LEÓN KRAUZE
El discurso de Enrique Peña Nieto en la conmemoración del aniversario de la expropiación petrolera dejó una estela de desencanto. Ayer, en estas mismas páginas, Ciro Gómez Leyva lamentó que el Presidente no aprovechara la oportunidad para aventar una de esas bombas noticiosas a las que nos ha acostumbrado su gobierno. ¡Qué divertido hubiera sido si, justo en el aniversario de la expropiación petrolera, bajo la sombra del mismísimo Lázaro Cárdenas, Peña Nieto hubiera anunciado una versión ambiciosa, provocadora de la reforma energética! ¡La que se habría armado! El Presidente, en cambio, dio un discurso en apariencia inofensivo (respetando, por cierto, las formas del Pacto por México: no es el Presidente quien “anuncia” iniciativas de reforma sino el grupo rector). ¿Quiere decir esto que el ánimo reformador que ha mostrado el gobierno no alcanzará para una reforma energética seria? No lo creo.
En gran medida, la operación de estos primeros tres meses ha ido encaminada a una confrontación mucho más seria y complicada: la reestructura de Pemex. Ese y no otro, es el ejemplo al que el candidato Peña Nieto regresaba una y otra vez en campaña cuando se trataba de explicar su proyecto de reformas. Basta leer su libro, que cada día más parece una hoja de ruta que un simple caso de verborrea proselitista. Ahí, Peña Nieto (o quien redactó el texto, con la posterior aprobación del candidato) escribe que “es necesario tomar medidas mucho más audaces para revigorizar nuestro sector energético; para lograrlo tendremos que despojarnos de las ataduras ideológicas que impiden detonar el potencial de Pemex”. Dudo que esas ataduras se refieran solo, digamos, a la carga fiscal de la empresa. En otras palabras, me sorprendería si el plan de la nueva reforma energética no incluyera un modelo mucho más agresivo de participación de capital privado, nacional y extranjero. La pregunta es ¿cómo defenderá el gobierno dicho proyecto? Y, más interesante todavía ¿cómo responderá la oposición?
Lo más probable, a juzgar por la historia, es que un sector de la izquierda y probablemente del priismo (más) jurásico se opongan de manera tajante a ambas posibilidades de participación de capital. Ya sabemos que la idea de permitir que empresas privadas compartan riesgo con Pemex es suficiente como para que varios sufran palpitaciones. Si a eso sumamos la presencia de capital extranjero, entonces las palpitaciones se vuelven espasmos.
Lo curioso es que ese prurito no les alcanza para proteger otras áreas que, por definición, están reguladas y concesionadas por el Estado. Veamos lo que ha pasado con la reforma a las telecomunicaciones, una iniciativa histórica. Dicen los que la vivieron desde adentro que fue precisamente la izquierda la que pugnó por permitir la inversión extranjera directa en el ramo. Quería, incluso, porcentajes aún mayores de participación extranjera. Hizo bien y ese es el instinto correcto: la llegada de la competencia derivará eventualmente en un mejor servicio y mejores tarifas (y, aunque algunos lo duden, la presencia de más opciones televisivas traerá también, con el tiempo, mejores contenidos).
Haber luchado por la apertura en las telecomunicaciones enaltece a la izquierda, pero también la obliga a resolver una inconsistencia que ya se ha vuelto, creo, insostenible. ¿Cuál es exactamente la diferencia entre el sector telecomunicaciones y el energético? ¿Por qué la competencia es deseable en uno pero inadmisible en otro? ¿Cómo reconciliar el respaldo de la competencia en telecomunicaciones con la oposición apasionada a la apertura en el otro sector? Si el gobierno se anima a proponer una reforma energética de verdad ambiciosa, los defensores del status quo de Pemex tendrán que responder ambas preguntas. Pago por ver.
Fuente: educacioncontracorriente.org
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