ESTHER CHARABATI
Límites del perdón
Como individuo, tengo el derecho de otorgar o no el perdón atendiendo a mis sentimientos, interés y capacidades, pero ¿qué pasa cuando la ofensa o el daño no han sido dirigidas a una persona, sino a la sociedad en su conjunto? Pensamos en los golpes de estado, en las dictaduras, en las guerras civiles, en los gobiernos fascistas. ¿Pueden las víctimas perdonar a los verdugos? Quizá no, pero la sociedad como ente tiene que resolver el conflicto mediante un perdón que permita restaurar la paz social. Si no fuera así, el rencor y las venganzas se transmitirían a través de las generaciones impidiendo la convivencia.
Sólo a partir de ese razonamiento podemos entender, por ejemplo, la reacción de Europa ante Alemania después de la Segunda Guerra: los países vencedores no se dieron a la venganza, sino que apoyaron la reconstrucción del país (a diferencia de la actitud tomada después de la Primera Guerra). O las leyes de “Punto final y obediencia debida” que, en su momento, exculparon a los militares que durante la dictadura argentina habían participado en los asesinatos y “desapariciones” de civiles. ¿Por qué lo hicieron? En ambos casos, para que la vida siga, para no dividir a la sociedad en bandos que esperan o temen el momento de la revancha. Y es que las víctimas, al hacer justicia por su propia mano, corren el riesgo de convertirse en victimarios, similares a aquellos que denunciaban. Transcurrido el tiempo y atenuado el odio, se empiezan a abrir “los archivos del pasado”; para entonces la condena o la absolución de un individuo no tienen un impacto tan grande sobre la sociedad y no la pone en riesgo. En nuestro país, abrir los archivos de la represión del 68 después de tres décadas no cambió nada. Esto nos indigna y resulta injusto para las víctimas y para los culpables, pero, por lo visto, había una especie de consenso social para aplazar el enfrentamiento.
Por otro lado, en la vida diaria la sociedad toma en sus manos la responsabilidad de determinar la culpabilidad de las personas y de castigarlas. Dejar este poder en manos de los lastimados (asaltados, secuestrados, defraudados) sólo llevaría a la guerra, pues tampoco se puede confiar en su imparcialidad. Las penas que se imponen suelen, de alguna manera, ayudar a las víctimas: ya sea alejando a los convictos —no ver a quien me hizo daño me ayuda a olvidar— u obligándolos, en ciertos casos, a reparar la falta. Sin embargo, los delitos prescriben, ¿por qué, si el dolor perdura? Para mantener la paz social y no seguir alimentando los deseos de venganza, y, además, porque es difícil administrar justicia a largo plazo: los testigos desaparecen y las investigaciones suelen complicarse cuando ha pasado mucho tiempo. Más que un perdón, es un “olvido”.
Sin embargo, hay delitos que no prescriben. Las leyes que los regulan suelen establecerse a posteriori, a diferencia de todas las demás leyes que tienen que preceder al delito. Lo que sucede es que, en ocasiones, la sociedad no se da cuenta de la enormidad de un crimen hasta después de haberlo sufrido. Se trata de actos que atentan contra su existencia o su identidad, ya sea moral o cultural (en este último sentido, la UNESCO ha declarado imprescriptible el delito de robo del patrimonio cultural). En dicha categoría entran los crímenes contra la humanidad que han permitido juzgar a Pinochet y a Milosevic, condenar a Eichmann… Estas medidas muestran que incluso a nivel social, y a pesar de los conflictos que pudieran generarse, el perdón tiene límites.
Existen actos imperdonables.
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