LOLA GALÁN/EL PAÍS
El 30 de abril de 1945, cuando se suicidó a los 56 años, disparándose un tiro, Adolf Hitler era un líder derrotado. Y multimillonario. Ante los alemanes se presentó como un ser austero y abnegado. Un político que renunció a su sueldo de canciller, cargó que ocupó el 30 de enero de 1933. Pocos llegaron a saber que revocó la decisión al año siguiente, embolsándose desde entonces su sueldo (29.200 marcos al año y 18.000 más en concepto de dietas), y el de Jefe del Estado, al morir, en agosto de 1934, el presidente Hindenburg. Un salario, este último, de 37.800 marcos anuales, y más de 120.000 en dietas. Cifras considerables, a tenor del sueldo medio de un alemán de la época, que rondaba los 1.500 marcos.
Son detalles de la vida del líder nazi, recogidos en el libro “Secretos del Tercer Reich”, obra del periodista alemán Guido Knopp, en el que han colaborado media docena de autores. El libro mezcla investigaciones propias, con entrevistas a especialistas del Tercer Reich, biógrafos y familiares de algunos de los protagonistas de ese periodo. El texto, llega ahora a las librerías españolas, editado por Crítica, coincidiendo con el 80º aniversario de la llegada de Hitler al poder.
Los autores cifran en 700 millones de marcos la fortuna que llegó a amasar el hombre que se presentaba como el salvador de Alemania. Y solo una parte de ese dinero tenía un origen claro: su salario y sus incursiones dogmático-literarias. Aunque su libro autobiográfico, “Mi lucha”, publicado en 1924 por la editorial del partido nazi, vendió más de diez millones de ejemplares hasta el final de la guerra, la parte del león de su fortuna, procedía de donaciones. Desde junio de 1933, los principales industriales del país destinaban trimestralmente un porcentaje de sus costes salariales (0´5%) a un fondo privado, al que Hitler tenía un acceso ilimitado. La lista la encabezaban prohombres de la industria nacional como Gustav Krupp o Fritz Thyssen, pero no faltaban tampoco patrocinadores extranjeros. El estadounidense Henry Ford no olvidó enviar al Führer todos los años el equivalente en dólares a 50.000 marcos, como regalo de cumpleaños. El dinero para el dictador y el que financiaba al Partido Alemán del Trabajo Nacional Socialista (NSADP), se confundían a veces, como si se guardaran en vasos comunicantes.
Su riqueza no erosionó lo más mínimo el mito de austeridad, de entrega absoluta a la patria, de defensa sin límites del pueblo ario, construido en torno al líder nazi. Entre otras cosas, porque era un dato desconocido para las masas, lo mismo que la exención de pagar impuesto de la que se beneficiaba. Situación que se hizo oficial en 1939. La disposición fiscal extraordinaria que le salvaba de esta carga es solo un detalle de la devoción patológica que el nacionalsocialismo desarrolló hacia su líder, y de la naturalidad con la que se transgredían las normas para complacerle.
Si sus finanzas permanecieron siempre en una zona de sombra, otro tanto ocurrió con su familia, y sus relaciones amorosas. Los rumores sobre su supuesto origen judío partieron del error de un especialista en genealogía, pero, aun así, no todo estaba claro en sus orígenes. Su padre, Alois, nacido en un pueblecito de la zona de Waldviertel (Austria), en junio de 1837, fue inscrito en el registro parroquial con el apellido de la madre, Schcklgruber, y pasaron muchos años hasta que se rectificó su partida de nacimiento, por expreso deseo del pariente que lo crió. Ante notario, tres testigos confirmaron que era hijo legítimo de Georg Hiedler, marido de su madre. Apellido que el funcionario copió erróneamente, como Hitler. Pese a la rectificación legal, que resultó crucial, (en 1933 comenzó a exigirse a los alemanes el ‘ariernachweis’, o certificado de ascendencia aria), la sombra de la duda sobre la identidad real de su abuelo paterno, persiguió siempre al líder. ¿Era cierto lo que declararon los testigos, o un mero acuerdo entre caballeros, para facilitar a Alois el acceso a la herencia del hombre que lo había criado sin costes de transmisión adicionales?
La familia del ‘Führer’ era importante, desde luego. En primer lugar para él, que tras la anexión de Austria, en 1938, compró las casas familiares en las que había vivido. También dedicó sumas fabulosas a acumular obras de arte con destino a un museo en Linz. Un grandioso proyecto en el que embarcó al director de la pinacoteca de Dresde, Hans Posse, encargado de comprar obras de arte por toda Europa. El museo nunca vio la luz.
Tras la guerra, la considerable fortuna del hombre que había llevado a Alemania a la ruina, pasó a manos del Estado bávaro (salvo una parte conseguida por su hermana tras una larga batalla judicial). De las 4.353 obras de arte adquiridas para el museo nunca creado, solo una parte (un 37%, según el exhaustivo estudio del historiador Hanns-Christian Löhr, que se cita en el libro), proceden sin ninguna duda del comercio regular y han pasado a disposición del estado federal. El resto han sido devueltas a los herederos de sus antiguos dueños o están en espera de que éstos sean localizados.
También la vida amorosa de Adolf Hitler se adaptó a las exigencias de su personaje. Quería dedicarse en alma y cuerpo a la realización del elevado destino de una Alemania líder de los pueblos del mundo, por lo que era primordial que se mantuviera soltero. La condición de hombre desparejado aumentaba la devoción casi fanática de sus seguidoras. La estudiada escenografía de sus intervenciones públicas le confería un enorme poder de seducción sobre las masas, especialmente sobre las mujeres, que habían sido, desde el principio, las principales sostenedoras del partido.
De ahí la reserva con la que condujo sus relaciones privadas. Las mujeres que le sedujeron, casi todas jovencísimas, se mantuvieron siempre en la sombra. Es el caso de Maria Reiter, que tenía 16 años de edad cuando conoció a Hitler, en 1926. La relación fue más bien platónica, y el enamorado desapareció enseguida llamado por más importantes tareas. Tampoco se dejó ver inicialmente con Eva Braun, a la que había conocido en el estudio de su fotógrafo personal, Heinrich Hoffmann, y que se convirtió en su amante a principios de 1932. Ambos formalizarían su matrimonio poco antes de suicidarse.
El misterio rodeaba estas relaciones, como rodeó las que mantuvo Hitler con su sobrina Geli, hija pequeña de su hermanastra, Angela Raubal, que se instaló en 1929 en el amplio apartamento de nueve habitaciones que ocupaba el líder nazi en una elegante plaza de Múnich. Geli se suicidio en septiembre de 1931. Los autores de “Secretos del Tercer Reich”, consideran que no hay base para concluir que entre ambos hubiera otra cosa que una amorosa relación familiar.
También intentó suicidarse otra admiradora del Führer, la británica Unity Valkyrie Mitford, hermana de la amante del líder fascista británico Oswald Mosley. Unity se disparó un tiro cuando el Reino Unido declaró la guerra a Alemania y, aunque no falleció en el acto, quedó malherida. Murió en su país, en 1948. La suerte de los parientes más lejanos de Hitler, que vivían aún en Waldviertel (Austria), no fue mucho mejor. El Ejército Rojo se ocupó de rastrear la pista de todos ellos y detenerles. Cinco primos lejanos del ‘Führer’, fueron arrestados, sometidos a intensos interrogatorios, y más tarde encarcelados. Solo sobrevivió uno de ellos, Llamado, por cierto, Adolf.
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