MÓNICA G. PRIETO
ZA’ATARI (JORDANIA).–La caseta prefabricada, apenas 20 metros cuadrados, instalada en el campamento de refugiados de Za’atari (Jordania) se ha convertido en una suerte de ‘pequeña Busra’. Cinco vecinos de esta localidad siria, hoy bajo duros combates, fuman un cigarillo tras otro sentados en colchonetas azules -donación de la ONU- mientras sorben café con cardamomo a sorbos cortos y repasan una y otra vez cómo su localidad, hace dos años un modelo de convivencia étnica y religiosa, se ha transformado en un nuevo Irak.
“Antes, en Busra vivían unos 5.000 chiíes y unos 30.000 suníes. Vivíamos todos juntos, convivíamos sin problemas, no hacíamos distinciones, incluso había matrimonios mixtos. Entonces, la revolución estalló”, arranca Abu Hassan, 33 años, recostado contra la chapa. “Al principio, todos participábamos en las manifestaciones. Escribíamos juntos los lemas. Coreábamos consignas, pedíamos a voces la caída de Bashar. Chiíes y suníes coincidíamos en que Siria necesitaba el final de la dictadura y una democracia que nos diera a todos los mismos derechos”. El refugiado recuerda en concreto a un amigo, al que identifica como Ghandi Araslan, con quien pasó no pocas noches “fumando y hablando de cómo sería el futuro. Al poco nos dimos cuenta de que en realidad nos estaba espiando. Los chiíes nos espiaban. Tomaban fotos no sólo de las pancartas, también de quienes las portaban. Ghandi, antes, era un mecánico: ahora es un shabiha. Y nuestros nombres empezaron a figurar en listas negras”.
La localidad de Busra, una acumulación de monumentos nabateos, romanos -incluido un suntuoso anfiteatro-, bizantinos y musulmanes declarados Patrimonio de la Humanidad en 1980, es una de las muchas ciudades históricas que están siendo demolidas por la guerra. Las primeras menciones a esta ciudad, situada en la provincia de Dara’a, datan del siglo XIV antes de Cristo, y las últimas, desgranadas por una población en plena huída, describen ruinas humeantes sometidas a bombardeos y una población enfrentada en armas.
Busra es una de las pocas ciudades con una fuerte comunidad chií en la provincia de Dara’a. Según los vecinos entrevistados, los combates que se libran no implican a las fuerzas del régimen con los grupos opositores armados. “El régimen creó una trampa sectaria cuando dio armas a una parte y a otra no”, sentencia Abu Ennas, enfermero de 45 años natural de Busra. Acaba de cruzar la frontera a pie junto a un grupo de cientos de civiles, protegidos por la oscuridad de la noche, convirtiéndose así en uno más de los 350.000 sirios que, se estima, han huido a Jordania. “Hace un año que distribuyó armas a la comunidad chií de Busra, y ahora éstos defienden al régimen contra los suníes”, prosigue el hombre, educado y solícito pese al temblor de su cuerpo, producto del frío y la inquietud, cubierto con un manto de lana marrón común entre la clase media-alta siria. “En la ciudad no quedó ni policía ni Ejército. Nadie atacó a la comunidad chií, pero ellos eran una carta en manos del régimen. Se hicieron fuertes con sus armas, y terminaron dando las órdenes a los uniformados, que acuden sólo cuando se lo piden”.
El enfermero se estira el pelo hacia arriba descubriendo una cicatriz. Afirma que responde a la bala de un francotirador chií, que le disparó cuando conducía su coche rumbo al hospital. Le rozó la frente pero la suerte quiso que no se incrustase en su cráneo. “Al principio, el primer año de la revolución, la relación con ellos era normal, pero después fueron armados y comenzaron a matarnos. Será muy difícil volver a la convivencia. Esto que vive Siria es una guerra sectaria. En Busra, sufrimos una guerra entre chiíes y suníes, y el régimen está intentando hacer lo mismo con los drusos de Suwaida”, añade Abu Ennas en referencia a la provincia sureña que acoge al 90% comunidad drusa siria, estimada en total en unas 700.000 personas.
Busra parece ser una de las primeras intraguerras sectarias que podrían devorar a Siria en el futuro, caiga o no Bashar al Assad. El régimen alauí -una escisión del Islam chií- ha propagado la idea entre las minorías religiosas sirias de que su futuro está en peligro dado que los manifestantes y los grupos que combaten con el Ejército Libre de Siria son “salafistas” suníes que pretenden imponer un califato islámico y acabar con la convivencia que otrora caracterizó al país árabe. De la misma manera, toda la comunidad árabe suní -mayoritaria en Siria, con casi un 60% de población- se siente objeto de la persecución del régimen.
“El régimen les entregó las armas”, insiste Abu Hassan desde su caseta metálica. “Un año después del comienzo del levantamiento, los chiíes comenzaron a atacar y quemar negocios suníes. Aprovecharon que algunos vecinos suníes huían para tomar el control de sus negocios, entre ellos panaderías, farmacias… Quemaban tiendas con un polvo blanco que actúa como el ácido, derritiendo el metal”, añade este tendero suní.
Su hermano Ahmed, de 38 años, también tenía una pequeña tienda en Busra. El pasado enero, a la salida de la mezquita, emprendió el camino hacia su casa cuando, cerca del sector chií de la ciudad, un francotirador le disparó dos veces: una en el brazo, y otra en la pierna. “Sé que el disparo fue chií porque provenía de un edificio ocupado por chiíes. Quedé paralizado, en el suelo, y un vecino acudió a recogerme. También le dispararon en la pierna”, rememora el hombre con parismonia, mientras fuma intensas caladas. Su pierna está vendada, y su brazo derecho paralizado con escayola: de él salen tres dispositivos metálicos que parecen fijar el hueso. “Entonces acudió uno de mis hermanos. El mismo francotirador le disparó dos veces al pecho”. El rescate de los tres hombres llevaría horas, y los tres fueron evacuados a Jordania, dado que “el hospital de Busra está en manos de los chiíes, como lo están los accesos a la ciudad. Sólo podemos entrar y salir de noche. Nosotros tardamos cinco horas en poder escapar de Busra. Pasamos mucho miedo”
Abu Hassan, que huyó hace casi un mes para evacuar a su familia y a los dos hermanos heridos, tuvo la mala suerte de ver cómo su refugio se inundaba cuando una tormenta convirtió la tienda de campaña que le habían asignado en el campo de refugiados de Za’atari, en Jordania, en una piscina. Y la buena suerte de que aquel episodio le hizo merecedor de una de las 60 casetas prefabricadas distribuidas por el régimen saudí a los afectados por las inundaciones. Pero este tendero está acostumbrado a perder propiedades. “El Ejército sirio me quemó mi tienda. Los chiíes me detuvieron, me entregaron al Ejército, pasé cuatro meses detenido, uno de ellos torturado… Antes, mis vecinos chiíes entraban en mi casa como cualquiera de mis familiares, eran uno más de la familia. Ahora es imposible pensar en que volvamos a hablar, siquiera”.
Abu Hassan asegura que su buena relación con sus vecinos chiíes y el supuesto espionaje al que le sometieron fue el motivo que llevó a su detención, junto a cuatro de sus hermanos. El régimen, dice, convenció a sus líderes de que su comunidad estaba en peligro. “Nuestro problema con los chiíes es que sus referencias religiosas están fuera de Siria. Son juguetes de Irán, de Irak, del Líbano, de sus marja’a [fuentes de emulación o autoridad religiosa]“, afirma Abu Hassan. “Están convencidos de que el régimen es muy fuerte y de que Irán les protegerá”, apostilla. “He visto a chavales de 12 años que han recibido armas”, interviene Ahmed.
Los entrevistados insisten en que los chiíes de Busra reciben ayuda del exterior, incluso dicen que son entrenados por la milicia chií libanesa Hizbulá durante 25 días. “El sectarismo se ha disparado no sólo en Siria, también en toda la región”, afirma un familiar jordano de los presentes, capitán retirado del Ejército jordano. “Los chiíes sirios están negociando con los drusos para aliarse a ellos en Suweyda y hacerse fuertes en el sur”, prosigue, incidiendo en un argumento que también esgrimía Abu Ennas en la frontera. Los refugiados de Busra en Za’atari no se muestran satisfechos con la labor del Ejército Libre de Siria. “Controlan parte de la ciudad, pero al tener pocas armas lo único que logran es atraer ataques. Han ayudado a evacuar a la población a las afueras, pero nada más”.
El caso de Busra no es único en Siria. En la provincia norteña de Idlib, dos aldeas chiíes se hicieron fuertes hace meses en medio de una marea suní. Dos semanas atrás, milicias suníes secuestraron a decenas de chiíes, acontecimiento que fue rápidamente respondido con el secuestro, a manos chiíes, de unos 200 suníes. La liberación de los rehenes, el pasado jueves, rebajó la tensión en la zona, pero el escenario sigue siendo potencialmente incendiario.
En la sureña Dara’a, nuevos y reforzados combates entre el régimen y el ELS están empujando a la población civil a huir del país. Los vecinos entrevistados en las fronteras y en el campo de refugiados de Za’atari indican que el régimen ha redoblado los bombardeos -denuncian incluso el uso de misiles Scud- en respuesta a una nueva ofensiva rebelde que le habría llevado a capturar nuevas bases militares.
Según el blog especializado en armamento Brown Moses, los rebeldes del sur habrían recibido una dotación de armas pesadas que incluyen lanzagranadas y proyectiles anti-tanque en cantidades considerables, lo que habría mejorado radicalmente un arsenal que hasta ahora se reducía a lo que conseguían incautar al régimen. Según el diario Washington Post, las armas habrían llegado mediante Jordania -que comparte 370 kilómetros con Siria- y habrían sido enviadas por “potencias extranjeras” con el objetivo de reforzar a grupos armados moderados en detrimento de los grupos yihadistas radicales que ya se han hecho fuerte en el norte del país, aprovechando otros envíos similares de armas.
Ese conforma otro de los muchos escenarios bélicos que se barajan en Siria para el futuro: laicos contra fanáticos. Por el momento, ambas fuerzas conviven sin tener nada en común más que el objetivo primario a lograr: la caída del régimen sirio. En el caso de las minorías, la guerra interna ya ha comenzado, a juzgar por las palabras de los vecinos de Busra. “Dado que no nos pueden devolver a nuestros muertos, sólo tienen una opción: marcharse con los suyos al Líbano”, asevera Khalil al Khalil, de 44 años, mientras a su lado Ahmed y Abu Hassan asienten con firmeza.
Fuente:cuartopoder.es
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