JACOBO ZABLUDOVSKY
“No un adiós, sino un ¡hasta siempre! gritaba la inmensa “marea roja” que acompañó al féretro de El Comandante, a quien consideran el único presidente que se ha acordado de los pobres en este país”. Así inició su relato José Vales, enviado de El Universal a los funerales de Hugo Chávez.
No todo mundo sufrió el mismo dolor por la muerte de un hombre polémico que columpió su trayectoria política entre la vocación de redentor y su inclinación a la dictadura. Pero nadie puede ignorar la demostración de dolor, las lágrimas, plegarias, gritos y discursos que privaron de espacio al menor asomo de crítica o análisis equilibrado de su paso por el mundo del poder popular, según unos, populachero y demagógico, según otros.
La semana de duelo ha dejado exhaustos a los venezolanos, asombrados de la magnitud del homenaje que ellos mismos contribuyeron a acrecentar con su masiva demostración de orfandad irremediable. La enorme mayoría salió a la calle a decirse cuántos somos, mientras otros, protegidos tras su cautela temen que en la cruda del velorio no encontrarán la sal de uvas que remedie sus agruras.
El funeral de Hugo Chávez me lleva a recordar algunos de los funerales que el oficio de reportero me hizo presenciar de cerca, como el de Anastasio Somoza, personaje en nada comparable a Hugo Chávez, ni en su origen, ni en su trayectoria, ni en la huella que deja en la historia de su país. Somoza fue un asesino, de Sandino entre otros, cosa que no fue Chávez. Somoza sirvió al imperio que Chávez combatió. Chávez murió en su cama. Somoza fue asesinado.
En julio de 1956 entrevisté a Somoza en Panamá durante una reunión de presidentes americanos. Unas semanas después llegué a Managua para narrar su funeral. América vivía entre la libertad y el miedo según la magistral definición de Germán Arciniegas. El viejo Tacho era el miedo. Nunca imaginé, por las frases cínicas de nuestra plática panameña y por su historia de crueldad, represión y despotismo, que el pueblo de Nicaragua le haría un homenaje mortuorio de tragedia griega. El cadáver estaba expuesto en la Catedral de una Managua que poco tiempo más tarde vería en ruinas, Catedral incluida, por un terremoto sin precedentes.
Todas las estaciones de radio y televisión de Nicaragua repetían misas y algún réquiem lamentoso; de los balcones colgaban paños negros; cines, teatros, escuelas, oficinas y restaurantes cerrados. A una especie de psicosis funeraria contagiosa atribuyo la sensación general de pérdida absoluta que sacaba lágrimas a los miles que hacían cola hasta llegar al cuerpo en vida tan odiado como venerado muerto. Frotaban el vidrio protector con sus pañuelos para conservarlos en relicarios tal vez milagrosos y poder decirles a sus nietos: este pañuelo tocó el catafalco del señor Somoza.
Algo debe tener el Caribe donde los hombres nacen con colas de cerdo y el insomnio es epidemia, porque otros funerales magnos a los que asistí en latitudes frías fueron ceremonias solemnes o austeras con ritos menos impactantes, con menos olor a multitudes, donde las manifestaciones de tristeza eran recatadas y más bien intimas. Así fue el de Juan Domingo Perón, al grado de prohibir cámaras dentro de la Catedral de Buenos Aires. Al de Francisco Franco no llegué, detenido en Biarritz, en la estación de Hendaya, junto a la frontera española cerrada para periodistas mexicanos. Recorrí, ante la frustración, el andén donde Franco se reunió con Hitler.
El funeral de John F. Kennedy desde la Rotonda del Capitolio, fue la primera transmisión internacional de televisión vía satélite entre los Estados Unidos y México. Supe después que mi narración, solo para radio, fue simultánea a la imagen no prevista en directo.
Dos funerales me llevaron a Londres. Uno, el de Diana, por encargo de Televisa, casi me hizo naufragar en el mar de flores, peluches y tarjetas de pésame que cubría con sus oleajes desde el Big Ben hasta el Palacio de Buckingham, en una expresión de amor profundo.
El otro, años antes, 1965, fue el de Winston Churchill. Contratado por la BBC para transmitir la ceremonia por radio en español, narré durante cuatro horas la procesión que el mismo Churchill preparó durante meses: Operation hope not.
Deciden embalsamar el cadáver de Chávez, especialidad del laboratorio que bajo el mausoleo de la Plaza Roja cuida su primera momia, la de Lenin, después de aplicar su know how en Stalin, y el norcoreano Ho Chi Minn entre otros jerarcas del comunismo y ahora, en el auge del capitalismo ruso, atiende a mafiosos y nuevos ricos y envía agentes de ventas a todo el mundo para aumentar sus enormes utilidades.
Pero esa es otra historia.
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