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viernes 01 de noviembre de 2024

Romeo y Julieta (y Darwin) ¿Puede la ciencia explicar el amor?

ALEJANDRO FRANK

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Investigaciones científicas recientes han demostrado que la frase “locamente enamorado” no es una simple metáfora, ya que hay amplia evidencia que sugiere que el enamoramiento es fisiológicamente similar a las enfermedades mentales.

La mayoría de los mamíferos tienen comportamientos afectivos y expresiones emocionales que en términos humanos suelen interpretarse como conductas amorosas. El amor romántico, sin embargo, parece ser una característica exclusiva de la especie humana. El arquetipo de este amor, apasionado y muchas veces imposible, es la historia clásica de Romeo y Julieta, la tragedia de William Shakespeare escrita en 1597. Es la historia de dos jóvenes que, a pesar de la oposición de sus familias, deciden, contra viento y marea, continuar su romance y casarse de forma clandestina. Una serie de infortunios conducen al suicidio de los dos amantes. De esta trágica manera, su amor, o al menos la idea de este, perdurará por los siglos, puro e inmaculado. En numerosas ocasiones he imaginado qué habría sido de ellos si, por azares del destino, hubieran sobrevivido. Un Romeo cuarentón, calvo y algo dado al chianti, llegando a casa donde una obesa Julieta, harta de cocinar la pasta, lo espera de mal humor entre los llantos de sus nietos… una imagen nada romántica. Pero regresemos al asunto que nos ocupa. El amor apasionado sin duda existe y, aunque tal vez no es tan duradero como quisiéramos, juega un papel determinante en nuestras vidas.

Por ello vale la pena preguntarse, ¿a qué se debe este insólito comportamiento humano, único entre las millones de especies que pueblan nuestro planeta? Charles Darwin y Alfred Russel Wallace propusieron la teoría de la evolución en el siglo XIX, teoría que se ha convertido en un hecho incontrovertible con los descubrimientos posteriores de las ciencias biológicas. El propio Darwin y científicos del siglo XX, intentaron conciliar esta teoría con el estudio de la conducta de distintas especies, incluidos los insectos sociales (hormigas y abejas), los mamíferos en general, y los primates en particular. Científicos contemporáneos como Desmond Morris, Richard Dawkins, Daniel Dennett y Steven Pinker han popularizado la psicología evolutiva, según la cual nuestro comportamiento es influido por los millones de años de evolución hasta llegar a ser lo que somos. La psicología evolutiva propone que la psicología y la conducta de los humanos y primates pueden ser entendidas conociendo su historia evolutiva. Específicamente, propone que la mente de los primates, incluido el humano, está compuesta de mecanismos funcionales que se han desarrollado mediante selección natural por ser útiles para la supervivencia y reproducción del organismo. La psicología evolutiva intenta explicar características mentales de la especie humana (tales como la memoria, la percepción, el lenguaje, y fundamentalmente las emociones) como adaptaciones: es decir, como los productos funcionales de la selección natural, forzados por la competencia para sobrevivir y reproducirse. Este enfoque adaptativo es utilizado para entender mecanismos biológicos como, por ejemplo, el sistema inmunológico. La psicología evolutiva aplica este mismo principio a la psicología.

Stephen Jay Gould, Richard Lewontin y otros científicos han criticado la idea de que esta historia evolutiva influye de manera determinante en nuestro proceder, proponiendo en cambio que la cultura es la razón esencial de las diferencias entre los individuos. Otros describen la psicología evolutiva como un intento de justificar los privilegios del género masculino y de ciertas culturas. Los investigadores de la conducta animal reconocen sin chistar el papel de la evolución en nuestras características físicas, pero las interpretaciones de la teoría de la evolución a la psicología humana son mucho más polémicas. ¿Qué dice esta teoría sobre el surgimiento de las conductas amorosas en nuestra especie? De acuerdo con la Biblia (Génesis, 3:16), Dios maldijo a Eva y la condenó a parir con dolor, como castigo “por haber comido del fruto del conocimiento”. La mayor diferencia que los seres humanos tienen con los otros grandes simios es sin duda su inteligencia (aunque esta parece escasear cada vez más en el planeta). Claramente, el desarrollo de inteligencia confirió a los humanos grandes ventajas evolutivas.

Efectivamente, para “comer del fruto del conocimiento” los humanos tuvieron que triplicar, a lo largo de los últimos millones de años, el tamaño de sus cerebros y también el volumen de sus cráneos. Estos grandes cráneos provocaron graves y crecientes problemas durante el parto. “Parirás con dolor” (maldición que recae solamente sobre la mitad más agraciada de la humanidad), es el penoso primer costo de nuestra inteligencia. Otro factor que complicó las cosas es que los humanos adquirieron una posición erguida y se volvieron bípedos, de manera que pudieron liberar las extremidades superiores para convertirlas en las herramientas principales de su nuevo y poderoso cerebro. La pelvis femenina experimentó presiones evolutivas para ser estrecha, lo que favorece la locomoción en el bipedalismo, pero soportó iguales o mayores presiones para ser amplia y favorecer el nacimiento de bebés de cráneo cada vez mayor. ¿Cómo resolver esta disyuntiva? La estrategia que la evolución humana adoptó consiste en parir prematuramente. De este modo, los humanos pueden seguir desarrollando sus grandes cabezas sin comprometer la locomoción de la madre. Los bebés humanos son extremadamente inmaduros, el volumen de sus cráneos aumenta 60 por ciento en el primer año de vida y son solo la cuarta parte de lo que serán cuando adultos. Un bebé humano tiene huesos muy flexibles y presenta diversos espacios entre ellos (fontanelas) que solo se cierran meses después del nacimiento. El parir vástagos tan inmaduros es algo único entre los mamíferos, con la excepción de los marsupiales (como los canguros), que mantienen a sus crías en una bolsa por un tiempo muy extenso. El problema es que los infantes humanos son dependientes de su madre por períodos muy largos (en comparación, un potrillo o un ternero pueden caminar minutos después de nacidos). En ausencia de bolsas como las de los canguros, el cuidado de los desvalidos infantes resultaba imposible para una madre “soltera”. La adaptación evolutiva fue la de favorecer fuertes lazos afectivos y el desarrollo de ligas emocionales de mayor duración con el padre, que lo mantuvieran atento e interesado en la madre y el retoño. Esto se logró paulatinamente con base en otras adaptaciones, la más prominente siendo la capacidad de las hembras humanas de mantenerse sexualmente activas, incluso en períodos en los que no son fértiles. A través de los milenios estos cambios se reafirmaron y retroalimentaron, llevando a las fuertes ligas emocionales que hoy llamamos amor. El amor ha sido entonces parte integrante de la naturaleza humana y factor esencial de nuestra estrategia evolutiva como especie. Esta trayectoria de sucesivas transformaciones adaptativas, que llevaron al desarrollo de relaciones más estrechas entre los seres humanos, es ilustrativa de los extraordinarios procesos evolutivos en general.

No obstante esta singular forma en que la ciencia interpreta y hace comprensible (e incluso indispensable) la existencia del amor romántico, desde el punto de vista evolutivo estos sentimientos solo son necesarios durante un tiempo suficiente para lograr una exitosa crianza. Ello, tristemente, no garantiza que se mantenga como un sentimiento intenso y pasional a lo largo de nuestras vidas.

Romeo y Julieta, por fortuna, seguirán siempre enamorados.

Fuente: Letras Libres 2011

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