero faltando a ella, se deja escarnecer, se deja befar, se deja afrentar… Hay tribunales de la Federación y en los Estados, hay Códigos Penales, hay Ministerio de justicia. Y a vista y paciencia de todos esos funcionarios, guardianes de la Ley, todos los días, a todas horas, en todas partes, en toda la República, se alza un coro de dicterios, de oprobios, de denuestos, de ultrajes, de desprecios, de gritos de subversión, de clamores de rebeldía, y el pueblo, y todas las clases sociales, reciben ya, alentados por una impunidad suicida, con aquiescencia, hasta con júbilo, todo lo que se dice en forma injuriante y despectiva contra el gobierno de la Legalidad.
La Memorial sugería “suprimir, por los medios legales … la prensa de escándalo”. Con ello “el gobierno sería respetado y temido, se haría la paz en los espíritus y la pacificación del país se aceleraría considerablemente”. Pero Madero se rehusó a limitar la libertad de expresión. Así como había instaurado por primera vez en México la libertad sindical, se proponía respetar todas las libertades. Madero entendía bien el peligro de muerte que corría, y lo enfrentó como un héroe antiguo, con estoicismo republicano. En septiembre de 1912 dijo:
Si un gobierno tal como el mío … no es capaz de durar en México, … deberíamos deducir que el pueblo mexicano no está preparado para la democracia y que necesitamos un nuevo dictador …
Tenía razón. Casi toda la prensa justificó y festejó el asesinato. Y México tardó más de ochenta años en reabrir la alternativa democrática.
Las lecciones de aquel episodio son claras y vigentes: para preservar la democracia debemos cuidar la palabra pública. La democracia no es sólo cuestión de votos sino de convivencia civilizada, y esa convivencia se finca en el respeto a la palabra. Todo aquel que tiene voz pública (el político, el periodista, el comunicador, el intelectual) debe saber que sus palabras nunca son impunes porque se traducen en los hechos. Las palabras torcidas (la mentira, la distorsión, la descalificación, el denuesto) conducen a la alienación colectiva, a la irrealidad, al cinismo, a la incredulidad. Y las palabras de odio, tarde o temprano, terminan por desembocar en la violencia. Si no podemos (sabemos, queremos) usar la palabra apelando a la razón, los mexicanos “deberemos deducir” nuestra impreparación para la democracia.
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