*SARA SEFCHOVICH/EL UNIVERSAL
Vivimos en una sociedad cuyo discurso consiste en considerar que los jóvenes son, por definición y sólo en razón de su edad, lo máximo. Una y otra vez nos dicen que hay que tomarlos en cuenta, darles oportunidades, escucharlos, “involucrarlos en las tareas culturales”, según dijo el presidente de Conaculta.
Y sobre todo si son estudiantes. Ellos son los consentidos de ese discurso, por encima de los jóvenes campesinos pobres, migrantes, informales, soldados.
El supuesto de que se parte es que para que esos jóvenes puedan desarrollar todo su potencial y mejorarse a sí mismos y a su patria, deben estudiar y además se afirma que eso es lo que ellos quieren. Por eso tanto los funcionarios gubernamentales como las autoridades educativas, insisten en que si se diera más presupuesto a la educación, si se abrieran más escuelas y se dieran más apoyos, los jóvenes irían felices por ese camino y no por el de la delincuencia: “La mejor manera de prevenir el aumento de la delincuencia es atendiendo a los jóvenes” dijo recientemente un jefe delegacional.
Sin embargo, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México de 2011, 65% de los jóvenes menores de 18 años abandonan sus estudios. Y ¿qué pasa con el 35% restante? Que algunos efectivamente estudian y otros no. Porque no les interesa, no les gusta, están ocupados en otras cosas o porque eso de estudiar ya no necesariamente es el mecanismo para cumplir los sueños. De allí que según los estudiosos, el conflicto surge por “el desfase entre las expectativas y las recompensas.”
Sin embargo, en tres conflictos recientes (la UACM, las Normales Rurales en Michoacán y los CCH), el tema ha sido otro: que hay quienes no quieren ni aceptan cambios en los planes de estudio. Y que mientras algunos quieren enfrentar esto con el diálogo, otros prefieren recurrir a la violencia.
Este es el punto que me interesa destacar. En los tres casos mencionados (y en varios otros) la violencia ha sido la manera de buscar resolver los asuntos.
Y lo han logrado. Al tomar edificios, romper vidrios y muebles y agredir a personas, han hecho visible su causa y han hecho que la autoridad esté dispuesta a negociar (e incluso a cambiar la ley).
Parece increíble pero los participantes en estos actos insultan a los medios de comunicación y de todos modos los
periódicos, radio y televisión dan la nota, agreden a las instituciones que los cobijan y de todos modos estas negocian, ponen condiciones a las autoridades y estas las aceptan.
Y la negociación empieza siempre por perdonar los actos vandálicos cometidos y no castigar a sus perpetradores (de los que incluso se afirma, para justificar, que “son ajenos a la comunidad”) y sigue con la suspensión de las reformas o de las evaluaciones propuestas.
Según el sociólogo Gilberto Giménez, “las situaciones conflictivas no son espontáneas ni estallan sin más, sino que contrariamente a lo que parece, están perfectamente planeadas y hechas para presionar”. La duda queda de ¿quién es el que está presionando en cada uno de estos conflictos y para qué? Por ejemplo en el caso de los CCH ¿son los estudiantes que no quieren la reforma —y habría que ver quiénes y cuántos están en esto— o son las autoridades que prefieren negociar como acusa alguien “en foros pequeños y no resolutivos”?
Lo importante como sociedad es la lección que esto deja: que en nuestro país con la palabra, la propuesta y el debate no se consigue nada. Así lo escribe una estudiante: “La pugna entre autoridades y activistas que realizaron la toma ha desviado la atención, además de hacer invisibles a todos los otros opositores quienes han venido construyendo con la comunidad una crítica a esta reforma.” En México, si alguien quiere que le hagan caso debe golpear, romper, tirar, prender fuego. Entonces los medios van a mirarlos y la autoridad escuchará sus demandas.
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www.sarasefchovich.com
*Escritora e investigadora en la UNAM
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