MARTÍN CAPARRÓS/EL PAÍS
Hay momentos en que se pasan ciertos límites –y este fue uno de ellos. Que un señor pueda hacer una diferencia entre los “argentinos de religión judía” y los “argentinos argentinos” es perturbador. Que lo diga para discriminar a las víctimas del peor atentado de la historia argentina es indignante. Que lo haga en un debate de la más alta cámara legislativa, el Senado de la Nación, es sorprendente. Y que ese señor –un señor que define, en un discurso político, a los verdaderos argentinos por oposición a los que no lo son del todo, que discrimina de la manera más brutal y más boba, de puro idiota, sin querer, mostrando sin darse cuenta los recovecos de los intestinos con que piensa–, que ese señor sea un senador de la Nación, político de confianza de la presidenta, jefe de la bancada oficialista de la Cámara, es demasiado. Que, por fin, su frase nazi no provoque más que un módico pedido de disculpas –que no merezca el repudio de millones, que no merezca la vergüenza de otros tantos, que no merezca la renuncia inmediata y el retiro– demuestra de una vez por todas que somos un país de mierda.
Me cuesta, no sé muy bien cómo decirlo, pero voy a intentarlo una vez más: nos hemos dejado convertir en un país de mierda.
No podía dejar de pensarlo anteayer en la plaza de Mayo, cuando lo demostrábamos de otros modos: nuestra creatividad sí que no tiene límites. La plaza de Mayo, anteayer, viernes 22 de febrero de 2013, estaba más o menos concurrida. O, dicho de otro modo: no tan concurrida. Nunca fui bueno para calcular cantidades de personas, pero he estado en docenas de actos en ese mismo lugar que convocaron muchas más. Había, para entendernos, mucha gente en la mitad de la plaza del lado del Cabildo –y eso era todo, en el acto convocado para recordar y repudiar una de las mayores muestras del poder asesino del Estado en los últimos treinta años.
Supongo que se pueden esgrimir razones para explicar la poca gente, el desdén de tantos. Era viernes, era tarde; los organizadores habían insistido mucho en que no querían que fueran grupos políticos con banderas que los identificaran; muchas personas pueden haber tenido la impresión de que ya habían estado vía redes sociales y medios diversos. Pero yo creo que la razón principal es que solo fuimos casi todas las víctimas del tren y unas pocas víctimas del país dividido.
Parecía claro: en la plaza, ayer, no estaban los dos sectores poderosos de la política argentina. No estaba el kirchnerismo: desde el principio, los oficialistas se tomaron cualquier referencia a la masacre de Once como un ataque a su partido. Lo es, de algún modo: está claro que su política de transportes fue la que lo produjo. Pero deberían haber encontrado el modo de dejar atrás esos reproches y solidarizarse con sus víctimas –hacerse con las víctimas como se hicieron con la Asignación Universal o el casamiento homosexual o la Ley de Medios, todas propuestas de otros que al principio rechazaron y después enarbolaron con fervor. No supieron –no saben– cómo hacerlo. La presidenta hace dos días les reclamó que no fueran impacientes, que el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura había tardado 35 años. No es cierto, pero si lo fuera: ¿la doctora Fernández no debería evitar como la lepra cualquier acercamiento entre ese Estado argentino que cometió los peores crímenes y este Estado argentino que ella preside? ¿Comparar el tiempo de elucidación de los crímenes de la dictadura con los de la masacre de Once no es exactamente lo que no debe hacer: decir que la comparación entre ambas es posible?
No encontraron, decíamos, forma de hacerse con el tema, y lo rechazan. Por lo cual ni un funcionario, ni un militante kirchnerista en funciones fue a la plaza de Mayo. Pero tampoco estaba claramente el otro bloque: el aparato mediático Clarín-LaNación se puso al servicio de la difusión de la jornada de memoria –en la medida, supongo, en que cree que erosiona al gobierno–, pero sus seguidores habituales, esa gran masa que salió a la calle el 8 de noviembre, no creyó necesario hacerlo esta vez.
Quizá las muertes de Once les resulten muy lejanas. Los muertos fueron, al fin y al cabo, pobres que tenían que tomar transportes públicos. Nada más brutal en la Argentina actual que la división, instalada por el menemismo, perfeccionada por el kirchnerismo, entre usuarios de lo público y usuarios de lo privado. Es, supongo, el dato más claro para establecer una división de clases operativa en la Argentina. Los que usan las escuelas públicas, los hospitales públicos, la seguridad pública, los transportes públicos –el asistencialismo público– son unos 15 millones, mayormente separados de quienes usan las escuelas privadas, los hospitales privados, la seguridad privada, los transportes privados por barreras decisivas. Y la mayoría de los que salieron a cacerolear en 2012 son privados; los muertos de Once, en cambio, son las víctimas por excelencia de la degradación de lo público, una de las formas de la muerte que el Estado destina a quienes no tienen más remedio que depender de él para intentar sobrevivir.
No hay forma más brutal, más clara de poner en escena el fracaso criminal del Estado que el momento en que uno de los servicios que debería garantizar mata a docenas de personas. No hay forma más inocente, más decente de morirse que en un accidente de tren, una mañana de verano, yendo a trabajar. No hay mancha posible, no hay por algo habrá sido, algo habrá hecho –aunque el señor Schiavi haya intentado establecerla.
Las víctimas de Once son las víctimas por excelencia, sin la menor sospecha; en un país donde no hay condición más legitimadora que ser víctima, deberían haber convocado a miles y miles, millones de personas. Pero no; fue un acto pequeño, de interesados directos y muy pocos indirectos.
Fue un acto pequeño, lleno de la ausencia de los dizque progres kirchneristas, tan preocupados por las viejas violencias del Estado, y los dizque republicanos opositores, tan preocupados por otros abusos del Estado actual. Un acto, en síntesis, que puso en escena como pocos las dificultades de encontrar, en la Argentina actual, un lugar más allá del gobierno y de los cacerolos, del Estado de rapiña y los ciudadanos privatistas: una tercera posición, una primera.
Más fácil es encontrar un nazi en el Senado y tolerar que diga lo que dijo –porque, al fin y al cabo, somos un país de buena gente. Y, si sos pobre, que te pise un tren.
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