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domingo 22 de diciembre de 2024

Spinoza y la perfección en la ética

FERNANDO RODRÍGUEZ GENOVÉS

Baruch de Spinoza, el más preclaro de los filósofos racionalistas modernos, primó en la filosofía la tarea de conocer y comprender la realidad de los hechos a cualquier otro objetivo{1}. A diferencia de René Descartes, antepuso en todo momento el ordo mundi al ordo mentis, mediante el cristalino método de hacerlos, en el fondo, coincidir. Todo ello sin acudir a evoluciones dialécticas ni a juegos de lenguaje, sino a través de una estricta transitio que desde el plano deseo hace elevar al ente inteligente hasta las cumbres del amor Dei intellectualis. Esta disposición es especialmente decisiva en los estudios que dedicó a la ética y a la política, como en sus resultados queda demostrado (Q.E.D.).

No descuida, desde luego, la función de la imaginación en relación a los afectos, aunque quede subordinada a una instancia superior, la razón, según una estricta secuenciación de géneros de conocimientos. Para considerar las cosas y poder formarse nociones universales de las mismas, el hombre dispone de la «imaginación» o la «opinión» (conocimiento de primer grado) y de la «razón» (conocimiento de segundo grado):

«El conocimiento de primer género es la única causa de la falsedad; en cambio, el del segundo y el tercero [la ciencia intuitiva] es verdadero necesariamente.» (Ética, II, prop. 41).

Merced a la imaginación es posible tener noticia de los sentimientos de los otros, lo cual permite asegurar el propósito de la mutua comunicación o contacto entre individuos, aunque acaso no seguramente del entendimiento común. Este sería el caso de la emulación (aemulatio): «que no es, por tanto, más que el deseo de una cosa, que se engendra en nosotros porque imaginamos que otros, semejantes a nosotros, tienen ese mismo deseo.» (Ética, III, prop. 27). Aparte de no confundir emulación con imitación, Spinoza no da tampoco el mismo valor a la imaginación que el que le concedieron los moralistas escoceses del siglo XVII y XVIII, ni entiende del mismo modo que éstos el fenómeno de la comunicación.

David Hume, no obstante, más prudente a este respecto que Adam Smith, afirma que «supone un gran esfuerzo de imaginación el hacernos, de los sentimientos actuales de otros, ideas tan vivas que lleguemos a experimentar esos mismos sentimientos» (Tratado de la naturaleza humana). Aun así, entiende la simpatía como el alma vivificante de todas las pasiones, el principio que garantiza la participación común y la interpenetración humanas. Sirviendo de cimiento interpersonal, la comunicación acaba determinada por el flujo de las emociones y pasiones que al compartirse y contraerse hace partícipe al que simpatiza de aquello que afecta al prójimo. Participar, en consecuencia, no significa solamente interesarse por algo o alguien sino también «tomar uno parte de una cosa» o de una persona con la que siente una fuerza de atracción tan vivaz que llega a confundirse en fraternal abrazo.

Semejante identificación –o peor, la pérdida de identidad personal que ello implica, tamaña suplantación, tal ocupación; todo ello, en suma– es lo que resulta muy problemático para Spinoza, por lo que supone de pérdida de potencia y de afirmación personal.

Benito Espinosa

2. Una alegría con poder de distinción

Esta preocupación puede encontrarse, paradigmáticamente expresada, en la proposición 53 de la III Parte de la Ética, donde Spinoza vincula directamente la potencia de actuar con el sentimiento de la alegría y con la distinción hacia los otros sujetos.{2} Al contemplarse el alma a sí misma, ejercitando su potencia de actuar, percibe cómo crece en ella la perfección, es decir, cómo pasa de una menor perfección a una mayor, razón por la que experimenta alegría.

En este punto –más concretamente, en el corolario–, el filósofo de Ámsterdam puntualiza que la alegría ahí experimentada aumenta todavía más en el momento en que imagina que dicha potencia y perfección es al mismo tiempo reconocida y alabada por otros, pues en la misma medida que él se percibe afectado por la alegría, aprecia gratamente que éstos son afectados por la presencia de una «alegría mayor» («majore Laetitiâ»). Parece desprenderse de esto la convicción spinoziana según la cual el trato principal entre los hombres, en aras a su enriquecimiento personal, no se produce en términos de imitación, y mucho menos, de transposición o identificación, sino de distinción e individualización: es decir, por comparación positiva.

Nuestra capacidad de potencia progresa en la medida en que el alma comprueba su propio desarrollo comparado con el de otro, no con la igualación a éste. Ser como los demás representa una derrota y una constatación de debilidad, porque ello hace patente que las posibilidades de uno mismo no han rendido lo que podían, y ello sólo puede verificarse merced al cotejo con la situación de los otros. Ser poderoso –o mejor, tener potencia– significa tener más potencia que los otros; sólo de ese modo es uno consciente de la misma. No queremos ser como los demás hombres, sino los primeros entre los hombres.

Es por esto que la humildad (junto al arrepentimiento) constituye una emoción contraria a la alegría (Ética, III, Def. Aff., 26). Los individuos no aspiran tan sólo a ser mirados y alabados por los otros; aspiran, sobre todo, a ser admirados por éstos, a fin de que sean capaces de advertir la diferencia y la distinción. En caso contrario, no habría admiración en absoluto. Admiramos alguna cosa precisamente porque no tiene conexión alguna con las demás (Cfr., Ética, III, Def. Aff., 4).

La mirada de un alma sólo repara en algo cuando destaca del resto, en cuyo fondo gris todo se confunde. Los hombres –al menos, los hombres que son conscientes de su potencia de actuar y de perfección, que actúan, pues, en consecuencia– quieren nada más y nada menos que la excelencia{3}, lo mejor para su estado y ser. Lo más próximo a la perfección.

¿De qué manera advertimos la perfección en el hombre? En la medida en que comprobamos que es más perfecto que otro. Aquí se halla justamente la caracterización del ideal spinoziano de conocer, del conocimiento que en esforzadatransitio aspira a acceder a su tercer grado, al estadio superior, al amor intelectual de Dios:

«¿acaso la idea verdadera no posee, entonces, más realidad o perfección que la falsa […], ni, por tanto, tampoco un hombre que tiene ideas verdaderas posee más perfección que el que sólo las tiene falsas?» (Ética, II, 43, esc [b]).{4}

Notas

{1} Cfr. Tratado político, I, 4: «inquirerem, sedulò curavi, humanas actiones, non ridere non lugare, neque destestari, sed intelligere» («me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar las acciones humanas, sino en entenderlas.»)

{2} Cfr. Ética, III, 53: «Cum Mens se ipsam, uamque agendi potentiam contemplatur, laetatur, & eò magis, quò se, suamque agendi potentiam distinctiùs imaginatur.» («Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar, se alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma y a su potencia de actuar.»)

{3} Spinoza no emplea apenas el término «excellentia». De hecho, en su Opera Onmia se localiza tan sólo una vez el uso de dicha voz, aunque en un contexto relevante para nuestros propósitos. El concepto aparece en el Tratado Teológico-Político haciendo alusión a la unicidad divina. Spinoza escribe en este lugar, en referencia a la adecuada devoción a Dios, que «la admiración y el amor sólo surgirán de la excelencia de un ser sobre los demás.» («Devotio namque, admiratio, & amor, ex sola excellentia unius supra reliquos orientar.» (Tratado teológico-político, XIV [177]).

{4} «quatenus tantùm dicitur cum suo ideato convenire, à falsâ distinguitur, hihil ergo realitatis, aut perfectionis idea vera habet prae falsa […], & consequenter neque etiam homo, qui veras, prae illo, qui falsas tantùm ideas habet?».

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