TERESA DE JESÚS PADRÓN BENAVIDES
Una de las primeras secuencias transcurre en la cocina de un departamento parisino grande y antiguo. Sentados en la pequeña mesa, rodeados de periódicos, de una jarra con café y de restos del desayuno, están un matrimonio de ancianos.
Ella, aparentemente atenta a los comentarios de su esposo, queda inmóvil repentinamente, con la mirada perdida y sin responder a las preguntas de él. Ante el asombro que esto le produce, el anciano decide salir en busca de ayuda y olvida cerrar la llave del grifo. Justo antes de salir, oye que el agua ha dejado de correr y decide volver a la cocina. Para su sorpresa, su mujer se halla nuevamente animada, desayunando y preguntándole por qué ha dejado el grifo abierto.
Son los primeros síntomas. Unos días después, ella sufrirá un infarto que la dejará paralizada de la parte derecha de su cuerpo.
A partir de entonces, nada será igual para Anne y Georges, dos músicos y profesores retirados. Su amor, que ha atravesado por más de 50 años de vida en común, entre otras difíciles pruebas, habrá de intentar a toda costa librar también esta batalla, tal vez la más dura, pues el enemigo a quien habrá que enfrentar esta vez, es el tiempo mismo. Y contra Cronos, como bien se sabe, toda batalla está perdida de antemano.
El cuerpo anciano, como protagonista de esta cinta de Michael Heneke, es abordado con lucidez y realismo. El cuerpo, que encierra a una persona, lo que es, lo que siente, lo que piensa, envejece inexorablemente. La epidermis que envuelve la potencialidad intelectual y afectiva de una persona, su esencia, se vuelve flácida y cubre un esqueleto también frágil y unos órganos que han comenzado a disminuir su capacidad de realizar las funciones básicas del cuerpo.
Una vez en casa, después de una breve temporada en el hospital, Anne hace prometer a su marido que jamás la internará en un nosocomio. Él se lo promete y emprende una titánica labor en el cuidado de su mujer. Anciano él mismo, habrá de hacer a un lado sus propios achaques con tal de devolver a su esposa a su vida de antes. En el proceso, Georges pondrá a prueba, entre otras cosas, su paciencia, su tolerancia, su entereza y su fortaleza no sólo física, sino de carácter. No siempre saldrá bien librado, pero finalmente, el Amor (con mayúscula), habrá de hallar el camino. Ambos habrán de disfrutar todavía un poco más de su vida en común. Sus libros, su música (Schubert, Bach y Beethoven, son algunos de los personajes secundarios de esta historia), sus charlas durante el té de la tarde y, en fin, su compañía. No daré más detalles respecto de la trama, pues no quisiera arruinar la película. Sólo quiero utilizar esta historia como telón de fondo de un tema que me parece casi tabú en nuestra sociedad contemporánea: El amor entre ancianos.
Cuando pensamos en el amor lo primero que se nos viene a la mente es una pareja joven. Un amor apasionado, intenso, rebosante de juventud y fortaleza físicas, con dosis de romanticismo y de seducción, de ternura y de atracción física. El amor entre viejos sólo podemos imaginarlo como algo idílico, como el afecto, el compañerismo, la solidaridad y la amistad compartidos por dos personas durante muchos años y que ha rendido sus frutos en hijos y nietos y en un legado familiar de tradiciones y costumbres que deberán guardarse celosamente por las nuevas generaciones. En el mejor de los casos, los “abuelos”, sólo pueden permitirse un beso recatado para la foto familiar de las “bodas de oro”.
En nuestra concepción del amor en la vejez la sociedad de consumo ha impreso su huella indeleble. El amor sólo puede ser posible entre los jóvenes. Después de cierto tiempo, el amor cede su lugar no al afecto ni a la amistad genuina, sino a los celos, la envidia, el odio. Imposible imaginar a los ancianos en una escena de amor romántico o, al menos, compartiendo gustos e intereses comunes que cultivaron desde jóvenes y que fueron la argamasa que unió su relación durante tantos años.
Por eso es que nos empeñamos en perpetuar nuestra juventud. Consumimos todo tipo de elíxires, de pócimas de la “eterna juventud”; recurrimos a dietas extremas, ejercicios físicos extenuantes, cremas, pomadas, aceites y todo tipo de tratamientos quirúrgicos para evitar o al menos retardar los efectos del paso del tiempo. Pero no sólo eso. La cultura juvenil es también nuestra. La música que escuchamos es estridente, banal, vacía, como la de los jóvenes. Somos “rebeldes” en el vestir, en el hablar, en el actuar. La cultura juvenil del desenfreno, los excesos, el despilfarro y la adrenalina, la hemos hecho nuestra también. Todo con tal de no envejecer, de no madurar, de no crecer. Patéticos. Eso es lo que somos. Pues, por más esfuerzos que hagamos, el cuerpo nos reclama lo suyo.
La cultura consumista que promueve el patrón de belleza juvenil con su culto a la apariencia externa, nos obliga a intentar a toda costa ser algo que no somos. Y como la vida se nos ha ido tras ese absurdo afán de perpetuar la juventud, ni tiempo hemos tenido de cultivar las cosas imperecederas, las que no envejecen sino que, al contrario, maduran y rinden frutos, como todo ciclo vital natural. Ni tiempo hemos tenido para cultivar hábitos que habrán de acompañarnos en la madurez y en la ancianidad incondicionalmente, como la lectura o el escuchar y apreciar la buena música y las artes, en general. Pero, y lo más triste, no hemos tenido tiempo de crecer intelectual y afectivamente con nuestra pareja. Nos afanamos en vivir en un estado continuo de placer y ante la imposibilidad de lograrlo, nos hemos vuelto seres frustrados, amargados, infelices, en vez de adultos plenos, satisfechos y agradecidos.
En Amour, los protagonistas no sólo enfrentan su condición sino que la asumen, dignamente y sin lamentarse. Por supuesto que hay añoranza de los días de juventud, cuando la vida se nos entregaba con toda su voluptuosidad y sus encantos, pero es una añoranza sin reproche, sin auto conmiseración. El amor entre estas personas se manifiesta ahora, en su vejez, de formas insospechadas. Y entre esas formas, está también la del deseo y del placer físico. El cuerpo amado ha envejecido, sí, pero sigue siendo el objeto del deseo del amante. En una de las primeras escenas, al volver a casa después de un recital de piano de uno de sus viejos alumnos, Georges ofrece una copa de vino a Anne, y con tono seductor le dice: “verdaderamente lucías muy bella esta noche.”
La idea de que el placer físico es exclusivo de los jóvenes, es un invento de la modernidad consumista, de la sociedad hedonista y auto complaciente. El amor maduro, fruto de la vida compartida entre dos individuos que han seguido nutriéndose de experiencias enriquecedoras en todos los ámbitos, se manifiesta también en la libido. Pero el cuerpo requiere ahora, en esta etapa de la vida, de cuidados especiales. El amor habrá de manifestarse también cambiando los pañales, bañando y dando de comer en la boca a nuestro amado (amada). La idea del amor entre dos viejos que siguen teniendo el ímpetu y el vigor físico adolescente, es una falacia y una invención del cine norteamericano, principal promotor del culto a la juventud. La verdad inexorable es que el cuerpo se atrofia y las facultades menguan.
Mientras hojea un viejo álbum de fotografías, Anne dice “Es hermosa”, y George le pregunta, “¿Qué cosa?”, “La vida”, responde ella, dibujando una ligera sonrisa en sus labios. Y uno no puede sino coincidir con ella. La vida es hermosa y vale la pena vivirse, sobre todo si el amor ha prevalecido a pesar de los vaivenes de la vanidad y del egoísmo mundanos y ha echado raíces y dado su fruto a tiempo. La vida es hermosa y es posible sólo en el amor y éste, a su vez, es posible, sólo en la madurez.
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